domingo, 30 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: Despedido.


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La insidiosa mañana de nuestro paradójico aniversario la puerta automática del estanco se me abrió como la de la desgracia, de sensores tan sensibles que con facilidad traicionera, silenciosa, artera, respondiera al menor atisbo de mi presencia. Tras ser despedido del simbólico hotel de la prosperidad a través de la puerta giratoria de la crueldad expeditiva de una mujer, quise compensarme ingresando por primera vez en un año a tan aromático y hechicero negocio cantado por Pound. Sin embargo, me encontré con que mi marca favorita, cultivada en una isla tropical que parecía ubicarse en remotas coordenadas temporales, había dejado de comercializarse y hube de conformarme con el tabaco negro que más se le parecía.
Camino de la oficina mi vida acabó de invertirse en un espejo atroz, un espejo borgeano. Mientras aguardaba el ascensor del parking, no tuve ánimos de anunciar en Twitter mi última novela, Vuelo en Picado, la historia con ecos faulknerianos de un acróbata aéreo tan arrojado como desafortunado, ya condenada al fracaso comercial y crítico. Me disponía a hacerlo pero desistí, desalentado. Sentía el cambio de fortuna en la juntura de los huesos, en la base de la nuca, en el bajo vientre. Ya se sabe que la suerte es una diva voluble, díscola, variable como el viento. Basta con muy poco para que se revierta, un motor averiado (el caso del héroe de mi novela), una copa de menos, una rubia de más. Ahora, por ejemplo, la tardanza del ascensor hizo que se me uniera en la espera una morena despampanante con una sonrisa propicia y puñales en los ojos. Lo cierto era que había desaprovechado mi visibilidad social para imponer mi narrativa.
Antes de salir de Twitter comprobé extrañado que Victoria había dejado de seguirme. Seguía sin responder a mi WhatsApp, pero no porque estuviera dormida o sin mirar el teléfono; debía estar en la consulta, era un día laborable.
Recordé que la víspera –un siglo antes- había concertado una entrevista en mi despacho con el director de un festival de música y llamé a mi secretaria para que le avisara que iba de camino. Pero en vez de Pepa respondió Samuel, un trepa de la redacción, que sin explicarme qué hacía en mi mesa me pasó con el redactor jefe, un ex sacerdote, teólogo neoescolástico, que hace de la hipocresía profesión de fe.
-Mala cosa, Felipe, pero quién sabe, lo mismo es para bien. Recuerda los renglones torcidos de San Agustín. La Providencia es inescrutable.
La comunicación no se cortó pese a que a través de los dígitos decrecientes del ascensor parecíamos descender a los reinos inferiores. Intenté tomármelo a broma:
-Está bien, si te pones así te haré caso y abriremos el próximo número con un reportaje sobre la Summa Teológica.
-Oye, estás despedido. Lo siento –como si leyera el fracaso en mis ojos la morena desvió la mirada y neutralizó su sonrisa.
-Si anoche mismo estuvimos celebrando…
-Órdenes de arriba. Directamente emanadas de lo que Aquino llamaba el motor inmóvil que origina todo movimiento.
Aterrizamos en el centro de la tierra y empavorecida la morena desapareció en las tinieblas. Volatilizados los efectos del Bloody Mary, de mi cerebro se retiraba la sangre en bajamar dejando esparcidas como inconcebibles restos de un naufragio las palabras de la cháchara del jefe. Todo lo entendía con el retardo vía satélite de las resacas, dos segundos tarde. Prosiguió:
-Hoy día es un shock quedarse sin trabajo en el gremio del periodismo. Yo que tú iría al psiquiatra, lo cubre el seguro por convenio.
Colgando sin despedirme, no pude sino recordar que Ángela es propietaria de un voluminoso paquete accionarial de la editora del periódico, de ahí mi contratación exprés del año pasado.
Ya no era necesario coger el auto. Más que en la resaca de la marea, me sentía clavado en el fondo marino, con los pies incrustados en un bloque de cemento, recordé el pasaje de Billy Bathgate. El último recurso del intelectual desheredado por la fortuna radica en referirse una y otra vez a sus semejantes, los desmesurados personajes de la narrativa de los judíos norteamericanos. Pulsé el botón del ascensor con la esperanza de orientarme en la superficie, recobrar a ras de suelo el sentido de la realidad y trazar un plan de acción.
A la salida, la compuerta de la cabina se me cerró en las narices. Seguía reaccionando con dos segundos de retraso.
                                  
                                                                                                                                                                                                                                                    

viernes, 28 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: En la plaza del pueblo.


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Desemboco en la plaza donde agonizan el minimercado y el cibercafé, herederos del colmado y la taberna de antaño. Remoloneo en la esquina rumiando mis pensamientos. Por suerte hoy mi mente no ha conectado con las ondas de la eterna discusión con Ángela. Damas y caballeros, puedo imaginar cómo al leer el pasaje correspondiente al desventurado ayer se torcerán vuestras bocas en malévolas sonrisas, cómo se arquearán irónicas las cejas, os guiñaréis o propinaréis codazos cómplices, alusivos a mi neurosis. Pero antes de precipitar ningún juicio, esperad a conocer los hechos que me han reducido aquí. Porque si ella os ha dado noticias de ellos, los habrá tergiversado y embrollado, a no ser que para obtener vuestro crédito y favor le hayan bastado su belleza y predicamento, su desparpajo y fama de buen juicio y talento. Por ahora me conformaré con asentar mi mejoría y levantar defensas que me protejan el ánimo en el próximo asedio, aunque no hay enemigo más insidioso que sus fuerzas de zapadores que con túneles y excavaciones socaban la ciudadela de mi mente. Quizá logre hacerme el fuerte en el pueblo al menos mientras me dure el dinero.
Aunque carece de ayuntamiento propio, en la plaza se filtra la escasa animación, el fluido vital que por destilar queda a los vecinos. Antes de romper la inercia de silencio y soledad de mi reclusión, callejeo en torno a la plaza. Enclavado el pueblo en medio de ninguna parte, en el ubérrimo valle o más propiamente circo cercado por las gradas de la serranía –antigua sede de bandoleros y rebeldes-, constituye su cordón umbilical con el presente una abrupta comarcal escasamente transitada, que serpentea por las estribaciones hasta desembocar en una carretera como una cremallera abierta en los sembrados, flanqueada por moteles y bares cerrados.
El último local sobreviviente es una estación de servicio donde a mi llegada me atendió el único amigo que hice en los veranos de mis vacaciones estivales, un tal Alfonso. Lo reconocí a través de la distensión de su máscara de apatía y resentido tedio porque al pitar el claxon lo vi en su garita cerrar un libro. Nos había unido la afición a la literatura. No me di a conocer, no solo por venir de incógnito. Mientras cambiaba el aceite pensé que si a sus veinte mi madre no se hubiera mudado a la ciudad me habría convertido en alguien muy parecido a él.
Pasa a mi lado una anciana de luto balanceando una redecilla de compras. Le impide devolverme el saludo su demudado interés, el asombro de hallar un forastero petrifica su rostro, de facciones evocadoras de hortalizas. Ejerzo una acuciante curiosidad sobre los lugareños. Tantos años después, los desconozco tanto como ellos a mí. Me he dejado una hirsuta barba que me enmascare y que en combinación con las raídas camisas del abuelo, llevadas con el descuido de un literato rural, Faulkner redivivo, me atribuyen un aspecto bohemio.
En el minimercado y el cibercafé he dejado caer que me dedico a pintar y que subyugado por estos paisajes he alquilado como vivienda uno de los antiguos secaderos de tabaco. Para confirmarlo, cada vez que dejo la plaza salgo del pueblo y me alejo por la cañada real aparentando dirigirme al camino del molino, de modo que aprovecho para desentumecerme con el paseo, y al arribar a la vega, más allá de las alamedas, dejo a un lado los secaderos, me aparto de la cinta brillante del riachuelo, giro por las peñas y subrepticiamente vuelvo al pueblo. Me adentro por la parte trasera, a la altura de la clausurada vaquería, y a largas zancadas por la calle fantasma vuelvo a encerrarme sin ser visto.
Por suerte la sofisticada Ángela, nato animal ciudadano, cosmopolita y urbanita de pro, como hasta ahora yo, nunca ha manifestado el menor interés por conocer ni tan siquiera la ubicación de las propiedades rurales de mis ancestros, así que sus matones tardarán en dar conmigo. Desde luego, su desprecio por la naturaleza convive con sus convicciones ecologistas, su aversión por los animales –excepto por su gata Lía- no desmiente su preocupación por la extinción de las especies, su manía de tener todas las luces y la televisión prendidas no cuestiona su obsesión por el ahorro de energía, su afición a encabezar manifestaciones a favor de la extensión de zonas verdes  no la llevan a disfrutar de más parques que los raquíticos parterres de flores o que los arbustos enraizados en el cemento que alberga parkings subterráneos, pero ya basta de todo esto porque si vuelvo a deslizarme por la fácil pendiente de críticas y denuestos me precipitaré, como ayer, en la vorágine de otra discusión con un fantasma. Así que me desvío de la peligrosa callejuela cuesta abajo y accedo a la laguna de sol de la plaza.
Me aturde la explosión del aroma a rosas y el hedor a boñiga de cabra, celebrados por los clarines de cacareos. Aunque no se vean rebaños por ninguna parte, el inmemorial olor excrementicio de las cabras se halla incrustado en las hendiduras del empedrado, emana e impregna el ambiente de la plaza. También hiede la vaquería, pese a que lleva tiempo cancelada, y a veces el viento trae mugidos procedentes del antiguo matadero, o un rastro de leña quemada, a pesar de que dudo que ningún lugareño carezca de calefactores. Son los últimos latidos del pasado, reflejos de una realidad demasiado densa e intensa para que se diluyan aunque no quede nada que los sustente.
Del campanario despega un estornino que trina un tritono, sobrevuela el abrevadero estancado de musgo y líquenes, el corro de ancianos amojamados, momificados, sordos al presente, un galgo pardo que deja de sorber el aire y parece disecado, el inmortal tonto del pueblo que babeante y balbuciente de un cordón arrastra una lata estruendosa, y silbando otro tritono aterriza en la espuma de los cerezos. Enfilo a la derecha y al dejar atrás el cibercafé sobre mí se cierne una oronda sombra:
-Buenos días. ¿Cómo estamos? ¿Nos acostumbramos?
Se trata de Salus, debe ser el nieto de Sebastián, antiguo propietario de la taberna. En el probable caso de que llegue algún forastero preguntando por mí puede resultar un peligroso informador. Si Ángela valiéndose de sus inagotables recursos técnicos –la localización geofísica- conoce mi localización aquí, sin duda que conectará con él. Pelirrojo y rozagante, la tarta de su cara muestra guindas de pecas y está ribeteada por cabellos de fresa y barba de frambuesa. Su timbre de castrado contradice el rollizo corpachón de tenor, que ni sus prédicas a favor de la vida sana logran adelgazar, y habrá de lucir, blando y adiposo, en sus prácticas naturistas.
-Me voy adaptando. Busco clima seco, pero noto humedad en el ambiente –como de costumbre, a mi paso atrás responde con otro adelante, por lo que fuerzo una cavernosa tos que, temeroso del contagio de algún virus, lo hace retroceder ese mismo paso. Su camiseta lila, tirante sobre el opulento vientre, exhala un olor agrio, avinagrado, de coliflor rancia.
-Eso quisieran las viejas del pueblo, notar humedad… Ahora en serio, la humedad es por el viento.
-Tenía entendido que aquí no soplaba tanto.
-A la hora de soplar aquí sopla todo el mundo… Tenemos que probar el tinto del país… Ahora en serio, es verdad que con las montañas el valle está a resguardo del viento. Hace un tiempo raro desde que llegamos.
Con su plural confianzudo o cuáquero, si es que no propio de alguna secta naturista, me está acusando de traer trastornos al pueblo. Lo que más me preocupa es que tenga en cuenta la fecha de mi llegada. Los inquisitivos ojuelos de cerdo con pupilas color pepitoria del regente del cibercafé escarban en mis pensamientos, se frunce su nariz, husmeadora y redonda como la bola de billar postiza de los payasos.
-Hemos tenido una buena idea cogiendo un secadero. Pero mucho cuidado, no vayamos a quedarnos secos… En serio a mí sí que me vendría bien perder algo de peso, orearme un poquito, quedarme más seco. Allí tendremos buenas vistas. ¿Cuál exactamente hemos cogido?
-Uno de los de la derecha, o de la izquierda, según se mire, los de la ciudad no sabemos orientarnos –al no sonsacarme más, la tarta de la cara se le divide en porciones.
-¿Y qué, nos aburrimos allí? ¿Hemos hecho amigos?
-He venido a estar solo –y para demostrarlo lo dejo atrás, frotándose las manos como si amasara los escasos datos acopiados o intentara calmar tanta curiosidad insatisfecha. Para desahogar las ganas de propinarle un sopapo, me aplasto en el cogote el imaginario mosquito de su mirada viscosa. Sin volverme, me burlo de su manera de hablar:
-Si podemos, luego nos pasaremos.
-Ojalá, te espero.
En el minimercado me recibe con un saludo cantarino, casi un balido, una cajera nueva, sustituta de cierta matrona hombruna, una rubia pajiza de ojos gris nube subrayados por eróticas ojeras e inscritos en una cara ovejuna, la cual, en contraste con un cuerpo de vertiginosas curvas, ceñidas por un uniforme verticalmente rayado de verde con albo delantal, le da un aspecto de personaje mitológico, una diosa de la concupiscencia con cabeza de oveja. Acariciado por su lánguida mirada a lo largo del único corredor alojo en el carrito una caja de cereales, dos paquetes de jamón y uno de queso envasados al vacío, un racimo de plátanos, dos latas de espinacas y otras tantas de espárragos, un bote de aceitunas, dos barras de pan y un tarro de mermelada de ciruela.
Al tenderle uno de mis últimos billetes de cincuenta, enfoco el dadivoso escote, impropio del oficio, y al imaginar que celebro con ella otro tipo de transacción un ardor me punza la yema de los dedos. Ella parece leerme el pensamiento y las mejillas se le tiñen de remolacha.
-Muchísimas gracias. ¿Sabes? Eres mi primer cliente.
-No lo hubiera creído.
-Dímelo a mí. Esto es un aburrimiento, el pueblo está muerto.
-Vendré más veces. Puedes contar conmigo.
-Eso espero.
En la plaza, al confirmar que me queda tabaco hasta la próxima salida, aprecio la contundencia de mi erección, casi dolorosa después de más de dos semanas con la libido pisoteada por el estrés y las carreras de la persecución sufrida en la ciudad.
Desde el umbral del cibercafé Salus me escruta. No hace falta que tal personaje regente el negocio para que me conste que Internet es mi principal enemigo a la hora de seguir desaparecido. Y aun así no puedo sino seguir utilizándolo. Para desahogarme y desfogarme escribiré un mail a alguien muy querido, y por otra parte famoso, un mito, si bien en su día incomprendido, sin duda ahora conocido y reconocido por todos ustedes. ¿No se dedicaba Walter Herzog a escribir cartas a celebridades desde el retiro de su granja abandonada?
                                  
                       
                                                                                                                

miércoles, 26 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: Curiosa discusión.


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Desde los nichos de las ventanas y las lápidas de las puertas me escrutan los ojos muertos del pueblo; interrumpiendo los lamentos por el fallo de sus previsiones o la frustración de sus ideales, después de una ausencia de veinte años se preguntan por mi estirpe, de quién seré bisnieto, de qué otra rama tataranieto. No me han visto salir de la casa; como he ocupado un cuarto orientado al patio interior, ni los vivos ni los muertos pueden saber que está habitada. Como un ladrón he salido de mi propia casa; ahora advierto que ha sido una precaución innecesaria.
Aunque he exagerado al hablar de pueblo fantasma, pues en el centro viven decenas de vecinos, no todos decrépitos, y la plaza está animada de cierta vida, en apariencia la calle de mi casa a nadie vivo aloja. Es imposible que estos caserones descascarados alberguen a nadie, parecen ruinas bombardeadas o excavaciones arqueológicas, embarcaciones descuadernadas y desarboladas por un pretérito naufragio de primitiva navegación a vela.
Tal desolación recrudece las periódicas rachas de frío. El benéfico clima de la altiplanicie parece dislocado, como si se hubiera averiado el regulador de la temperatura –los intemporales veinticinco grados- o hubiera enloquecido el encargado de programarla. Y es que el día ha amanecido aún más esquizofrénico que los anteriores, hace frío y calor al mismo tiempo, según se pasa de la sombra al sol, calma y viento. Lentos goterones de lluvia se traslucen en los rayos ambarinos. El espectro de un arcoíris se tiende en el horizonte. Amoratándose y esclareciéndose alternativamente las nubes viran de color y dirección, rotan sobre sí y conectadas por madejas de hilachas como colas, se persiguen en estampida.
Me fustigan la cordura esporádicas ráfagas de un viento que suena a carcajadas de bruja, de Ángela. Al compás de mi manía persecutoria avanzo por las calles de piedra solapado y subrepticio, sin dejar de mirar atrás y pegado a las paredes como una sombra. Me ahogo, pierdo el resuello como si a instancias de ella no hubiera dejado de fumar durante más de un año. Me deshago a medio fumar del cigarrillo. Sin embargo, para ahogarme, no sería necesario haber reincidido en el tabaco o subir por una calle en cuesta, basta con la ansiedad, con la rabia.
Ante las carcajadas del viento, conmigo se estremecen las cuadras desvencijadas, las naves y secaderos desguarnecidos, los maderos tabletean y gimen óxidos y herrumbres, a punto de ser arrastrados como un decorado de cartón piedra. El viento me enloquece, me tapo los oídos y entre dientes le replico a Ángela que me deje en paz, que ya no estamos juntos y no tiene porque atormentarme, y al menos la discusión ahora prosigue solo en mi mente, aunque sus airadas protestas suben de tono y pronto la subsiguiente racha sonorizará otro ladrido de su perversa risa. Y eso que a lo largo de nuestra convivencia apenas discutimos –la verdad, hablábamos poco- y su risa era de campanillas. Me temo que estoy reinventándola. Acaso para escribir esta novela.
Pero lo peor es que al salir me he descubierto hablando solo, síntoma de que al menos hasta la noche no me desharé de esta pelea imaginaria, de la dramatización mental de otra discusión a muerte, de un duelo a última palabra en que esgrimimos nuestras férreas razones y las cruzamos sordos a las del contrario. No me servirá haber salido de casa, nada me distraeré de estas torturantes voces interiores. Hasta que no las sofoque, no recobraré el equilibrio.
No me está ayudando mi estancia en el pueblo, aunque hoy es ya mi tercer día de escritura; llevo escribiendo casi desde que he llegado. Y ni siquiera en mi escrito me concentro, vuelvo a armarme y a rearmarme de argumentos, me cebo contra ella, la acuso de espiarme y a voces le achaco la ruptura. De su charco de sol salta un perro mestizo moteado de manchas pardas, huye gañendo. Temo que a este paso muy pronto impostaré la voz tenue, aflautada de Ángela, imitaré su malignidad embotada por una calma engañosa, su serenidad afilada, acusándome de ser un mentiroso, un aprovechado, y de haberle traicionado con la rubia. Al menos en tal caso por una vez le daré derecho a réplica y escucharé sus motivos, su voz será la mía. A la manera de los antiguos teleteatros radiofónicos o de la versión de concierto de una ópera de dos personajes, ya esta mañana al despertar en el paradójico lecho –noble dosel de caoba y lancinante colchón de mazorcas- se ha trabado la disputa dentro de mi cabeza.
Solo mientras escribía unas líneas han dejado las voces de resonar en mi bóveda craneal, y eso porque a modo de eco se han solapado a las respectivas intervenciones del diálogo que entre nosotros estaba transcribiendo. La discusión se ha reanudado en el desayuno. Hasta que el agua no ha empezado a bullir en la cafetera al ardor de mi furia, no he advertido que había olvidado añadir el café. Engolfado en la retahíla de recriminaciones, las tostadas se han chamuscado, y también de eso la he culpado.
En la figura de Ángela convergen tantas fuerzas invisibles, aureolada por partículas de imantación y vectores de energía como aquellos monarcas exaltados en el trono por un transversal rayo de sol, de ella emana una autoridad tan carismática, que además de concitar en mi contra la opinión general, a más de dos semanas de distancia a mí mismo es capaz de dominarme o al menos condicionarme, como un demonio grande me hace rabiar como un pequeño demonio, me atormenta tirando de hilos invisibles me tuerce y retuerce, contorsiona la marioneta en que me he convertido.
Y yo alimento su poder magnificándola, satanizándola como ahora, y me posee como un espíritu al médium que ha tenido la imprudencia de invocarlo. Es como si también me hubiera hackeado el cerebro o instalado en los sesos un chip determinante. Puede que con su hipnosis a distancia ahora me haya ordenado perderme en las cuatro calles de este pueblo; este corral, el caserón derruido, me son desconocidos. No sé por dónde voy.
Salvo escribiendo –de ella- no puedo librarme de su aura. Se ha convertido en mi bestia negra. Y en un enemigo omnisciente, omnipotente, de poder omnímodo. Un poder que paradójicamente –la paradoja se ha convertido en la constante de mi vida- ha asumido desde que nos separamos, pues durante nuestra convivencia empatábamos en una relación igualitaria, en todo caso de intensidad tenue, un empate a cero. Al principio llevaba yo cierta ventaja, ella se había encaprichado conmigo y yo me dejaba querer.
Pero al separarnos ella ha escapado a mi embrujo y yo cedido a sus poderes mentales. Si bien aquí, en el pueblo, he huido de sus sicarios y gracias a que salvo en la plaza no fluye el WIFI, me he sustraído a la visión de su insomne ojo, que imagino inscrito en un triángulo, más divino que tecnológico, mentalmente sigo supeditado a ella, soy esclavo de mi obsesión por Ángela. Mientras en la ciudad estaba en su punto de mira me sentía un monigote, un pelele, una rata de laboratorio o el personaje de su video juego favorito, tal vez el protagonista de su primera novela. Puede que por eso se negara a mostrarme su manuscrito; no avanzaba hasta que no descubrió mi potencial como personaje.
En tal caso materializará otro de mis miedos ancestrales, en vez de novelista acabar siendo el personaje de una novela, el inspirador de la más odiosa rival también en el campo de las letras. Un personaje, por lo demás, amilanado y acorralado, pusilánime y exánime, derrotado, pues doy por seguro que ella me estará desmitificando –se ha desenamorado- en la misma medida que en mi escrito yo la mitifico a ella. Si paralelamente ambos escribimos uno del otro somos cuatro, y acaso en estos mismos instantes nuestros alter egos se encuentran consumando nuestros amores negros. Está por ver si los destinos de nuestras sombras imaginarias serán condicionados por los originales o si nosotros mismos cumpliremos los designios de nuestras imaginaciones.
Me detengo, un muro erizado de vidrios me corta el paso: todos mis pensamientos vienen a parar al callejón sin salida de mi delirio. Si pudiera dejar de pensar en ella, al fin lejos de su alcance podría creer que estoy remontando la partida. Pero a veces me temo que ella misma me haya permitido huir de la ciudad y aún tardará en mandar a buscarme pues de momento prefiere que aquí solitario me convierta en la víctima de mí mismo y como un personaje de Thomas Bernhard me tuerza y retuerza en mis propios desvaríos.
                                  
                                                                                                                             
                                                                    

lunes, 24 de diciembre de 2018

DIARIO DE UN PARANOICO, 24 de Diciembre: Feliz Navidad.

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Progresa mi pluma escribiendo El Asedio como un tren de alta velocidad encarrilado en los renglones como raíles de mi cordura. Basado en una probable realidad de mi futuro con Ángela, se escribe solo. En mi caso la ficción es más real que la vida. Es más normal sufrir la injusticia y desmanes de una pareja con la que se ha convivido durante un año que tolerar la persecución de una casi desconocida.
Espero que el fragmentario modo de publicación no os lleve a confusión. La realidad es que yo, Juanjo Ávila, escritor sin éxito espiado en mi apartamento de Granada por la periodista Ángela Mayo, escribo El Asedio, las desventuras de Felipe Leal, escritor, que a su vez encerrado en la casa del pueblo de sus ancestros describe las andanzas que, acosado por la actriz Ángela Mayo, le han llevado a refugiarse en el caserón familiar. La intensidad de lo real me ha llevado a no cambiar el nombre de ella en la ficción.
La Olanzapina me mantiene tranquilo, en unas condiciones ideales para escribir. En cambio, mi alter ego en la ficción encuentra la inspiración en la fuerza de la indignación, en la potencia del odio, en la injusticia de que es objeto. Además, Ángela ha dejado de desestabilizarme con su persecución. Ahora ni siquiera los vecinos me molestan por su mediación. Solo su ausencia es su castigo. Su perseverancia en la venganza es implacable. Me pregunto cuándo considerará que la deuda está saldada y hará acto de presencia. De momento sigue manifestándose mediante las señales que el virus lanzado sobre mi ordenador le posibilitan.
Por lo demás, estoy aprovechando estos días entrañables para leer mis novelas predilectas, las de Graham Greene, y ver las películas de toda la vida. Esta noche, después de la cena familiar con mi madre y mi hermano, volveré a ver Qué Bello es Vivir, la cima del humanismo de Frank Capra. Espero que todos paséis una noche tan feliz como yo.
                                  
                       
                                                                                                                

sábado, 22 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: Tarde o temprano me encontrarán.


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Sobre la mesa de cerezo tallada por el abuelo, percibiendo bajo el papel los nudos de la madera, apunto la fecha de aquel encuentro, febrero de 2012. Luego anoto otra, en este caso sí que recuerdo el día exacto: lunes, 30 de Enero de 2012, cuando en los estantes de algunas librerías apareció Esperando en el Excelsior, y aun otra: martes, 13 de Noviembre de 2012, día en que la perspectiva de la vidriera de la cafetería del hotel, digna de Hooper, pudo verse en los escaparates de novedades de las principales librerías del país. Esta vez el representante del célebre editor Luis Rey obtuvo del gerente del hotel una cantidad en concepto de publicidad. Hizo mal negocio, pues la novela apenas se vendió.
A lo largo del vibrante tintineo del despegue de una alondra, vuelvo a preguntarme a qué se debió la decepción de las expectativas del departamento editorial de Atlántida Ediciones. El sonsonete de este aleteo reverberante se burla de mis aspiraciones. Íntimo de Ángela y su constante asesor en la redacción de su primera novela, el bueno de Luis había propulsado Esperando en el Excelsior desde todas sus plataformas literarias y por amistad invertido en la promoción más de lo razonable. Había pagado a mi primer editor, Juan Blanco, de Blanco Ediciones, una cifra exorbitada por los derechos de la novela. Al principio, aunque la crítica se mostró tan escéptica como el público, pude creer que Luis se consolaba con el prestigio de haber publicado una obra cuyos méritos serían con el tiempo reconocidos. Pero a estas alturas, inmunizado contra todo engaño, alérgico a las mentiras después de haber estado atrapado en un entramado de ellas, recién desenredado momentáneamente y por milagro de la telaraña de embustes urdida por esa araña venenosa, esa mantis –ella se reconocería abeja reina con tal de apostrofarme como zángano-, no puedo sino reconocerme como un escritor mediocre. Lo cual es una contradicción en los términos, un escritor no puede ser mediocre. O es genial, o al menos excepcional, o más vale que no lo sea; o a partir de de su obra reinventa la literatura, o mejor que no escriba. Si no es experimental, o ni siquiera comercial, es inútil que erija la escritura en justificación de su vida. Como mucho será un pasatiempo o una defensa contra la neurosis. Pero no una enfermedad en sí misma, excrecencia, tumor o pus, como en el caso de un escritor genuino.
Miro sin ver, con las pupilas dilatadas, los renacientes arreboles y tornasoles del aire, translúcidas pinceladas que se disuelven en la retina; la acuarela del ambiente aclarado por la reciente lluvia; el brillo difuso de los geranios a la luz lacada, recién lavada; la irradiación húmeda de la hierba y las flores, de la madreselva y los aligustres; el resplandor espectral, blanco opaco, de la tapia del fondo que parece limitar mi tiempo, cercar el futuro. Y no solo porque en estos pueblos no haya futuro, solo pasado.
Quizá por eso, en un receso de la escritura me he entregado a un ejercicio de la memoria, a una de mis típicas fiestas de nostalgia, uno de los precarios paraísos que con nadie he compartido salvo ahora con ustedes en el striptease de este escrito, y adonde después de mi convivencia con Ángela y de que el horario ajustado me hayan cerrado el paso, he vuelto para matar el tiempo. Aquí resulta tan arduo gastarlo como para un multimillonario enfermo dilapidar todo su dinero.
Ni siquiera recién escapado del laberinto donde me perseguían varios minotauros soy capaz de valorar la paz familiar de este recinto seguro, de este refugio enclaustrado, casi uterino, el paraíso perdido de los veranos de mi infancia, el jardín asilvestrado del pasado. Tras el ajetreo ciudadano me cuesta adaptarme al nuevo ritmo. Tendré que salir más a menudo por los aledaños del pueblo, encerrado en esta casa es difícil soportar la concentración de tanto tiempo en tan reducido espacio, varios siglos desbordan un solar de trescientos metros cuadrados, de más de tres siglos cúbicos; me desoriento como un viajero estático a través del desierto del tiempo. Y ahora el presente de este tiempo lento permanece quieto en las soleadas horas de la primavera. Parece haberse abierto el día, hasta el aire se ha ensanchado, y aunque aburrido estoy más tranquilo. Supongo que paulatinamente el tiempo me irá hipnotizando, como antaño, y la arena del desierto desgranándose en la clepsidra. Pero me temo que en el mundo de Internet no hay secretos ni escondites recónditos.
Miro una de las entradas anotadas esta mañana en el amarillento papel de cartas: “Verano 88, sobremesa, porche, Baudelaire, abuelo, tabaco”. Una fecha y varias palabras que como hitos del pasado o nostálgicos versos crípticos, claves que cifran toda una época, evocan una de tantas tardes de julio o agosto de aquel año, una tarde en la que se concentran todas, una tarde quintaesenciada que es todas aquellas tardes y tal vez ninguna, transcurrida justo aquí, en este porche, desde la hora del café hasta la anochecida, en compañía del abuelo, que con la vista fija en algún periódico retrasado se balancea en esta apolillada mecedora al ritmo de los acontecimientos, pausado a lo largo de la lectura sobre algún trámite parlamentario o del proceso de algún juicio mediático, y acelerado por la invasión de algún territorio rebelde o la crónica de algún disputado partido, mientras que yo alterno Los Paraísos Artificiales de Baudelaire con las Confesiones de De Quincey, él y yo sumidos en el más confortable de los silencios, en el silencio radiante de las cuatro o las cinco de la tarde, un silencio jalonado por el zumbido de alguna abeja entre las prímulas o las azaleas, el pasar de las páginas, el gorjeo de algún gorrión feliz en el manzano o algún comentario de él alusivo a cualquier noticia, apenas una expresión, una frase como mucho, sincopado por el mío, con el aromático humo de su pipa y el más denso de mis primeros cigarrillos fluyen entre nosotros ondas de armonía, las volutas se entrelazan bajo la techumbre de la madera vieja, esporádicas ráfagas de un suave céfiro traen una caricia de la abuela, el tiempo no se detiene sino que se retrotrae varios años, y entonces se embalsa o embalsama como un aroma, satura el patio el perfume de los jazmines de la abuela, ella no ha muerto, el abuelo no morirá, nadie morirá nunca, este instante de gloria permanecerá en la novela que escribiré algún día, no seré expulsado del paraíso de aquella tarde cuyo recuerdo conjuro con el sortilegio de ese puñado de palabras escritas en el papel ajado, palabras que a nadie más convocarían tales imágenes, el recuerdo de un recuerdo, y con ellas la inocencia y la desesperación de la adolescencia, la rebeldía y el ensimismamiento de la adolescencia, su fatalismo y tristeza congénitos, mi desprecio por el convencionalismo y la moral establecida, por las obligaciones y por el futuro, representados por mis padres, y mi inclinación al desorden y a lo extravagante, a lo grotesco y a lo sublime, al pasado, personificado por los abuelos, mi espíritu de contradicción, mi irrenunciable amor por la libertad, mi tendencia a lo oscuro, mi vocación por lo misterioso y lo ambiguo, lo peligroso y enfermizo, aún solo entrevisto, la literatura.
Miro la mecedora vacía, se ha desvanecido el septuagenario calvo y cenceño de perfil patricio. La estela de jazmín se ha desvanecido.
Recobro la libreta de anillas, procedente de aquellos años –ingenuos y entusiastas versos enardecen las primeras páginas-, en la que he emprendido la nueva novela, escrito autobiográfico, ensayo vital, o lo que sea. Leo la última frase, sobre la suite exitosamente alquilada en el Excelsior –me gasté todos mis ahorros pero fue la mejor inversión de mi vida-, y a un chasquido levanto la vista. Me pregunto cómo continuar, olvidado de nuevo de escribir sin plan, según los recuerdos me vayan sobreviniendo; no hay mejor filtradora de datos que la memoria. No hay mejor material narrativo que la memoria. No hay más poesía que la memoria.
Un diminuto gorrión se desplaza a saltitos sobre la hierba, toma impulso y tras un corto vuelo rasante esquiva el tronco de un peral y vuelve a corretear con nerviosa ligereza. Me recorre el espinazo el calambre de un escalofrío. Estoy cierto de que vuelve a vigilarme un espía armado de arma blanca y de sangre fría. La sombra de mi miedo se proyecta sobre las superficies rectilíneas: los pilares del porche, los roncos del ciruelo y de los perales, el brocal del pozo, las cornisas y canales de la cuadra, el borde de las tapias. En el norte, de entre las hojas de parra vuelve a emerger el gato negro, tal vez el espía y sus uñas una suerte de arma blanca. Pero ahora las ágatas de sus ojos enfocan golosamente al pajarillo, que sin poder despegar prosigue su convulso, impotente correteo al bies. Por supuesto que el gato solo se trata de un congénere de Lía, solo mi paranoia me hizo creer que se trataba de ella, resurgida a través de cuatrocientos kilómetros y de una relación truncada.
Me decido a escribir algo sobre mi estancia en el pueblo, llegué anteayer y más allá de mis temores compulsivos hasta ahora nada ha sucedido. Aquí todo movimiento tiende a ser del espíritu, toda aventura interior, todo conflicto interno. Pero tarde o temprano me encontrarán. Una agitación entre las matas de geranios señala el refugio del gorrión alicorto o desalado. El gato se le acerca, equilibrado sobre la tapia. Como la contemplación  del sufrimiento ajeno me resulta intolerable, me levanto a expulsar al gorrión de los geranios y arrojarlo a la calle. Si tiene que agonizar o ser devorado, que ocurra fuera de mi vista. Ya en la infancia lo que ocurría en el exterior de este patio me parecía ilusorio, tan lejano como lo que contaban los libros de Historia.
Sin embargo, he de salir a proveerme de lo necesario. Tengo que salir o me volveré loco.
                       
                                         
                                                                                                                                  

viernes, 21 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: Hotel Excelsior.



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Después de hacerme de rogar accedí a enseñarle a Ángela un francés de lujo. Al final de cada jornada recogiendo sus cosas se hacía la remolona en el estudio de grabación. Me hurtaba la mirada, pero como a una mariposa la sorprendía posada en la mía cada vez que inesperadamente deslizaba a ella mis ojos. Sus pupilas irradiaban sedientas, toda ella se esponjaba como una flor que esperaba la lluvia, hasta los corales de sus pendientes o las perlas de su collar se agitaban de impaciencia. Yo contemporizaba, evitaba hacerle la invitación que ella esperaba, y me escabullía con la excusa de la novela.
La última tarde la invité a una copa en un tugurio donde los clientes no dejaban de fotografiarse con ella. Del bolso Ángela extrajo un paquete envuelto en papel de fantasía: una primera edición de Albertina Desaparecida. Había visto por Internet que era mi cumpleaños. Le di las gracias, no sin advertirle que no tenía costumbre de celebrarlo. Me dejó en la esquina de casa camino de la suya.
Varias semanas después le envié a la productora otra primera edición, la de mi novela Esperando en el Excelsior, dedicada: “Para que gracias a Albertine tu versión tenga un final feliz”. Ambientada en localizaciones reales de la ciudad, la ilustración de la portada mostraba una instantánea del lujoso hotel tomada desde la calle; a través de las fugaces sombras y reflejos del crepúsculo exterior, en la cristalera del local se transparentaban como en un invernadero o en un acuario los helechos y ficus del interior, flanqueando el espectro de un único cliente que parecía esperar a la nada alumbrado por la araña con un resplandor anaranjado y violeta, la luz de la soledad.
Al día siguiente empecé a releer Albertina Desaparecida en la cafetería del Excelsior. La segunda tarde, no llevaba terciada la novela cuando noté que algo cambiaba en la calle, levanté la vista y con una pleamar en las venas parecida a cuando en las timbas obtengo la quinta escalera de corazones identifiqué la gentil figura de Ángela cruzando la calle. Aceleró con un revuelo de la falda azul eléctrico; estalló un claxon que no era de admiración, solo al llegar a esta orilla de la calle el semáforo cambió a ámbar.
Gracias a Albertine no tuve que anular por segunda vez la reserva de la suite.
                           

miércoles, 19 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: Rojo y Negro.



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La belleza suave y distante de Ángela, su tímida distinción, su atractivo retraído, la palidez de ópalo de su cutis bajo las sombras del cabello que yo definiría de medianoche en el poema de mi declaración, su melancólica delicadeza que parecía madurada a los gélidos oros de los otoños más bellos, sus rasgos finos, coralinos, las mejillas flameantes al ardor de los carbones de los ojos, la pasión cristalizada en sus pupilas como lava fría de un volcán que en cualquier momento podría entrar en erupción, sus sueños soterrados, concentrados al fondo de tantas horas de perfeccionamiento de su arte, la convertían en la perfecta Madame de Renal. Aún no había aprendido lo difícil que para un actor resulta hacer de sí mismo.
En un descanso del rodaje se levantó el negro velo calado de encaje para beber el aguachirle de un café de máquina. Le temblaba imperceptiblemente la mandíbula diamantina, cortada como el risco de un acantilado. Miraba sin parpadear al rocambolesco director, que calado con una gorra de jockey y en bombachos aprovechaba para encuadrar con las manos tomas imaginarias de una glorieta de hierro forjado. Los carbones de los ojos se le habían encendido observando a Pommer, que en cada corte le afeaba su deficiente pronunciación, aún ignoraba yo hasta qué punto la ceniza fría de su venganza ocultaba ascuas y rescoldos incandescentes. Su conciencia profesional triunfaba sobre su secreto y vehemente orgullo, y me pidió que me sentara a su lado en el banco y le leyera el siguiente diálogo del libreto. Se trataba de la escena en que sentados allí mismo Julián a hurtadillas tocaba con el suyo el pie de Madame de Renal. Me extrañó, pues el director concluyó que sus intervenciones serían dobladas.
-Me doblaré yo misma. Me parece deshonesto utilizar una voz ajena.
-¿Tendrás tiempo de perfeccionar tu francés?
-Será en postproducción, anularé mis vacaciones. Ensayaré frase por frase hasta hacerlo bien. ¿Podrías ayudarme tú mismo?
Un demonio interior me convenció de rechazar la oferta para hacerme el interesante. Sobre todo, me fijé en el imperceptible temblor del vaso de plástico en su mano.
-Será cuestión de varios días. ¿No das clases particulares?
No sé si por accidente su muslo tocó el mío, lo cierto fue que no lo separó. Me excusé con que estaba escaso de tiempo porque mi editor me urgía a entregarle una novela, cuando lo cierto era que yo lo apremiaba a él a leerla tras habérsela remitido una semana atrás.
-No me digas que escribes. ¿Y de qué va?
Le expliqué que se trataba del monólogo interior de un escritor que leyendo a Proust cada tarde aguardaba la aparición de su amada en el bar de cierto hotel, y va entreverando sus reflexiones sobre el amor con las del Marcel, el alter ego del autor en su monumental obra. Al infortunado le daba tiempo de concluir todos los volúmenes antes de que ella acudiera. Con una risa de campanillas de cristal celebró mi ocurrencia y el tropezón con las raíces de un plátano del director, distraído por sus encuadres imaginarios.
-Me encantaría adaptar al cine tu novela. Envíamela, puede que recibas una oferta de mi productora.
Aunque nunca me había atrevido ni a soñar con tal posibilidad, le devané mi teoría acerca de que lo genuinamente literario no se puede traducir a imágenes. El tejido verbal de una buena novela, la poesía subyacente en sus frases, su sintaxis, no se podrían trasvasar a los planos de ningún film. El Ulysses de Joyce, por ejemplo, era inadaptable. Como mucho, acaso un plano secuencia de Visconti podría reproducir el dilatado período de alguna frase proustiana. Mientras le endilgaba aquella pedante perorata me sentí más que nunca Julián Sorel recitando de memoria algún pasaje de  las Sagradas Escrituras en griego. El contacto de sus sedas y tafetanes me transmitía el calor febril que a partir de la pierna me circulaba por todo el cuerpo, por momentos sufría accesos de vértigo e intentaba que la palabra de mi discurso salvara aquel abismo por el puente de la lógica. La conciencia de todo lo que me jugaba me permitió mantener el control y sostener la coherencia de cuanto decía.
-Puede ser –me dio la razón-. Y sin embargo Rojo y Negro sí es adaptable… ¿Y al final de tu novela ella llega al hotel? Te lo digo por si tengo que reservarme un papel.
Para reforzar mi artificio le respondí que aún no lo sabía; la novela no estaba concluida.
-No sé si queda tiempo para otro café –miró la máquina expendedora de aquella pócima ponzoñosa-. Está riquísimo, debe ser de Colombia o Brasil.
                       
                                         
                                                                                                                                                                        

lunes, 17 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: Una pareja despareja.



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Mis amigos más cercanos –peligrosos- y sinceros –envidiosos- ya me advirtieron que como a todos los recién casados los primeros meses nos enlazarían como alianzas, pero que al cabo de un año perderían su redonda plenitud para atarnos a la rueda de una noria de rutinas. Hasta entonces mis relaciones sentimentales no habían durado más de una ola de calor o una temporada de tormentas. Me jactaba de que un soltero se lamentaba de su estado el mismo número de días al año que el casado se felicitaba por el suyo, unos diez.
Frisada la cuarentena, seguía retozando con la vida como un cachorro; mi aspecto lozano, no desmentido por la vida desordenada, y espíritu juvenil, el pelado a cepillo o el estilo de vestir me señalaban como el típico estudiante rezagado que en verdad había sido veinte años atrás. El curso escolar seguía rigiendo mi ciclo vital. Cada septiembre me mudaba en el barrio universitario. Salía muchas noches, cambiaba de jóvenes compañeras de cama, escribía y comía en los bares cuando no lograba renovar mis vales en el comedor universitario, y mi vida laboral era tan esporádica como la sexual, tan casual e informal como mi guardarropa.
Circunscrito a un reducido espacio, carecía de automóvil, no portaba cartera ni reloj, y rehuía como a una enfermedad venérea toda responsabilidad. Vivía al día, despreocupado y feliz. Solo al inicio de los puentes o de las vacaciones, cuando los estudiantes volvían a su lugar de origen y en los locales se iban apagando los ecos de las risas y las voces, me embargaba una tristeza depurativa, benéfica, inspiradora de una nueva novela. Amanecía uno de aquellos curiosos días en que me sentía nostálgico de recuerdos falsos y lamentaba la pérdida de lo que nunca había tenido. En los parques me quedaba pensativo ante los juegos de algún padre con su retoño, observaba el diálogo corporal de las parejas en la cola del cine, o me detenía ante alguna unifamiliar con su diminuto porche sombreado por algún raquítico magnolio, junto a la verja una bicicleta de ruedecitas traseras y un columpio, y un semisótano de angosta rampa. Suspiraba, me planteaba hacerme con un perro y apretaba el paso camino de una cita galante con alguna profesora que me compensara de ausencia de las alumnas. No parecía una mentalidad propensa a la estabilidad emocional y en mi fuero interno tendía a darles la razón a los malos augurios de mis amigos. En opinión de mi madre, incluso ansiosa como estaba de que me asentara y orgullosa del prestigio de mi pareja, no auguraban nada bueno el contraste de nuestras condiciones socioeconómicas.
El nombre de Ángela Mayo encabezaba los títulos de crédito de films de culto y titulares culturales, se inscribía en las invitaciones a selectos eventos y brillaba en los neones de los teatros, era elogiosamente presentado en actos mediáticos, figuraba en programas de conferencias, tarjetas identificativas de mesas redondas, y durante unos instantes al pie de la pantalla en sus intervenciones televisivas. Y por si fuera poco ahora aspiraba a que ese mismo nombre encabezara la lista de los libros de ficción más vendidos. Musa de un país, encendía las ilusiones y habitaba los sueños del imaginario cultural –pero también la imaginería fetichista- de dos generaciones. Un año menor que yo, desde los veinte se le abrían las rosas de todas las oportunidades, y ella había sabido cortarlas y prenderlas en el azabache de su cabello. Actriz vocacional, su belleza e inteligencia eran dos yeguas destacadas con las cabezas parejas en la recta final, dos gráciles veleros con las proas igualadas y las velas henchidas a favor de viento rumbo a la felicidad. Y lejos de dejarse llevar por las alas de la fama, acreditaban su talento y sensatez la licenciaturas en Letras e Informática.
En el último año inevitablemente había reflejado en mí el resplandor de su éxito. Pude abandonar mis eventuales actividades en el departamento de Románicas, las clases particulares de francés y la alimenticias traducciones comerciales. Gracias a uno de mis nuevos amigos, el editor Luis Rey, en horas perdidas de la redacción, aparte de escribir, me dedicaba a traducir a Balzac o a Perec, mis favoritos. No obstante, la reedición de mis antiguas novelas en mi flamante editorial y la publicación de la última habían pasado tan desapercibidas como en mi anterior y minoritario sello. Se me resistía el éxito como una mujer, aunque tan bella y afortunada como Ángela, ornada por todas sus gracias, aún más difícil, casi inaccesible. El mundo parecía resentido por mi suerte con Ángela, a veces creía que los camareros aprovechaban la sonrisa que le dedicaban a ella para enseñarme los dientes.
En todo caso, mi unión con Ángela me había catapultado a un status que ahora, envalentonado por el Bloody Mary y la fulminante conquista de una rubia cinematográfica, estaba seguro de conservar. Todo me lo debía a mí mismo, la ayuda de Ángela había sido circunstancial. Los transeúntes dejaban paso a mi viril determinación y seguridad en mí mismo. Solo vacilé ante la imagen, transparentada en una cristalera a través de los destellos del tránsito, de una rubia y una morena inconfundibles secreteando con las cabezas juntas y los codos apoyados en el velador de una cafetería. Me detuve atónito, y mientras me acercaba, al móvil reflejo del paso de un autobús y de las ramas de un plátano al viento, Ángela se inclinó a hacer alguna confidencia a Victoria, se interpuso momentáneamente una fila de turistas, y con el último bamboleo de regocijo de los pechos de Victoria empezó a descomponerse el espectral prisma de tal imagen, pasaron varios japoneses retrasados y cuando más próximo estaba hallé la mesita desierta, dos tazas vacías, una con la bolsita de una infusión, un platillo poblado de migas, y un pañuelo arrugado con un pétalo de carmín. Había sido otro de mis espejismos, esas cristalizaciones de mis miedos y deseos, pulsiones y obsesiones.
Como digo, confiaba en no volver a ejercer oficios como el desempeñado cuando conocí a Ángela en el rodaje de Rojo y Negro. El castellano de Laurent Pommer, el laureado cineasta de la suiza francesa, resultó lo bastante fluido para degradar mis servicios de traductor en proveedor suyo de café, coñac o tabaco. Sin dignarse a dirigirme la palabra, restallando sobre las botas el látigo de barato imitador de Cecil B. de Mille, el muy ruin me transmitía sus deseos con la mímica del pulgar, índice y medio que asían una taza, copa o cigarro imaginarios. Por suerte, a las pocas semanas, con las llaves del piso de Ángela en el bolsillo, me sentía como el Julián Sorel o el Eugene de Rastignac de mis traducciones.
Un año después, incluso tras la ruptura, seguía envanecido por la conquista de Ángela. Y ahora también me pavoneaba por la rendición de Victoria. Envié a ésta un WhatsApp para vernos cuanto antes. La música del pub, la tórrida melodía del deseo, había hecho casi ininteligibles sus palabras; creí entender que era una pediatra recién separada. Había recobrado mi libertad de pájaro, el halcón volvía a sobrevolar la ciudad avizorando presas factibles. Aunque Ángela proyectaba el resplandor de su encanto y prestigio sobre sus acompañantes –suponía que a ello se debían la ruptura con sus anteriores parejas, que no resistieron el asedio de otras mujeres, atraídas por el hechizo que había seducido a la novia del país-, yo nunca había necesitado aquella luz indirecta para subyugar a las mujeres.