sábado, 30 de junio de 2012

SOBRE SED DE MAL

Deseo de ser Hank Quinlan.


Hoy os contaré un secreto: aunque deslizándome por el tobogán del vicio haya acabado convirtiéndome en un abstemio ex fumador y respecto a lo otro cada noche la consorte se invente excusas dignas del realismo mágico, desde la primera vez que vi "Sed de Mal", ya que me veía incapaz de combinar algo tan extraordinario como el plano secuencia inicial, un magnificente travelling de retroceso con la panorámica pletórica de vida de una ciudad fronteriza, en sí todo un cortometraje que nos presenta a los personajes, incluyendo al magnate cuyo auto salta por los aires en una deflagración generadora, con su onda expansiva, de toda la trama, desde aquella noche memorable que rebobiné la cinta VHS donde la había grabado, he soñado acabar como Hank Quinlan, el jefe de Policía americano incorporado por Orson Welles -también director, en un perpetuo e imponente contra picado contra sí mismo-, borracho de bourbon y resignación,  derrotado como un toro de lidia en el salón de la pitonisa que me ha vaticinado que estoy al final del camino, mascando un puro sin que siquiera me alumbre la esperanza de encenderlo, olvidado de mí mismo y sin ningún futuro, absorto en el vaso y luego incapaz de reconocerme en el espejo plagado de cadáveres de moscas, meciéndome ya en el balancín del recuerdo al tintineo de los abalorios de una puerta a través de los que me observa la gitana Marlene y a las notas de una nostálgica pianola que me habla de una esposa perdida hace tanto tiempo que ya solo puedo reinventarla, aunque no he dejado de exorcizar su estrangulamiento a manos de un criminal poniendo pruebas falsas que manden a la silla eléctrica a todos los asesinos del mundo, y al último incluso lo he estrangulado yo mismo antes de venir a beberme la última copa de mi vida; pero además de seguir enamorado de una muerta, encomendándome al dios padre bourbon cuyo amor -después de años de sobriedad- ya no odio, sino que me llevo a la boca podrida las cuatro rosas de su etiqueta, además de eso siempre he querido ser tan intuitivo y sagaz como él, capaz de detectar las mentiras de un acusado -o un culpable, es lo mismo- por la fijeza excesiva de su mirada o la firmeza de su pulso, de descubrir qué policía se ha contagiado del virus del idealismo, de reconocer por su aura de timidez a los jueces que mantienen el prejuicio de la presunción de inocencia; me habría encantado ser tan inteligente y cínico como él, más lúcido en sus investigaciones cuanto insomne, con su valentía para dejar de beber justo hasta hoy, que he recaído por culpa de ese maldito policía mexicano que nos ha descubierto a mí y a Joseph Calleia, mi ayudante y mejor amigo, disponiendo un par de cartuchos de dinamita que condenen al culpable de haber colocado los otros cuatro que robó en el maletero del auto explosionado; sí, me encantaría que a cada trago las risas de esta noche llorasen en mi garganta, que las copas felices que en el pasado tomé con Joseph no se disolvieran como el hielo de este whisky, dios padre bourbon, cómo amo tu odio, el frío de tu botella que me recuerda a la piel de un cadáver en la morgue; me gustaría suscitar los odios y las lealtades que él promovía, equilibrarme en la frontera de la corrupción con la exuberancia de sus pasos, salir ahí afuera tambaleándome,  ahora que la ciudad pende del garfio de la luna y las hojas de periódico huyen como ratas que crujiendo roen mi muerte, vengar la traición de mi mejor amigo y llorar con mis lágrimas de ceniza y de su propia sangre que como lady Macbeth ahora me lavo de la mano, y derrumbarme con todo mi peso en las aguas infectas de petróleo que sostendrán mi cuerpo con una guirnalda -digna de Ofelia- de hedor y basura, toda esa putridez colgándome del cuello; pero mereciendo que, exquisita y decadente, Marlene me escriba el epifafio en el agua, en vez de conducir a una Janet en vulgar plenitud, como ese maldito policía mexicano, Charlton Heston -el Swartzeneger de los cincuenta- por la despejada autopista de su futuro, con el único peaje de haberme conocido y sufrido; sí, ya que no he podido ser Orson Welles, me habría gustado ser Hank Quinlan siempre y cuando Orson hubiera escrito mi papel dándome todas las oportunidades de defensa que, miserable de mí, yo nunca he dado a todos aquellos acusados a quienes ya empiezo a oír llamándome desde la otra orilla.                      

viernes, 29 de junio de 2012

LA ERÓTICA DE LOS JUEVES

Sobre "Breve encuentro" ( I )

Ahora que todos mis días se consumen pálidos como cirios en un velatorio, recuerdo cómo brillaban los jueves de la adolescencia con todo su fulgor de promesas y expectación, a ojos del amante de preludios, anticipaciones y entremeses que siempre he sido, cómo ya casi desde el miércoles por la noche empezaba a atisbar su resplandor de ilusiones prendidas, entre el horror pardo del lunes, la blanca desesperación del martes y la mediocridad del miércoles por la mañana, por un lado; y por otro, el desengaño disolvente de los viernes, la desilusión de los sábados y la melancolía sin nombre de los domingos. En el colegio, los jueves por la tarde ya se paladeaba el fin de semana, como a un beduino le sabe a agua dulce el espejismo de un oasis; años más tarde, la noche de los jueves solo salían los iniciados que entre menos gentío se sabían con más posibilidades de conocerse; en el trabajo, los jueves, la libertad condicional ya no parece la fantasía de un recluso.




Pues algo parecido les pasa a los protagonistas de "Breve encuentro" (¡ayer logré dejar de ver el fútbol!), que parecen esperar a cada jueves para consumar -no consumar- las esperanzas de su amor tímido, pusilánime, pudibundo. 

La auto-adaptación para David Lean de Noel Coward -el sucesor de Oscar Wilde- de su propia obra teatral es otra demostración de que todo guión no consiste sino en una nueva variación del tema del tiempo, en este caso, jalonado por los siete (la última vez me salían seis) jueves de un gigantesco flashback.


La acción despega en el séptimo de ellos, cuando, con la frialdad del que acaba de abrir las palomitas, asistimos a la despedida, en una cafetería de una estación de cercanías, de una pareja de mediana edad y clase media a quienes veremos hacer todo a medias (hasta pagar a las propinas), el médico Trevor Howard y la ama de casa Celia Johnson, abocados al disimulo debido al encuentro con una parlanchina amiga de Celia que acabará por acompañarla en el viaje de vuelta a casa, donde sabemos que está casada con otro hombre y tiene dos hijos.

Ya desde el vagón Celia, enfrentada a su reflejo en la ventanilla nocturna, ha empezado a contarnos el caso, en un monólogo interior que se superpone sobre la cháchara de la amiga, y continúa haciéndolo en la velada casera que adivinamos igual a tantas otras, mientras su marido rellena el crucigrama del aburrimiento y ella emprende su labor de costura, no sin conectar en el tocadiscos la nostálgica música que en toda la película no deja de colorear sus sentimientos, el segundo concierto para piano de un Rachmaninoff tan deprimido como ella en la época que precedió a su composición, después de que Glazunov le arruinara el estreno de su Primera Sinfonía al dirigirla borracho.

Así pues, desde la perspectiva del séptimo jueves, Celia nos cuenta cómo conoció a Trevor el primero de ellos; y a partir de entonces la narración avanzará de atrás adelante al ritmo de todas las locomotoras que fulguran a través del film dejando en los andenes las fantasmagóricas, cegadoras, nubes del humo y de la ilusión romántica, hasta volver a mostrarnos, en un discurso circular, como una serpiente que llega a morderse la cola, la misma escena de la despedida de los amantes, pero con otra significación muy distinta a la primera, pues la vemos desde el punto de vista de ella y no desde el frío ojo del espectador recién sentado, de modo que ahora, con la lúcida revelación del reconocimiento, la captamos en toda su aura de trágica tristeza.



Así que jueves tras jueves asistimos a la evolución de su romance, con la progresión dramática que propician los cautos avances eróticos de una relación extra matrimonial entre dos británicos de hace sesenta años -tan distinta a la ágil narrativa de videoclip que alumbraba, a los parpadeos fluorescentes de las discotecas, aquellos instantáneos encuentros venéreos tan raramente protagonizados por mí como raro era Rachmaninoff en el catálogo de los disc jockeys-.


El primer jueves se conocen gracias a la carbonilla (la misma que sale revoloteando y se posa, creo, en cierto verso de Gimferrer) que en el andén ciega el ojo de Celia y que, de vuelta a la cafetería, le extrae aquel médico de cabecera tan gentil, educado y alopécico de pura inteligencia emocional, a quien las pacientes seguro que le piden cita con demasiada frecuencia, que ya había observado con lascivo interés a aquella treintañera grácil y pálida, delicada y con ojos como lagos muy hondos, con aquel sombrero tan mono.

 


Al segundo jueves -es el día de su visita semanal a Londres- ambos se cruzan por la calle y, tras un simpático saludo, ella prosigue con su emocionante jornada: farmacia, biblioteca, almuerzo, cine y café en el bar de la estación. Donde entre silbatos, toses y silbidos de locomotora, humaredas, rechinar de ruedas y suspirar de frenos, y hasta fálicas irrupciones de trenes, no solo veremos acontecer las escenas cumbre -lo que delata su procedencia teatral-, sino también un contrapunto humorístico, de génesis shakespereana, al drama de la pareja. Me refiero a las fintas, amagos y requiebros amorosos que practican la camarera de la cafetería y un revisor, veterano dúo incorporado por los impagables Joyce Carey y Stanley Holloway, en una hilarante trama secundaria que, como suele ocurrir con el humor (en la ficción y en la realidad), tolera mejor que el amor el paso del tiempo.


Y tengo que interrumpir porque la cristalería vibra, retiembla el suelo y los tabiques retumban. No, no hay que bajar el volumen de Rachmaninoff, como hace Celia en la única vuelta al presente del flashback.

Lo que ha pasado es que ha marcado la roja.
     

miércoles, 27 de junio de 2012

HALCONES Y PALOMAS


Ninguna melodía rescato de las cacofonías dodecafónicas que torturan el paisaje sonoro de mi vida. Cada mañana el jefe vuelve a registrarme el maletín y después de haberme sorprendido leyendo mi Cheever pasado de contrabando, también me cachea con la burlona minuciosidad con que una y otra vez se buscan entre sí la artillería los personajes de "El halcón maltés"; el sueño de Alma me ha privado de todo cine que no sea el de terror de mis pesadillas –cómo añoro aquellas veladas fulgurantes de crímenes y pasiones–, y para colmo me estoy envileciendo con el vicio, que creía curado, de ver imprecisos partidos de fútbol, que al menos –de momento– veo en casa y en camiseta interior de tirantes, no alienado ni alineado en ninguna mugiente manada marcada al rojo.


En algo me alivió sufrir la emboscada que mi hermano confesó haberme tendido en connivencia con mi cuñada para imponerme la lectura –escucha– de su relato, ya que éste resultó tan deleznable que al menos me reconcilió con mi destino de dominante hermano mayor. El inusitado interés  literario de ella responde a la idea de reanimar su agonizante salón de belleza difundiendo el rumor de que ha logrado que de la belleza interior (¿recordáis aquel poema de Shelley, el "Himno a la belleza intelectual") dimane la exterior y de que lo hace simultaneando la aplicación de sus tratamientos con la audición de cierta música, la lectura de la mejor literatura en vez de la típica prensa rosa (¿no decía Capote que la literatura era cotilleo de altos vuelos?) –como se hacía en los refectorios de los monasterios– y la visión de cuadros y esculturas determinados.

                             

Para todo lo cual cuenta con mi consejo y el de su concuñado, el doble de Hemingway, que apenas se ha dejado ver desde que oficia como asesor artístico del mafioso del Ferrari; seguro que le aconseja qué cuadros comprar para el blanqueo de dinero.

Cuando Ramón me consultó si su relato (léase en el post anterior, o mejor, no se lea bajo ningún concepto) merecía la lectura en aquel salón –de belleza– que pretendía emular el ingenio y la elegancia de aquellos otros (como el de Madame de Staël) frecuentados por Voltaire, Chamford, Balzac o el querido Stendhal, quise ser amable y le contesté que, además de profanar el nombre de Nureyev, el cuento me parecía de un simbolismo esquemático, la enésima parábola barata en conectar la idea del amor con la de la muerte, a su vez, representada con la original metáfora de un reloj. Lo dicho, me sentía liberado de mi propia sombra, aligerado de la losa de la sospecha de que mi hermano escribiera mejor que yo.

                                

Propenso a la autocrítica desde que el pobre se casó, Ramón aceptó mi juicio con la dócil ecuanimidad del apocado marido y hermano pequeño que es, con la sumisa veneración de Eliot a Ezra Pound, y me prometió suprimir el relato de su colección, lo cual me ahorrará la lectura del resto, si es que no quiere arrojarlos todos a la papelera.

Desde luego que no me habría atrevido a ser tan sincero delante de mi cuñada, pero llevábamos un rato él y yo tendiendo sábanas en la terraza comunitaria, coartada que mi hermano emplea para fumarse sus porros lejos de la nariz inquisitiva de su consorte, por lo que aquí y allá los lienzos están chamuscados y horadados por agujeritos que parecen ojos practicados a disfraces de fantasma. Aunque ya lo embargaba la risa floja y perpleja que lo habría anestesiado del rigor de mi sentencia crítica, después de ésta no consideré el momento propicio para consultarle ciertos temas relacionados con el blog, sobre su diseño, acerca de qué burlón espíritu cibernético pudo colarme hace poco un fotograma de "Tres padrinos" en lugar de "El fugitivo", y si merecía la pena seguir con él a la vista de la depresión de sus gráficas de entradas, dignas de la macro economía hispana.

Para animarlo, lo estimulé en sus avatares sindicalistas y le transmití mi convicción de que un sindicato libertario como el suyo, más allá de convenios genéricos, debería propugnar la negociación individual de cada trabajador con su patrono.

Y allí lo dejé, en lo más alto, casi tocando la espuma de las nubes con la punta de los dedos si se empinaba un poco, abismado en sus frustraciones literarias y en los restos de un atardecer a la deriva, como Marlon Brando observaba desde la terraza el vuelo de sus palomas sobre los infernales muelles de Nueva York, precarios símbolos, aquéllas, de paz y libertad en un mundo, según "La ley del silencio", tiranizado por los gánsteres del sindicato, capaces de colgar canarios muertos del cuello estrangulado de quienes tuvieran el valor de denunciarlos, de cantar a la policía.

                    

Falaz coartada esa de ensalzar a quienes delatan a los presuntos delincuentes –basándose en que menos por menos es igual a mas– con la que el director de la película, Elia Kazan, pretendió justificar ante sí mismo por qué había delatado ante cierto comité patriótico a tantos de sus viejos camaradas, cómplices suyos en el crimen de haber sido miembros del Partido Comunista.

Aquella vieja táctica de convertir a las palomas en halcones me recordó, bajo los copos de humo que lloraban del cielo, la tendencia hoy tan de moda en alguna prensa a desprestigiar a los sindicatos –su financiación– con la excusa de la recesión; y, hablando de coartadas, patrioterismos y de esos ciertos –inciertos– medios, el florecimiento negro de hollín de banderas rojigualdas como coronas fúnebres en los nichos de las ventanas me desterró a mi exilio interior recordándome aquello que decía Samuel Johnson por boca de Kirk el apátrida en “Senderos de Gloria”, que el patriotismo es el último refugio de los canallas.

Con un pequeño esfuerzo, esta noche solo veré la segunda parte del partido.

domingo, 24 de junio de 2012

LA CUENTA PENDIENTE DE NUREYEV


                  

Aunque cada vez más borrosa en el narcótico humo de la memoria y de sus últimos cigarrillos, el viejo Charley O’Clock, camarero jubilado, jamás olvidaría aquella madrugada en que Nureyev se fue sin pagar del bar del Ritz y a él casi lo despiden, aún más memorable, por algún motivo que aún ignoraba y –sin embargo– temía dilucidar, que la noche de verano en que una propina de Orson Welles le permitió arrendar por fin, en una esquina furtiva del alba, los favores de la mulata Sol.

Mientras secaba los últimos vasos de aquella velada y sus compañeros acostaban las sillas sobre las mesas, observó el perfil huidizo del bailarín decantarse contra la cristalera de la noche, justo antes de que su frente se abatiera sobre el ángulo del codo y los hombros se agitaran a un ritmo que no admitía consuelo. Desviando discreto la mirada hacia la barra, Charley cambió de gamuza y se dispuso a secar un platillo de loza. Los borrachos incurables se reconocían entre sí, y en los espejos varias chicas solitarias ensayaban guiños y sonrisas más sugerentes para la próxima velada. Desde el fondo de la noche, cierta trompeta exhaló una melodía que sonaba a resignación, tintineó una última copa y alguien bostezó. Intentando recordar al intérprete de aquella nostálgica trompeta, Charley colocó una botella de ginebra en su vitrina y vio reflejada en el espejo de arabescos la mesa desierta del ruso. Al volverse, comprobó que sobre el tapete carmesí se balanceaba una copa volcada junto al tallo de otra, y desde el cenicero aún humeaba la colilla de un cigarrillo que Nureyev no había fumado. Rascándose el cogote, Charley pensó que, como pago de su consumición o para escabullirse sigilosamente, Nureyev se habría deslizado hacia la puerta por el mármol del titilante escenario del bar, impulsándose con los brazos y extendiéndolos en el aire, y saltando y girando lenta y delicadamente sobre las puntas de sus pies, en un espectral paso de baile que con su gracia habría encandilado el tiempo en un instante de gloria, ante un público de sillas vacías y espaldas encorvadas en la barra.                          

Había entrado en el local una media hora antes. El camarero vio cómo se encendía el ábaco de la entrada a los flashes de los fotógrafos. Se abrió la puerta, batiendo el aire de expectación que lo anunciaba, y el bailarín avanzó engallado pero con las pupilas bajas, como una fotografía de sí mismo en alguna revista ilustrada, ajustándose un pañuelo carmesí en el bolsillo superior de la chaqueta y dejando a su paso una estela de suspiros y miradas soñadoras, hasta que el respaldo de la silla emitió un crujido que rugió en la sala: todas las cabezas seguían vueltas hacia él. El castañeteo de aquellos largos dedos reclamando al camarero reanudó el cloqueo de las lentejuelas y de las risas. Con los ojos fijos en las líneas rectas que dividían las perneras del pantalón de raya diplomática, Charley apuntó Chateau Latour mil novecientos catorce –cuando la muerte obtuvo su mejor cosecha–, el champán más caro que nadie le pediría jamás.

No bien trajo el argénteo cubilete de hielo y cuando su guante de cabritilla ya extraía la botella envuelta en una servilleta de seda, tuvo que volver a por otra copa, pues había notado en la nuca el estertor de cierta respiración, y, en efecto, un grácil joven de esmoquin negro ya se sentaba en la otra silla.

Al tiempo que Nureyev aprobaba el champán atragantándose, su amigo sonreía con rigidez. Parecía un adolescente; sus ojos de azabache despedían rapaces reflejos; y al servirle, la otra mano recogida a la espalda, Charley advirtió que su rostro se endurecía céreo como el de un cadáver, aunque parecía haberse espolvoreado las mejillas de colorete, y se pasaba una y otra vez la punta de la lengua por el delgado labio superior. Prendido en la solapa, ostentaba un clavel maravilloso, como tallado del marfil de la luna, que no obstante parecía difundir un hedor a podredumbre.

Aquel joven ejerció tal magnetismo sobre Charley, que no podía quitarle el ojo de encima. Lo vio, entre la cima de una diadema y una frente inteligente, encenderse el cigarrillo en un candelabro y quedarse inmóvil largo tiempo; aun hierático, de su cuerpo fluía una especie de ritmo solemne y obstinado como una marcha fúnebre. Casi dejó caer una bandeja de manhatans al descubrir, mientras pasaba rumbo a otra mesa, que golpeando el cigarro con la yema del índice, esparcía la ceniza sobre los pétalos del clavel. Derramó el whisky sobre el regazo de organdí de una anciana a la que del susto se le cayó la dentadura postiza sobre un plato de aceitunas, mientras el extraño tipo columbraba la copa al trasluz. A la vez que llenaba unos vasos como si regara flores, vio que el otro denegaba con su altanera cabeza, de cabello aplastado en el cráneo; la ceniza ya volvía a pender de su cigarrillo, que sostenía amaneradamente hacia arriba, con el pulgar inclinado hacia atrás. Al volver de servir aquellas copas, Charley comprobó que, sin aflojar el rictus, seguía contrariando los susurros apremiantes de Nureyev que, asido a las aristas de la mesa, parecía implorarle algo tan encarecidamente como si fuera su propia vida; lo ignoraba con el mismo desdén que sostenía el tallo de la copa y exhalaba nubes de humo contra el rostro suplicante.

A Charley la escena le parecía tan emocionante y misteriosa, evolucionando bajo las perfumadas luces de la araña, que se extrañó de que los bebedores de la barra, afectados por la insistencia de Nureyev y los silencios de su amigo, no sintieran un cosquilleo en la espalda que les hiciera volverse hacia la pareja, o que el resto de los clientes no enmudecieran para escuchar sus cuchicheos.

Cuando de nuevo pasó junto a ambos, a punto de dejar caer el platillo del cambio, vio que la garra del joven abría cierto estuche en cuyo forro relampagueaba un reloj de diamantes, y la punta de su lengua viboreó en el cruel labio. Al volver, con la propina en el bolsillo y sosteniendo una bandeja de vasos vacíos, entrevió que la cabeza denegaba de nuevo y la ceniza de otro cigarrillo volvía a caer sobre el clavel. Pero entonces el invitado se levantó con tal brusquedad que estuvo a punto de derribar la silla, la flor voló hacia la mejilla de Nureyev y dos pétalos de ceniza se le quedaron adheridos bajo el pómulo, como si tuviera el cutis húmedo. El otro salía del bar, esbozando una mueca de codicia y desprendiéndose de la muñeca su botín se puso a remolinearlo en torno a un par de dedos.

A través del ventanal Nureyev aún intentaba reconocer, entre los inextricables sones de la calle, la melodía de su cuerpo, los pasos de su amigo escapándosele hacia el pasado y la frustración. Pero antes de correr a atender a alguien, Charley llegó a atisbar al joven entre el gentío, a gatas en la acera ante la reja de una alcantarilla, como si hubiera perdido algo muy valioso.

El chasquido del monedero de cierta anciana con el pelo de coliflor, pareció invitar a la mayoría a pedir la cuenta. Chispearon los rubíes en las manos que se despedían, y al tamborileo de los tacones se agitaban los pendientes de perlas y las plumas de avestruz.

Al dirigirse a la caja registradora y verlo cabizbajo, los brazos inertes a los lados de la silla, el clavel ceniciento a sus pies, Charley intuyó que Nureyev no había visto a su invitado escudriñar en la alcantarilla. Pero por más que se llevara el índice a la cúspide de la calva, lo que no pudo sospechar fue que tendría en la caja un descuadre de trescientos francos de los de entonces, ni que, mientras Nureyev sobrevivía milagrosamente a un accidente de automóvil camino del aeropuerto –un choque frontal de su taxi contra un autobús, según informarían los periódicos–, acabaría la jornada bebiéndose, solitario y lentamente, sin lograr descifrar las sombras pero, gracias al solo de trompeta de Miles Davies, sintiendo un hilo de consuelo, la última copa ya caliente de la botella de Chateau Latour, mil novecientos catorce.       

sábado, 23 de junio de 2012

SE HACE LA LUZ

Camino de casa de mi hermano, más displicente que Lee Marvin o Ernest Borgine en cualquiera de sus papeles, le di un puntapié a una lata de cerveza y luego casi a un gato blanco, pero al momento me olvidé de todo eso para intentar aplastar la cabeza de serpiente de los celos.


Y es que cuando la consorte y su amigo entraron en casa hube de tolerar, además de sus chistes de cornudos, que ya provocaran la hilaridad de la consorte en el pasillo –no se reía así desde que me la presentaron– , que él también palpara el cuerpo desnudo de Alma, porque ella me explicó que Loren es un pediatra en paro –por eso aceptó figurar en el anuncio de comida para perros, más apto para un veterinario– y había pensado que nos convendría una segunda opinión sobre el insomnio y la excitabilidad de la niña. Aunque lo cierto es que últimamente ha dormido mucho mejor, y no dejo de lamentar que eso me impida programarme aquellas sesiones golfas de madrugada, como habréis comprobado por la escasez de comentarios cinematográficos.

Por otra parte, mientras la examinaba el doctor (menos de fiar que Thomas Mitchell en “La Diligencia”), una Alma empurpurada se había convertido en un amasijo de rugidos. Cuando el tal Loren al fin se fue, la consorte recordó sus cursillos por correspondencia de Psicología y aventuró la peregrina idea de que la niña había reconocido en el velludo un competidor en su amor por mí, puesto que al parecer el tipo es gay y le había confesado a ella misma que nos conocía de vista y cuánto le atraía yo.



Y aún no sabía yo si dar crédito (con perdón) a aquella rocambolesca historia o considerarla una blanqueada fachada que encubriera sus relaciones cuando comprobé que aún restaban tres cuartos de hora para la cita con Ramón y mi cuñada, cuya intransigencia comprende una puntualidad prusiana. Porque a través de mi hermano le había propuesto fumar la pipa de la paz y ella había aceptado enterrar el hacha, aunque yo sabía que esa admiradora de la Merckel me odia más que John Wayne el racista a Scar, el comanche de “Centauros del desierto”, desde que logré que mi hermano llegara borracho a su boda con la excusa de que aquello podría servirle como pretexto de nulidad en el caso de que más tarde se arrepintiera.



La idea se me ocurrió hace un par de días, cuando ya no podía seguir postergando ver a un Ramón histérico por conocer mi opinión sobre la que ya es colección de relatos, antes de presentarla a un premio, porque me consta que, salvo en el inverosímil caso de que se alce con el galardón de ciento veinte mil euros, en la vida confesaría delante de su mujer que se entrega a literatura en vez de buscar un trabajo hasta en los contenedores de basura. Parece que ella le repite varias veces al día la estupidez de que cuando uno desea algo de verdad ni come, ni duerme, ni hace el amor hasta que no lo ha conseguido; ahora me explico por qué ahora le molesta tanto la espalda a Ramón: estará durmiendo en el sofá. Mi cuñada sería una chantajista mejor que Dan Dureya en “La mujer del cuadro” o en “Perversidad”, ambas con Joan Bennet como señuelo. Todavía sigue amortizando la anécdota de la boda; delante de ella mi hermano no se atreve ni a tomarse una cerveza.



Reflexión que me invitó a tomarme un par de ellas en una terraza reverberante de calor mientras me aterrizaba en la mesa la infausta paloma de la hora en punto. Como me había dejado en casa la antología de relatos de John Cheever que estos días llevo a todas partes –suerte ha tenido mi hermano que entretanto no me haya dado por leer los suyos–, me dispuse a inaugurar en una servilleta el listado, paralelo al del cine, de las setenta y siete novelas que más me gustan, esto es, las mejores setenta y siete novelas de la Historia de la Literatura, y ya aviso que quizá no esté el Quijote, aunque solo sea porque me da la gana dar un mentís a todos los que la enaltecen sin haberla leído por ni con gusto.



Sí que me apena no incluir ninguna de John Cheever, ya que la estructura de sus novelas, en vez del diamante pulido de las de Nabokov, parece un collar ensartado de topacios, una sucesión más o menos bien engarzada de relatos. De modo que en la futura –esto es, imposible– lista de los setenta y siete mejores relatos de la Historia, me desquitaré insertando al menos siete de los suyos.

Aunque, como en el caso de las películas, me niego a elegir entre las setenta y siete y teóricamente el orden no implica preferencia, no puedo impedir que, si también habéis estudiado Psicología por correspondencia, penséis que no deje de ser significativo que hayan sido estos los primeros siete títulos en rebrillar como húmedos neones entre la niebla tipo flash back del recuerdo, incitándome como luces rojas a los perversos placeres de la relectura.


·         Luz de Agosto” (paciencia, ya solo quedan dos meses si estáis trabajando), de Faulkner.

·         Lolita” (Lo-li-ta), de Nabokov.
·         El Siglo de las Luces” (el asunto va luminoso), de Alejo Carpentier.
·         Nuestro hombre en La Habana” (más luz, ahora tropical, golpeando en el malecón como un batería fumado), de Greene.
·         Un puñado de polvo” (otro verso de Eliot. Humor pesimista de primera), de Waugh.
·         Desayuno en Tiffany’s” (otra vez sale el sol, aunque matizado de tristeza en el cruce de la Octava mientras Nueva York sestea de resaca), de Capote.
·       Corrección” (ésta sí que tiene estructura, la de un esqueleto pelado. Lóbrego e hipnótico dies irae), de Bernhard.

Con excepción de la última, la elaboración de una lista tan luminosa me reconcilió conmigo mismo, ya volvía ser el cretino de siempre y hasta creí en la historia de la consorte sobre el que, ahora que caigo, bautizó sonriéndole como “mi pediatra de cabecera”. Pero por entonces, refulgiendo al rojo en aquella terraza a un sol de treinta y tres grados, creí que se había hecho suficiente luz sobre mi vida.

martes, 19 de junio de 2012

TROPIEZOS


¿Sabéis con quién me he tropezado al bajarme una parada más allá de la mía por culpa de ese ensayo de Octavio Paz en que mantiene que la desventaja del poeta desmesurado que fue Ezra Pound respecto al parco Eliot radicó en que aquél no contó precisamente con los consejos de su amigo Ezra –para ello habría debido desdoblarse– exhortándole a cortar, como en un montaje delirante, y acortar el ochenta por ciento de lo escrito? Pues ni más ni menos que a ese pervertido moreno de broncínea tez que en la ficción barata del anuncio de comida para perros estaba casado con la consorte, deslizándose entre los viandantes como una anguila.

Llevaba uno de sus polos de golfista –golfo–, que le dejaba exhibir sus brazos tupidos de lujurioso vello que hasta le germinaba de las fosas nasales y de las orejas, y al cruzarnos me dedicó una sonrisa venenosa, clavada a la de Richard Widmark en “El beso de la muerte” despeñando por las escaleras a aquella ancianita en silla de ruedas.


¿O era “El beso mortal”? ¿O quizá “El abrazo de la muerte”? Ando así de olvidadizo, ensimismado en mis sospechas, porque como la consorte no se desprende de la euforia ni en la ducha (hoy incluso no ha dejado que se me quemen las tostadas y me ha endulzado el café con varios chistes de maridos cornudos hasta que, tapándose la boca, ha recordado que tenía que hacer la cama), estoy seguro de que esos dos se entienden a mis espaldas, y lo que me obnubila aún más es la duda sobre si alegrarme o entristecerme por ello.

De todas formas tenía que inquirir la verdad para saber a qué atenerme y, como me daba apuro concurrir a ninguna agencia de detectives, pensé contactar con el tipo de la gabardina para pedirle que siguiera a la consorte; sería más barato y lo envolvía el aura de profesionalidad de Philip Marlowe.


Sabía que para provocarle a seguirme bastaría con releer, por ejemplo, “La dama del lago” (no había tardado en pisarme la cola mientras leía o veía policíacas mucho menos evidentes), y al final me decidí por la última de la serie de Chandler, “Playback”, aquélla en la que Marlowe parece más nostálgico y por ende cínico que nunca. Y, en efecto, me bastaron las primeras setenta páginas.


Porque fue todo uno bajar con Alma –que desde el carrito me barnizara con la dignidad herida de un padre de familia–, reabrir la novela en un banco de la plaza, y verlo fundido con la sombra de los plátanos y observándome tan atento que a sus pies le estaba levantando la patita un chucho. Esperando que no se hubiera calzado los de vestir, me levanté y, bosquejándole una mueca de complicidad, orienté el timón del carrito hacia él. Osciló el peso de una pierna a otra, como vacilando, y echó a andar hacia la avenida, por lo que supuse que creería más discreto que habláramos confundidos entre el gentío para despistar a posibles terceros. Recordé la sarta de películas sobre espías de los sesenta y setenta, entre las que solo brilló en mi recuerdo la gema de una que por la crítica es tomada por bisutería, “Cortina rasgada”, cuyo único pecado es de omisión: la ausencia de Bernard Herrmann.


Como aceleró antes de doblar la esquina, también yo me apuré, y al desembocar en la avenida lo vi zigzaguear entre los viandantes y, debido a que gracias al carrito a mí la gente me daba paso, acorté la distancia. Solo supe que algo no marchaba cuando volvió la cabeza y lo vi traslucir el espanto en un visaje inequívoco –como les pasaba a las chicas que me miraban al iluminarse las discotecas–, lo que le costó colisionar con un buda panzudo idéntico al luchador y ajedrecista de “Atraco perfecto”, que no obstante se disculpó con la típica cortesía oriental.


Luego emprendió el trote, como si huyera de mí, y yo iba al galope –no quería perderlo–, para regocijo de una Alma que chillaba como ordenando la carga de la Brigada Ligera, y hasta había empezado a gritarle que se detuviera, cuando los pitidos de un guardia de tráfico me hicieron renunciar y perderme por un callejón lateral, cierto que estaba de que aquel paranoico volvería a acusarme de que, en vez de él a mí cada vez que me entrego al género negro, era yo quien lo perseguía a él.

En casa no lograba concentrarme en “Playback”; las palabras se perseguían y atropellaban como un poli sin escrúpulos a una triste mujer de vida alegre. No volvía la consorte. Y al estilo –por el camino- de Charles Swam según Pedro Salinas en la primera entrega de “En busca del tiempo perdido”, a través del teleobjetivo de mis celos (¿auténticos o mera pose literaria?), enfocado hacia la lúcida –encendida– ventana de la realidad, podía ver la cándida (no en el sentido moral) desnudez de ella deslizarse sutil, como untada con aceite (¡o peor, con la mantequilla de “El último tango en París”!) entre los brazos peludos de aquel simio.

Recordé que toda la mañana, mientras yo estaba en el banco, aquellos dos habían tenido el campo libre en el apartamento y me puse a rebuscar entre las sábanas algún pelo que, señores del jurado, me sirviera de prueba. Encontré uno canoso y rizado –inconfundiblemente mío– y, bajo la almohada, otro arqueado y como tenso, aún electrificado del último resto lujuria, de esos tenaces que es imposible despegar del lavabo, que me guardé en el pastillero. Entonces oí unas risas en el pasillo, y luego una voz de bajo muy profundo se entreveró con el típico aullido de placer de la consorte –lo cual me retrotrajo a la luna de miel– y después de un rosario de gemidos, carcajadas, suspiros y quejidos sonó la fálica llave de casa hurgando en la hendidura de la cerradura. Estaba claro que la blandía alguien que no estaba acostumbrado a abrir.  

domingo, 17 de junio de 2012

COMIDA PARA PERROS


La otra tarde la consorte saltó del sofá al aullido de su móvil, sin velar el visaje de contrariedad que le provocó abandonar el programa de cotilleo que aparenta no interesarle y que, cerrando “Yo, Claudio”, al fin pude seguir abiertamente, se enclaustró en el dormitorio y salió al rato, mientras yo calentaba el biberón, henchida como un sapo y la nariz apuntada a las humedades del cielorraso, con la altivez que Danielle Darrieux gastaba ante su ex mayordomo James Mason en “Operación Cicerón”.


No me cabía duda de que por la noche volvería a espetarme que le dolía la cabeza; y tan maligna era la llama de triunfo que le ardía en los ojos que me temí hubiera conquistado la admiración de cualquier galán del barrio, uno de esos inútiles fellinianos que apenas mellan en las esquinas el aburrimiento de sus vidas.


De tanto en tanto no podía ella reprimir una sonrisa tan radiante como la de Vivian Leight cuando se hizo con el papel de Scarlett O’Hara, e iba de aquí para allá con la majestuosidad de Audrey Hepburn en las tomas previas a su debut en “Vacaciones en Roma”. Impresionada, hasta la pobre Alma había dejado de llorar.

En la cena no pudo probar bocado acaso porque la euforia le estrangulaba el estómago, respiró hondo, y al escucharle el anuncio que me hizo con un tono que pareció expandirse por las bóvedas de la recepción de una embajada, no pude menos de sentir una no por ligera menos paradójica decepción de que se incumplieran mis temores: la habían contratado como modelo.

Hasta mucho más tarde, ya recogida la mesa, para que entretanto me surtiera efecto la impresión, se negó a entrar en los mortificantes detalles. Se trata de una irrisoria empresa –entre agencia y productora– de publicidad, no hace mucho inaugurada en una cochera de la calle de atrás, que sobre todo se dedica al reparto de octavillas publicitarias –pomposamente llamado mailing– y eventualmente logra encargos de mayor enjundia para alguna televisión local. Estuve a punto de pedirle un autógrafo, pero opté por una digestión serena. Lamenté haber compadecido a aquel donjuán imaginario que como mínimo hubiera tenido que soportar a la consorte media hora al día, ignorando que al día siguiente me acometería el sentimiento contrario, personalizado para la Historia de la Literatura en Otelo, el moro de Venecia gracias al cual Orson Welles ganó el festival de Venecia.


Fue por la mañana, al encontrarme en el suelo ajedrezado del portal, al pie de los buzones, un tríptico que anunciaba comida para perros con una curiosa fotografía publicitaria: en el soleado césped del chalet que nunca tendremos, contra un fondo dentado de improbables picos nevados, cierta niña castaña con trenzas, acaso parecida a Alma dentro de siete años, vaciaba un saquito color arcoíris de pienso en el plato de un Terranova de blanco impoluto que hubiera sido el horror de Melville, de caseta parecida a esas cabañas prefabricadas de madera, ante la sonrisa extática de la consorte, a la que un desconocido –moreno, velludo, lujurioso como un mono–, que parecía haberse enfundado uno de mis polos de golfista, le tenía echado el brazo en los hombros. Y lo peor era que el fotógrafo había sido tan chapucero que no solo había dejado de prescribir al maromo una sonrisa menos lasciva, sino que ni siquiera había advertido que, justo en la toma, el tipejo tenía las pupilas fijas en el escote de su esposa de ficción.

¿Haría el fotógrafo como John Ford –seguí parado en el portal clisado en el anuncio y sin devolverle el saludo a nadie–, cuando obligaba a sus guionistas a escribir un montón de páginas sobre la hipotética vida de ciertos personajes secundarios que apenas decían una frase en toda la película, de tal modo que por órdenes del publicista quizá aquel matrimonio acababa de bajar del dormitorio para que lo que hubieran hecho arriba ahora los compenetrase mejor y aportase a la escena el convincente aura de naturalidad de una pareja feliz? En efecto, las mejillas de la consorte parecían demasiado rubicundas, como si se las hubiera frotado contra algo, pero recordé el tratamiento químico que sufrieron los cielos de “El hombre tranquilo” y concluí que podría tratarse de un simple efecto lumínico. Y tal vez ahora les apetecería repetir y dejarían a la niña sola en el jardín jugando con el perro. En todo caso corrí a mirar en el armario a ver si me faltaba algún polo.

Y hablando de Ford, anoche tuve la desgracia de ver “El fugitivo”, una de las dos películas desafortunadas (la otra es “La mascota del regimiento”) que de sus ciento veintidós le conozco –solo he visto ciento cuatro–. Volvió a cumplirse la proverbial mala suerte del muy cinematográfico Graham Greene en aquellas adaptaciones de sus novelas en las que no interviene él mismo, y esta vez tuvo que ser a manos de un guionista enorme, uno de los más grandes, Dudley Nichols, aunque parte de la culpa habrá que atribuírsela a los códigos tácitos del cine, que con frecuencia convierten a los fascinantes antihéroes de las novelas o de la vida en héroes carentes de interés. ¡Ay de la película que necesite un héroe que la salve!


En este caso el vigor de “El poder y la gloria” (la novela), que se nutre, fotófobo, del lado más oscuro del protagonista, un cura católico –alcohólico y padre de una niña– que durante cinco años de clandestinidad sobrevive en un imaginario (mexicano) estado marxista, queda debilitado en el film por no haber permitido que la integridad a carta cabal –más allá de la pantalla– de un Henry Fonda quede lastrada por taras tan onerosas como las de un personaje que precisamente gracias a ellas, a sus contradicciones, se muestra muy vivo –inmortal– en la novela. Con decir que en el guión se atribuye al “malo”, al jefe de policía que persigue al sacerdote, la hija natural que en la novela es de éste, queda condenada semejante prevaricación narrativa.

Como una botella de champán abierta la víspera, incluso desde un punto de vista religioso –que no es precisamente el mío–, se habrá volatilizado el valor testimonial, incluso teológico, de la novela respecto a la existencia del mal y de la caída en el pecado. Y así ésta alcanza su clímax cuando, en un país en que el alcohol y el catolicismo están prohibidos, un cura borracho, un “Pater–whisky”, ha de procurarse vino de contrabando con que consagrar en la Eucaristía, con la consecuente tentación de bebérselo.


Así que con tanto personaje esquemático, la perversa caracterización de estos y la carga de un tipismo folclórico –ausente en la novela–, de “El Poder y la Gloria” apenas queda en “El Fugitivo”, y peor plasmada que en aquélla, la actualización del mito de Judas en la figura del siniestro mexicano (interpretado por el mismo actor con pinta de canalla que en “El Tesoro de Sierra Madre” también hacía de bandido sin escrúpulos) que acaba por venderlo a la policía.

Y es que, por más que en el film Fonda se empeñe en acusarse de cobarde, solo demuestra serlo en la novela, pero se trata de una cobardía que, aunque le impide evitar que fusilen a los rehenes (¿o quizá está doctrinalmente obligado a proteger su sagrado ministerio aun a costa de una vida humana?), también le permite ser el último en su casta en resistir sin renegar de su fe o exiliarse tan cómodamente como hicieron sus colegas, perseverando en una constante, infernal huida hacia la muerte, sin apenas apoyo de sus antiguos feligreses, perseguido por un policía que cree en su trabajo y por una inclemente mala suerte Pero no voy a seguir por este camino porque cada vez que leo o pienso algo sobre Graham Greene (a pesar de que él odiaba que lo considerasen un novelista católico, en vez de un novelista que daba casualidad que era católico) me encuentro al borde de la conversión –o reconversión, ya que solo perdí la fe poco antes de la Primera (y casi última) Comunión.

Total, el peor Ford posible –no sé cómo me atrevo a pronunciar semejante blasfemia–, almibarado y con enfáticos efectos lumínicos, por una vez superficial e incapaz de comprender al humanista que era Greene.

Banal como cualquier anuncio de comida para perros.   

viernes, 15 de junio de 2012

MAURICE EL CAMELLO


Como este mediodía la consorte, que para contradecir también a las encuestas de población activa ha vuelto a encontrar trabajo, tenía cita con la directora de una guardería y se había llevado a Alma para presentarlas una a la otra, y yo había vuelto a retrasar el almuerzo con mi hermano para elogiarle el relato que aún no he reunido el valor de leer, por primera vez en largo tiempo, al ingresar en casa, me recibió el mudo, pálido y tétrico mayordomo del Silencio, y me he encontrado –y sentido– solo, a años luz de la vida, en el centro mismo de la irrealidad y de la ausencia, es decir, en el mismo corazón de mí mismo, más yo –nada– que nunca. Pero recordé que, no obstante, tanta abstracción de lo que me rodea a veces acababa por compenetrarme más con el mundo y que buceando en mi interior, si no me quedaba sin oxígeno o no me cazaba el monstruoso pulpo de la depresión, al final podría descubrir el pecio de algún galeón hundido o el milagro de una gruta coralina con sirena incluida. Qué creativa y estremecedora puede resultar la pura nostalgia de nada, quedarse mirando con los ojos vacíos cómo arremolina el viento las hojas del parque o van floreciendo las luces de la calle cuando sale la luna.

De ahí a necesitar un chute de tristeza solo mediaba un paso que di al entrar en el salón; qué mejor ocasión que entonces, solo y con tiempo bastante para darme a una mala orgía de melancolía. Pero el problema era que apenas había disfrutado de ninguna auténtica desde que a los catorce años (suyos y míos) se me murió el perro tonto de la niñez; y ahora no sabía cómo procurarme una dosis de calidad –las adulteraciones pueden resultar mortales– y no demasiado cara. ¿En qué esquina se apostarían los camellos de la tristeza?

Porque lo que yo buscaba no se ofrece en ningún antro a cambio de un puñado de billetes, aunque a veces se puede alcanzar un buen sucedáneo de ese estado en el camino de vuelta. De todos modos, no era el caso. Y he aquí que, crucificado en el marco de la puerta del dormitorio, se me ocurrió la solución: el t(i)empo lento del concierto para piano y orquesta de Ravel, no el que escribió para la mano izquierda a sueldo de un pianista manco, sino el otro, sin numeración porque es el concierto para piano por antonomasia, más que porque fuera el único que escribió para ambas manos.


Desde tan lejos como yo me encontraba, morosas, trémulas, tímidas, se desgranaban las primeras notas que de repente me palpitaron tan adentro como si en lugar del radio casete fuera mi corazón el lector del CD regándome por todo el cuerpo la sangre de su desolación, y el eco de aquellos acordes reverberaba desde el apartamento hacia los vecinos –que pronto empezarían a aporrear el tabique–, hacia la calle, la ciudad entera y el cielo todo de esta primavera terminal. Pensé en el ramo de petunias del fracaso, tirado en un banco de piedra jaspeada bajo la lluvia, en una fuente seca infestada de hojas como cadáveres de gorriones, en el silencio especular que amortaja una ciudad donde nieva por primera vez en la historia.

Lo cual me recordó lo que sentí el primer día que a lo lejos oí los tambores del mar o la primera noche que vi la llama de bronce de una mujer desnuda, o más bien lo que imaginaba que sentiría cuando todavía no había visto una cosa ni la otra, o sí las había visto mejor que en la vida, en las películas de la tele. Lo mismo que en los días que faltaban para entrar a la función fantaseaba sobre lo que se celebraba en el interior de aquella carpa albiazul como el paraguas o el paracaídas de un gigante, con los banderines multicolores de quienes no tienen patria ondeando al viento de los anhelos.

De vuelta, miré a la ventana, donde un fantasma inflaba los visillos, y aquella música me hizo dudar de que realmente más allá latiera ninguna ciudad, no sabía si me había dormido y estaba soñando, si había muerto mientras dormía y me había convertido en un espíritu rebobinando sus fracasos, o si estaba de viaje y aquella era la ventanilla de un tren por donde fluyera un mundo tornasolado, o si éste había cambiado para siempre o era yo el que ya nunca sería el mismo porque renegando de mí llevaba tiempo intentando cambiar, pero aquello ya nunca sería posible porque la tristeza que había abrazado como a una mujer no tan bella pero de la que no querría separarme, era afirmativa, consistía en aceptar mi vida tal y como es, incluyendo el cómo pudo haber sido como glosa o figura retórica de un relato inmodificable; ya no querría perder aquella tristeza feliz que había añorado más que a mi primera novia si hubiera hecho la mili o me hubiera enamorado de verdad alguna vez, y en vez de lamentarlo quise tener un hijo para contarle aquello cuando creciera, y recordé que ya tengo una pero que igual que a mí nunca me lo contaron mis padres al fin y al cabo tampoco yo podría contarle cómo era esto de querer tanto las cosas no a pesar sino a causa de que nunca hubieran existido, por eso creo que nunca quise a la consorte tanto como entonces, mientras el piano lloraba en el hombro de los metales de la orquesta, y lo único que podía esperar era que a Alma le llegara el turno de experimentarlo, aunque en vez de Ravel –o el Dúo Dinámico en el caso de mis padres– a ella se lo inspirase la canción menos frenética de algún grupo que todavía no se había formado; y lo cierto era que gracias a lo que los silencios de aquella música me estaban dejando imaginar, yo había logrado retener aquella soledad que era mi mujer ideal –fatal– y tanto me había merecido, y aunque sabía que era imposible me juré no dejarla escapar por nada, ella me compensaba lo bastante y yo estaba conforme con todo tal y como era, nada podría haber sucedido de un modo distinto a como había resultado, y en el futuro pensaría en el presente tanto como ahora pienso en el pasado, de modo que, me ocurriese lo que me ocurriese, más tarde lo aceptaría con la naturalidad de lo inevitable –como esos finales de Billy Wilder–, con ese factor de necesidad que otorgan las repeticiones –a la quinta revisión de una película cualquier posible alternativa en el casting o el argumento ya es inadmisible y que ahora, más allá de las modificaciones de la memoria, me hace considerar inevitable el pasado; y, como esos alcohólicos que al mezclar ciertas bebidas intuyen que ya nunca lo dejarán, supe que jamás dejaré de leer a ese hermano menor de Faulkner que fue Onetti, de ver películas de Fellini, ni de escuchar este concierto para piano de Ravel, recordando aquella vez irrepetible en que gracias a este post escuché la última parte imaginando cómo lo pincharíais vosotros, con una sonrisa ensimismada en la cara, y lo escuchabais mientras terminabais de preparar la cena o desayunabais ante un pensativo café o reanudabais la redacción de un informe o quizá emitíais una factura con IVA, tal vez recordando la primera vez que visteis nevar, la última mirada de vuestro perro, cómo intuisteis el mar brillando entre los álamos o aquella primera noche en que temblando entrasteis en una habitación penumbrosa donde titilaba la llama de bronce de un cuerpo traspasado de luz… en una pantalla de cine.

jueves, 14 de junio de 2012

UN MAL REMAKE (II)


Cuando el último día sorprendí en los grandes almacenes sus pupilas de lechuza fijas en las mías, descubrí que como en un mal remake (igual que aquél de “El cabo del miedo” en que dos impostores hacían de Robert Mitchum y Gregory Peck) ya volvía a seguirme el tipejo aquel de la gabardina de exhibicionista. Sin embargo, volteé mi bolsa de películas al desenfadado ritmo del bastón de Charlot, enfilé hacia la sección de libros al paso chulesco de Lee Van Cleef desafiando a un Gary Cooper solo ante el peligro, con esa cara triangular, poliédrica y afilada de cobra y en los ojos la fe de los desalmados en el triunfo del mal; pero sin dejar de percibir a mi espalda sus pasos percutiendo en el equívoco laberinto de mi oído, ni de insultarlo telepáticamente.


Y al doblar por el primer anaquel me propulsé adelante como Cary Grant con la muerte en los talones, hacia la escalera mecánica en vez del maizal que la avioneta fumigará, y después de caer en el error –y en el último escalón– de adelantar a saltos a los atónitos clientes, lo cual me costó que me descubriera desde la librería, corrí a ocultarme en un probador de ropa.

Necesité una cascada de golpes y gritos a la compuerta, y entre cloqueos de risas y cuchicheos –curiosamente siempre de mujeres–, para descubrir que me había escondido en un probador femenino. De modo que al salir solo dejé de sentirme Jack Lemmon ante sus vecinos de apartamento, que toman al infeliz por un perverso donjuán, al detectar a aquel pesado probándose una camisa hawaiana encima de la gabardina.


Volvía a la sección de DVD, esperando que, tal y como no ha dejado de hacer en cada situación límite de mi vida, el cine me inspirase el medio de esquivar a mi enojosa sombra humana, una solución seguramente tan evidente como la carta robada de Poe o como uno de esos finales de los guiones de Billy Wilder que, sugiriéndose casi por sí solos con la lógica de lo inevitable, no dejan de confirmar lo oportuno de su planteamiento y nudo argumental.

Antes de llegar a los DVD, a la altura de la sección de deportes, se me ocurrió aplicar la táctica del camuflaje, y como después de todo llevaba un polo verde pistacho y pantalones chinos y últimamente he adelgazado, extraje un palo de golf de un carrito y recordando las poses de Spencer Tracy entrenando a Katharine Hepburn en “Pat and Mike”, junto a un pescador clavado a Rock Hudson en “Su juego favorito”, apunté la vista al remoto vuelo de la pelota por encima de varios chopos imaginarios, y adopté un estatuario swing tan impecable –con la sensación de movimiento de una obra de Canova– que un vejete me estuvo hurgando la empuñadura del palo en busca de la etiqueta del precio. Pero el que a mí me interesaba, no se dejó engañar: con las prisas había cogido yo un palo de hierro –el put–, como para putear (con perdón) al hoyo (otra vez con perdón) y no una madera, como hubiera debido para salir del tee.

De regreso al universo DVD, me sorprendió encontrar remasterizadas dos dudosas adaptaciones de Huston, “Reflejos de un oro dorado” y “La roja insignia del valor”, que no me inspiraron ninguna idea para eludir la vigilancia del descarado. Tampoco me sirvieron los sagaces fraudes del psicópata de “La mujer fantasma”, otra adaptación de un novelista nacido para el cine, William Iris, según Robert Siodmak, un director que nunca se equivocaba, ni las inteligentes fintas a la policía de Dimitrios Macropoulos, según la exacta visión de Negulesco de “La máscara de Dimitrios”, la obra maestra de Eric Ambler; y recordé la adaptación de otra de sus novelas, “Epitafio para un espía”, protagonizada por James Mason –aquí se estrenó como “Contraespionaje”–, también plagada de las maquinaciones de otro taimado personaje, pero tampoco logré adaptar ninguna de ellas a mi caso. Y ya tenía tan cerca al de la gabardina que si –armada o no– hubiera extendido la mano que le abultaba el bolsillo, habría podido tocarme con la punta de los dedos o del cañón.


Después siguieron más cebos, trampas y emboscadas sofisticadas que tampoco me servían, las de “El golpe” o “La noche de los generales” –cómo me gustan las películas con el trasfondo, no del todo acaparador sino como telón de fondo, de la Segunda Guerra, preguerra incluida, esto es desde la caída de Weimar–, basada en una novela de H.H. Kirst, un segundo E. M. Remarque. Al ver “Cayo Largo” recapacité en que el problema radicaba en que no dejaba de encontrarme cine negro por doquier, y –como ya observé al leer varias policíacas seguidas– al de la gabardina le pasaba igual que a esos fantasmas que engordan con el miedo de la víctima de turno, que más ánimos cobraba cuanto más adepto me hacía al género. De hecho, sin renunciar al aire siniestro de su expresión, me miraba con un aire más conspirador que peligroso; tal vez intentaba reclutarme en vez de secuestrarme.


Dos pasos más allá, como siempre que en la noche se eleva el muro de mi impotencia y entre sus rendijas se desliza la serpiente de la autodestrucción (no hay sino que recordar a Cleopatra), me salvó la proyección sobre esa misma pared de una película de Billy Wilder. Que aunque con menos naturalidad que con la que abrochaba sus argumentos, me mostró la solución a mi problema en bandeja de plata, pero no gracias a la ácida comedia del mismo título, ni, dado el caso, con esa apoteosis del cine negro que es “Double indemnity”, sino con la que entonces encontré por encima –no solo en cuanto a calidad– de “Sabrina”: “Con faldas y a lo loco”.

Y lejos de comprarla –ya la tengo–, recuperé mi dinero a cambio de devolver las películas a una cajera que sería tan amable por descontarle la comisión a la que me las vendió, regresé a la sección de ropa y, aprovechando que mi perseguidor se había confiado, elegí lo que pude con ese dinero, esto es, un vestido violeta estampado con margaritas y de tirantes –modelo matrona de pueblo–, un pañuelo blanco que me ocultara el pelo al cero y unos zapatos de saldo con tacones como zancos, y después de abonarlos me encerré en el mismo probador de antes. Así logré el efecto dramático que algunos guionistas logran al reubicar la acción en un escenario ya utilizado. Embutí el polo, mis zapatillas y los vaqueros en la bolsa de la compra, y remedando a Jack Lemmon a través de la estación central de Chicago empecé a escorarme a un lado y otro contoneándome como un barco a la deriva –había perdido el rumbo de mi vida–, me puse a remar con las palmas hacia fuera, y al pasar de incógnito ante la estupefacta gabardina hasta me permití dar un saltito como si me hubieran enchufado el vapor a presión de la locomotora –durante media hora “Some like it hot” es una película de trenes–, y no me resistí a hacerle un guiño antes de dejarlo atrás.

Agradecido de no haber sido su mujer ideal –“nadie es perfecto”–, no caí en que si me había librado de él, era por haberme deshecho de los tres thrillers.