jueves, 29 de noviembre de 2018

DIARIO DE UN PARANOICO, 29 de Noviembre: ¿Eres Ángela Mayo?



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A la hora convenida, las diez, el portero automático estalló en un gemido, y bajé a encontrarme con Juan Diego. Nos dimos un cálido abrazo entre sendas carcajadas. Conservaba toda su jovialidad y su sonrisa traviesa en el rostro lampiño de rubio atractivo.
-Qué envidia. No te has dejado ni un pelo –aludió, pasándose la mano por su cabello pelado al cepillo, al afeitado de mi cabeza. Me había pasado la tarde acicalándome, sin dejar de acariciar mis expectativas por encontrarme con Ángela.
Me dejé llevar por él al primer local. Entallado en una cazadora de aviador oscilaba su cuerpecito, bajo y garboso, de un lado a otro. En el camino no tardamos en ponernos al día sobre nuestras situaciones personales. Él conservaba su cómodo trabajo en el Ayuntamiento de Motril –se había pedido el día siguiente de asuntos propios, por lo que no tendría que madrugar- y continuaba saliendo con Patricia, una profesora treintañera diez años menor que él. Ingresamos a una cervecería irlandesa de barra de nogal y suelo de parquet, vacía salvo por una morena solitaria que bebía su pinta en la esquina opuesta. Después de pedir sendas Guinness Juan Diego me propinó un codazo:
-Mira qué morena tan guapa –en la luz granulosa apenas se distinguían sus delicados rasgos y las sombras del maquillaje de los ojos-. Me voy a la calle a fumar un cigarro. En cuanto vuelva te quiero ver hablando con ella, como en los viejos tiempos.
Me contrarió aquella incitación. Si se había aliado con Ángela, ¿cómo me invitaba a ligar con otra? En cuanto me quedé solo me fijé en la bebedora y una mano de hielo me tocó el corazón: ¿Y si fuera ella? Cogí mi abrigo y mi cerveza y me acerqué a la desconocida. Desde mi nueva perspectiva me fijé en su perfil suave y en los enormes ojos que le comían la cara, que no me sacaron de dudas. Se terminó la cerveza y llamó a la camarera para abonarla. Hasta donde recordaba, su estatura mediana y prominente busto coincidían. Tenía que asegurarme, de modo que de un par de zancadas me coloqué a su altura y me dirigí a ella:
-Perdona, ¿eres Ángela Mayo?
-Eso está muy trillado.
Cogió su cambio del platillo y me dejó plantado, chasqueado. En el camino de salida se cruzó con Juan Diego, que le dedicó su típica mirada lasciva, mordiéndose el labio inferior.
-Está buenísima, qué pena que se vaya –se pasó la mano por el pelo.
-He pinchado hueso.
-Está cayendo la mundial.
Por debajo de la música rock de ambiente resonaba la lluvia a través de los ventanales. Sin paraguas, lo más inteligente era quedarse allí. Nos dedicamos a pasar revista a la situación de viejos conocidos, o más bien fue él quien me puso al día pues por mi aislamiento lo desconocía todo sobre ellos. Luego llegó la hora de recordar viejas batallitas. Hace casi veinte años que Juan Diego y yo nos conocimos en una inmobiliaria en la que ambos trabajábamos de comerciales y aquella época fue caldo de cultivo de miles de anécdotas acaecidas en nuestra labor y en las múltiples salidas nocturnas en que prolongamos nuestra relación. No obstante me sentía incómodo, mi risa sonaba como un graznido. Pedimos varias rondas más. Él también estaba nervioso. La frecuencia con que salía a fumar y la ansiedad con que manipulaba el teléfono indicaban que estaba comunicándose con Ángela y decidiendo dónde se produciría el encuentro. El local fue llenándose. Dos grupos nos flanqueaban y el rumor de conversaciones ronroneaba en la barra. Poco acostumbrado al alcohol, una bruma me empañaba los sentidos. Por los nervios, salí a fumar un cigarrillo con mi amigo. Desde la marquesina, gruesos goterones azotaban la calle.
-¿Dónde podemos ir?
-Con este panorama será mejor que nos quedemos –me respondió sin dejar de manipular su teléfono.
De vuelta a nuestro lugar en la barra me fijé en otra misteriosa morena, que me devolvió la mirada desde un corro sentado en una mesa. Pálida y bella, marcada por eróticas ojeras, podría tratarse de ella. Busqué ayuda en Juan Diego:
-¿Es ella?              
-¿Quién?
-La de la mesa de la derecha.
-Muy rica, pero no la conozco.
-Entonces, ¿no es?
-No sé a quién te refieres.
Para salir de dudas no tuve más remedio que acercarme a la mesa y acuclillarme a la altura de la candidata:
-Perdona, ¿eres Ángela Mayo?
-No, pero no me importaría serlo –me respondió con una sonrisa de acogida.
-Lo siento, perdona otra vez –le espeté retirándome y desperdiciando un ligue seguro. Si trababa relación con ella, Ángela no aparecería y me sometería a otro año de persecuciones y tortura.
-No es tu día de suerte –me dijo Juan Diego, atusándose el pelo con la mano, cuando me vio regresar frustrado.
Dos cervezas más tarde me fue ganando la impaciencia. Eran más de las dos de la mañana y Ángela seguía sin aparecer. La conversación con Juan Diego languidecía. La lluvia había remitido, pese a lo cual seguía sin proponer dirigirnos a otro local. Para provocarlo saqué a colación los escándalos y corruptelas en que durante el intervalo que no nos habíamos visto habían incidido algunos de sus ídolos, como Rodrigo Rato o Iñaki Undargarín.
-Tampoco el PSOE se ha quedado atrás con los ERES –fluyó un silencio de serpiente.
Empecé a exasperarme. Me sentí burlado y escarnecido por Ángela, había sido víctima de una broma pesada suya en connivencia con mi amigo. Solo me había hecho creer que se presentaría para mofarse de mí. Nublado por el alcohol, pedí la cuenta, furibundo de rabia. Juan Diego me miró con actitud interrogativa, tenía su pinta casi llena. Antes de dejarlo plantado le espeté:
-Tardaremos en volver a vernos.
-¿Te ha pasado algo?
-El problema está en lo que no ha pasado. Lo sabes perfectamente.
                     
                                        
                               
                   






martes, 27 de noviembre de 2018

DIARIO DE UN PARANOICO, 27 de Noviembre: Un mensaje.



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El domingo recibí un SMS que podría invertir el orden del mundo. Después de mucho tiempo, Juan Diego, mi mejor amigo, me invitaba a salir el miércoles por la noche, y eso implicaba que quizá Ángela al fin haría acto de presencia en mi vida. También aliada con él, aparecería en alguno de los locales a que mi amigo me llevara, y yo tendría que dar el paso de abordarla e iniciar la relación como si de un reencuentro accidental se tratara. Respondí a Juan Diego que estaba a su disposición. Una nueva luz barnizaba los muebles con un resplandor de triunfo, la música electrónica de los vecinos que me constaba sonaba a instancias de Ángela ofrecía un tono íntimo de música de cámara, el escritorio había dejado de parecer un catafalco. Todo brillaba con un fulgor puro y prístino. Ya solo tendría que dejarme llevar por Juan Diego al local señalado para nuestro encuentro. El alborozo retozaba como un cachorro en mi interior.
Tendría que llevarme las gafas para reconocer a Ángela. Solo nos habíamos visto un par de veces y hacía casi diez años de esto, y en sus apariciones televisivas aparecía cargada de maquillaje. Hasta hacía unos meses había presentado de lunes a viernes un informativo nocturno, pero ahora estaba en el paro y podía venir a Granada en cualquier día de la semana. Eufórico, desdeñé tomar la medicación; Ángela sería mi mejor tratamiento. Me puse a limpiar el apartamento. Cambié las sábanas, limpié las ventanas y barrí la terraza. Aunque lo más factible sería que nos acostáramos en su habitación de hotel, quería estar preparado. De repente, se me escurrió el cepillo de las manos a la idea de que se tratara de una falsa alarma. Hacía casi un año que Juan Diego me había escrito que muy pronto quedaríamos para salir y el tiempo había pasado sin que cumpliera su promesa. Puede que se tratara de una burla de Ángela que pretendía ilusionarme con la inminencia de su presencia para después golpearme con un plantón, con su ausencia. Me había quedado helado y corrí a tomarme la medicación; bastaría con evitarla el miércoles para poder beber.
Las pastillas me devolvieron el optimismo. Sería demasiado cruel que un amigo como Juan Diego se prestara al juego. Del ordenador desparecieron las señales; la presencia real de Ángela vendría a sustituir a la virtual. El soñado encuentro pondría fin a este diario; por fortuna resultaría mucho más breve de lo que pensaba. Confeccioné a lápiz un listado de posibles temas de conversación con Ángela; tantos son los puntos de contacto entre nosotros que no valía la pena anotarlos. Congeniamos de tal modo que toda preparación sobraba, entre nosotros fluiría la armonía y comprensión más estrechas y naturales. En principio me centraría en su novela. Hacía dos años que había publicado una novela histórica que yo ahora me ocuparía de alabar. En su día había ella escrito un tuit diciendo que su editor tenía los mismos gustos que ella, en clara alusión a que su editorial podría publicar mis escritos. Ante Ángela haría pasar mi tratamiento psiquiátrico como resultado del desengaño y despecho por la incomprensión de mi arte, por el rechazo sistemático de mis novelas por parte de las editoriales, con lo que le daría ocasión de que me invitara a remitírselas a su editor. Una vez en contacto con Ángela mi vida cambiaría; dejaría de ser un fracasado escritor asediado por la soledad y la paranoia para convertirme en un desenvuelto autor de éxito.
La alegría me impidió concentrarme en la lectura del ensayo de García Montero Poesía, Cuartel de Invierno. Salí a proveerme de bebidas, por si culminábamos la velada en mi apartamento. En la cola del supermercado detecté, dos puestos por delante, a mi perseguidor barbudo. Como yo, depositó en la caja varias botellas de licor. Un tic nervioso le convulsionaba la mejilla izquierda. Parecía mi sombra, unas veces por delante y otras por detrás de mí. Me miró temeroso un par de veces, encogiendo como una tortuga la cabeza entre los hombros.
                     
                                        
                                               

domingo, 25 de noviembre de 2018

DIARIO DE UN PARANOICO, 25 de Noviembre: Lectura frustrada.



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Un ritmo percutivo empezó a martillear del otro lado del tabique. Los vecinos, dos enojosos hermanos de Cazorla que han venido a estudiar a Granada, manifestaban de mañana su devoción por la música electrónica. Me levanté del escritorio y estampé tres veces la pantufla contra la pared, pero solo logré como respuesta otros tres impactos de vuelta, sin que la música bajara un ápice su intensidad. No podía recurrir a la policía, de modo que me conformé con ocluirme los oídos con tapones de cera, y volví a ponerme ante el ordenador.
Para colmo de males no lograba conectarme a Internet para revisar las interacciones de mi cuenta de Twitter y comprobar el número de visitas al blog. Apagué el equipo y volví a intentarlo, en vano. Desenchufé y volví a enchufar el rúter, con el mismo resultado. Era como si al navegador le faltara fuerza para captar el Wifi. Reconocí la mano de Ángela en esto. No en vano me tuvo más de un año sin poder conectarme a Internet, motivo por el que hube de abandonar el blog y mi actividad tuitera, y que pare de una vez esa maldita música que ahora que escribo mi diario vuelve a descentrarme y a desconcentrarme y desconcertarme el pensamiento.
Como la música persistía y necesitaba un cambio para desfogar mi enfado por no poder navegar, aproveché un claro en el clima lluvioso de estos días para irme al parque García Lorca a leer. Así pues introduje en una bolsa una botella de agua, las gafas y la novela Niños en el Tiempo, de Menéndez Salmón, y me lancé a la calle. Y cuál no fue mi sorpresa al ver a los primeros pasos a mi perseguidor barbudo delante de mí. Era inconfundible, con sus piernas arqueadas y sus saltitos, que le hacían oscilar los faldones de su impermeable gris. Empuñaba un paraguas a modo de bastón. Cruzó el semáforo en dirección al parque y para mi sorpresa ingresó en él. Lo seguí a través del laberinto de setos recortados y cuando salimos al paseo lateral tomó asiento en mi banco favorito, uno albergado bajo la copa de un pino, de modo que pasé de largo ante él y me dirigí a la avenida de los álamos, donde tomé asiento. Incómodo por todo lo que me estaba sucediendo intenté concentrarme en la lectura.
Abro el libro: leo la primera frase. Me invade cierta inquietud, descruzo la pierna izquierda sobre la derecha y cruzo la derecha sobre la izquierda, cambiando hacia este lado el libro y la orientación del tronco. A la segunda frase los nervios me bullen, me hieren un desconcierto y una intranquilidad que me hacen impermeable al significado de cuanto leo, me siento a la turca y vuelvo a intentar concentrarme. Pasa la sombra jadeante de un corredor. Antes de concluir la tercera frase he de volver a la postura inicial, y al acabarla una especie de resorte mental me hace saltar del banco. No puedo permanecer sentado. He perdido el don de la inmovilidad, de la calma, un desasosiego interno me obliga a cambiar de continuo de posición. Dejando el libro en el banco camino arriba y abajo, sin apenas alejarme. Estoy desolado. Me van ganando el disgusto y la frustración por no poder leer. Me obligo a sentarme de nuevo. Retomo la lectura de la tercera frase. No soy capaz de concluirla sin descruzar las piernas y cruzarlas del otro lado. Vuelve a enmarañárseme la mente, el malestar me impide la lectura del siguiente párrafo. ¿Me impedirá Ángela el acceso a Internet durante otro año? ¿Qué hace el barbudo en mi banco? El libro me tiembla, la tensión me hace cogerlo demasiado fuerte. Respiro hondo. Vuelvo a acometer el párrafo. Para concluirlo no me vale ni volver a sentarme a la turca. Arrojando el libro a un lado me propulso hacia el sendero. Estoy a punto de chocar con un corredor de camiseta negra. Vuelvo a pasear arriba y abajo, los puños apretados, sin perder de vista el banco vacío salvo por la botella de agua y el libro abandonado, abierto boca abajo como un pájaro herido con las alas desplegadas. El corazón me galopa. Bebo un trago y me obligo a sentarme de nuevo. Antes de abordar el largo párrafo me sé incapaz de aprehenderlo y tras cambiar tres veces de posición me doy por vencido.
Derrotado, me volví a casa. De todos modos unas gotas ya se filtraban entre los álamos.
En el apartamento reinaba un silencio benéfico y logré conectarme a Internet. Aliviado, publiqué la siguiente entrada a mi diario, “Una Conversación Esquizofrénica”. La media de lectores ha bajado respecto a los posts habituales del blog cinéfilo. Una vez más el cursor trazó sus burlones circulitos en la pantalla, obra de Ángela. Volvió a estallar la música electrónica en el piso de al lado.
No dejó de resonar el resto de la jornada, ni buena parte de la siguiente, hoy. De vuelta del supermercado me he cruzado en el ascensor con la joven vecina, que bajaba. En lugar de estar avergonzada me ha saludado con una sonrisa radiante que le ha encendido la cara inteligente encuadrada en tirabuzones de rubia oxigenada, y ha dejado de teclear en el teléfono para con el índice trazar en el aire circulitos idénticos a las señales de Ángela en el portátil.
                     
                                        
                               

sábado, 24 de noviembre de 2018

EL ABRAZO DE LA MUERTE



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Dónde estás, preguntaba al hierro del lago,
dónde estás, gritaba al viento blanco de Chicago,
dónde, en el frío de huesos de Chicago,
a mil noches y dos mil millas de distancia,
pensando en Los Ángeles, tú eras Los Ángeles,
Los Ángeles era una joven tan bella como tú,
dónde entre las sonrisas del sol de Los Ángeles al aire
y la espuma y la música y el delirio de los neones a orillas del alba,
en qué grieta del frenesí te habrías filtrado,
tú tejida de sombra más clara que ninguna,
en la cripta de qué soledad te habrías refugiado,
tú llena de luz más oscura que ninguna.
Pero yo sabía que no había tiempo que no te perteneciera,
que en el mundo no había espacio que no fuera tuyo.
                                  
Dónde estás, preguntaba a las palmeras de Los Ángeles,
dónde estás, de vuelta de la guerra de Chicago,
dónde a los tranvías, a las calles y garitos reencontrados,
dónde al silencio de los teléfonos y al vuelo de las gaviotas,
dónde a los mismos mendigos y vendedores de toda la vida,
ni ante mí lo reconocía pero había vuelto por ti,
tallada por un olvido más memorable que ninguna,
desvanecida en un recuerdo más punzante e inagotable,
dónde estás, le pregunté al Rodeo, nuestro templo,
el museo de nuestro amor y de nuestro odio,
con los besos e insultos del pasado acumulados en los rincones,
y cuando te vi bailando supe que estaba escrito,
escrito en los dados de los garitos y en la dirección de los tranvías,
escrito en el vuelo de las gaviotas y en las luces de los neones,
escrito en las maldiciones de los mendigos,
danzando pura y súbita como una llama
tus pasos estaban creando un nuevo y viejo Rodeo.

Dónde estás, le pregunto a la carretera, al miedo,
al furgón blindado que voy a robarme a mí mismo,
dónde al alcance de los cuchillos de Slim Dundee,
de las bofetadas de sus corbatas crema sobre camisas negras,
dónde has huido del odio de mi familia
y de la rabia ciega del teniente Pete Ramírez,
mejor no buscarte, más remota que ninguna,
mejor no perseguirte, más fría y sola y muda que ninguna,
solo podré tenerte en las formas vacías y huecas
(la traición, la huida, el robo, el asesinato)
que la desesperación, el ansia por ti,
te atribuyen, amor, bella y joven muerte.










jueves, 22 de noviembre de 2018

DIARIO DE UN PARANOICO, 23 de Noviembre: Una conversación esquizofrénica.



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Escribirme en el teléfono bxyczxtlmv fue el medio por el que Ángela reivindicó el asalto de la policía de la víspera. El puesto de su padre como Comisario Jefe le vale para disponer a su antojo de las fuerzas policiales. Al final los agentes me dejaron ir, no sin amenazarme con trasladar el caso al juzgado, aunque por supuesto no encontraron pruebas que me incriminaran. Furibundo de rabia, me puse a medir arriba y abajo el apartamento a largas zancadas, desde el escritorio al fregadero de la cocina, desde el fregadero al escritorio, con el tronco inclinado adelante y las manos estrujadas a la espalda, lamentando la injusticia de que era objeto.
Me cebé contra Ángela rearmándome de argumentos, la acusé de vengativa patológica y en voz alta le achaqué la persecución de que en los últimos dos años me ha hecho objeto por el solo hecho de haberme ido a la cama con una amiga cuando aún no sabía que me vigilaba por todos los medios posibles. Me imaginaba sus réplicas, y a este paso pronto impostaré su voz tenue y aflautada, imitaré su malignidad embotada por una calma engañosa, su serenidad afilada, acusándome de mi traición. Aunque llevábamos años sin vernos y vivíamos ella en Madrid y yo en Granada, cuando la engañé con Esther ya me constaba el interés de Ángela por mí, manifestado por unas palabras de mi hermana, colega suya en el oficio de periodista y buena amiga suya.
Y así me pasé la mañana de ayer, arriba y abajo por el apartamento, dándole réplica mental y escuchando sus motivos, trabando una disputa imaginaria dentro de mi cabeza. Solo mientras me puse a leer Sol de Mayo, el extraordinario thriller de Antonio Manzini, dejaron las voces de resonar en la bóveda craneal. Pero la discusión se reanudó durante el almuerzo. Engolfado en una retahíla de recriminaciones, se me achicharró la tortilla de patatas, y también de ello la culpé. En la figura de Ángela convergen tantas fuerzas invisibles que es capaz de dominarme o al menos condicionarme el pensamiento, como un demonio grande me hace rabiar como un demonio pequeño, me atormenta tirando de hilos inaprensibles, me tuerce y retuerce contorsionando la marioneta en que me he convertido. Y yo alimento su poder magnificándola, satanizándola como ahora, y me posee como un espíritu al médium que ha tenido la imprudencia de invocarlo. Es como si también me hubiera hackeado el cerebro o instalado en los sesos un chip determinante. La obsesión me domina. ¿Cuándo considerará que he pagado por mi falta, dejará de perseguirme desde el mundo virtual y se materializará en la vida real? Se supone que cuando nos veamos simularemos que nada de esto ha sucedido. Lo cierto es que Ángela se ha convertido en mi bestia negra. Es un enemigo omnisciente, omnipotente, de poder omnímodo. Si pudiera dejar de pensar en ella podría creer que estoy remontando la partida, y ya basta de todo esto porque describiendo su poder sobre mí no hago sino confirmarlo y volveré a enzarzarme en la discusión con un fantasma.
En nuestro cotidiano paseo por el centro, puse en antecedentes a mi madre sobre mis problemas con la policía. Indignado, le planteé la posibilidad de denunciar el atropello, pero encogiéndose de hombros me aconsejó dejarlo estar. Tuve que morderme la lengua para no acusarla de estar aliada con Ángela. En los tiempos que siguieron a mis devaneos con Esther mi madre se negó a pasear conmigo con la falsa excusa de una imaginaria artritis.
Hoy he pasado la mañana recostado en el lecho. Agotada la energía del odio, la exasperación ha dejado paso al agotamiento y la medicación me ha hecho efecto. Por la tarde he reunido fuerzas para escribir un post sobre El Abrazo de la Muerte, la película que vi ayer, con lo que el blog recupera un aspecto de normalidad. Por lo demás, en estos dos días no he encontrado rastro del barbas que me espiaba.
                     
                                        

miércoles, 21 de noviembre de 2018

DIARIO DE UN PARANOICO, 21 de Noviembre: El asalto de la policía



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Camino de la biblioteca, esta mañana el barbudo ha vuelto a husmearme la sombra. Con su presencia Ángela intenta amedrentarme. No puedo recurrir a la policía para librarme de él. La policía está de parte de Ángela; de hecho está siguiéndome valiéndose de una tecnología policial, como si yo fuera un capo de la mafia o el cabecilla de algún cártel de la droga. Esta tarde ha sucedido algo que ha acabado de confirmármelo.
En el supermercado, una coliflor y dos manzanas coronaban mis dos  bolsas de papel de estraza. Abonada la cuenta, antes de alcanzar la salida me salió al paso un tétrico y truculento moreno de tez aceitunada y parche en un ojo, que extendiendo la siniestra sin mover los labios, por la comisura de ese lado musitó una letanía de corrido, y denegando con la cabeza para esquivar a aquel menesteroso, me hice a un lado.
-Por favor, venga por aquí –ahora me pareció un encuestador, de no ser por su tono funerario lo habría tomado por un vendedor deseoso de guiarme al stand. La espalda cargada, el tupido vello en los brazos y del nacimiento del cuello, la separación excesiva entre la nariz y la boca, lo acercaban a la especie de los primates.
-Será mejor que no ponga dificultades. Acompáñeme.
El vistazo al carnet plastificado en el interior de la cartera instantáneamente abierta me hizo consciente de la verdad. Volvió a extender el brazo a la izquierda, mostrándome el camino. Obraba con discreción, consciente de su vil condición. Por la derecha surgió la inevitable pareja, otro moreno que más joven, erguido pero igual de rígido, con idénticos rasgos parecidos a boyas vacilantes sobre una superficie traicionera, y con otro polo verduzco mosca, parecía el hermano menor, la versión mejorada de primero antes de ser corrompida por el ejemplo del mayor. Enmudeció el hilo musical; la promotora de chocolatinas abrió los ojos de par en par; se volvió el cajero, en la detenida cola se plegaron ceños y crisparon mejillas. Me dejé conducir entre ambos hacia la puerta entornada de un modesto despacho, seguramente del gerente. El más joven entró el último y la cerró. Hicieron a los lados las dos sillas de los visitantes y conmigo en medio nos quedamos ante la mesa. El mayor me escrutaba con la mirada sesgada de su ojo único. Siguió hablando con habilidades de ventrílocuo, como si a través de la garganta y la caja de resonancia del tórax sonara una grabadora:
-Está usted siendo investigado por un robo en este local. Vamos a proceder a registrarlo. Deje las cosas sobre la mesa –al callar tenía la costumbre de cloquear con la epiglotis: la tecla de apagado de la grabadora.
-Debe de ser un error. Yo no he robado nada.
-En una grabación de las cámaras aparece alguien clavado a usted guardándose en el bolsillo una alta de caviar. Le aconsejo que colabore.
-Oiga, aquí ni siquiera tienen caviar auténtico… Los cajeros me conocen.
-Precisamente por eso.
El mudo se puso a descargar una bolsa y para mantener la dignidad yo hice lo mismo con la otra. La mesa, por lo demás vacía, pronto empezó a parecer un puesto ambulante.
-¿Tiene el ticket?       
-¿También se supone que esto lo he robado?
Vacíese los bolsillos y ponga todo aquí encima.
Él se ocupó del resto de la otra bolsa. Ocluí la compuerta de los labios para obstruir la corriente de protestas y acabar cuanto antes. Deposité en la mesa el contenido del bolsillo izquierdo del pantalón: el cadáver de un pañuelo de papel usado, una pelusa larvada, un extinto bono de bus, un caramelo de eucalipto, el tintineante manojo de llaves, el ticket de compra y un papelito arrugado con las notas tomadas al vuelo para un relato nonato. Mientras con la actitud de un comprador desconfiado el joven cotejaba el ticket con los artículos de la mesa, el otro intentaba descifrar mis apuntes.
-Es la lista de la compra –le dije, para un policía nada hay tan sospechoso como la literatura.
-Aquí hay indicaciones muy sospechosas: “Quitar el dinero”… “Eliminar esto” –renuncié:
-De acuerdo, es el plan de…
-¿Un robo?
Impulsado por un movimiento en falso de su compañero, un tomate rodó por la mesa.
-Aquí esto no concuerda –la voz del hermano pequeño era, más que chillona, incisiva y aguda como la hoja de un cuchillo. Le indicó al mayor que en el ticket no aparecía una lasagna que ya goteaba en una esquina de la mesa. Éste le hizo saber que constaba como ultracongelado.
-El otro bolsillo, vamos.
Mi tenso puño dejó caer en la mesa el resto de una tableta de pastillas, un botón de repuesto envuelto en plástico, el envoltorio de un chicle, las monedas del cambio y la tarjeta sanitaria. Del bolsillo interior de la americana extraje el carnet de identidad.
-¿Es que no lleva teléfono?
Iba a replicarle que lo tenía intervenido, y que en nada parecían progresar las investigaciones de sus compañeros de la unidad telemática, pero fue más rápido:
-¿Y tampoco cartera?
Escandalizados, aquellos sabuesos dedicados a proteger la cartera de los potentados, no podían creer que nadie en su sano juicio renunciara a llevarla.
-Ni siquiera me han pedido que me identifique. ¿Qué clase de policías son ustedes?
-Lo conocemos perfectamente, puede estar seguro. ¿Y estas pastillas para qué son, para una noche de juerga? –me subió la temperatura corporal, la rabia ya borboteaba en la caldera de mi ánimo.
-Son tranquilizantes. Los llevo por si me topo con algún policía impertinente.
-Quítese la americana. Los zapatos fuera.
Por suerte eran de lengüeta y no tuve que agacharme para quitármelos. El joven se lanzó a husmearlos como un perro.
-¿Quieren también los calcetines? Les advierto que son de ayer.
-Ahora los pantalones y la camisa.
-Esto no va aquedar así.
-Desnúdese de una vez y ponga los brazos en cruz.

                                          

lunes, 19 de noviembre de 2018

DIARIO DE UN PARANOICO, 19 de Noviembre: El seguimiento



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Los días pasan como las páginas de una novela de terror; y eso que la vida debería transcurrir fácil para mí, un pensionista de mediana edad que vive solo, sin responsabilidades, apenas ocupado por la naturaleza de sus lecturas y por la escritura. Sin embargo, la persecución de Ángela me ha trastornado. El consumo de veinticinco gramos diarios de Olanzapina no logra tranquilizarme. Me gana la obsesión. Porque aunque solo nos hayamos visto un par de días tengo que decir que Ángela es el amor de mi vida y ardo en deseos de que abandone el asedio virtual con que me hostiga y aparezca de una vez en la vida real. A duras penas puedo concentrarme en la lectura. Estos días he leído El Ruido del Tiempo, de Julian Barnes, un análisis de la relación de Shostakóvich con el poder soviético.
En mi caso Ángela detenta el poder, nada puedo hacer que ella no controle. Ignoro por qué medio incluso me sigue por la calle, su ojo insomne todo lo ve, tal y como atestiguan su toma de contacto con tres técnicos de informática y con cierto abogado, con quienes solo me hube relacionado entrando en sus respectivos locales. Y es que al rato de contratar sus servicios ya los tenía en contra. Ignoro con qué medios, además del dinero, se captaba sus voluntades, supongo que les decía que era una broma de enamorados.
Ayer por la tarde, camino de la farmacia, detecté a un barbudo patizambo que me seguía como a saltos de un caballo de ajedrez, y un punzón de hielo me horadó el corazón. En la farmacia, tras insertar en el ordenador mi tarjeta sanitaria, se negaron a facilitarme la medicación porque al parecer el médico me la había anulado. No es la primera vez que Ángela logra hackear el sistema informático del Servicio Andaluz de Salud. Esta mañana el asombrado médico de cabecera me ha reactivado la medicación. A la salida de la farmacia, acalorado, vi al barbudo que sonándose con un pañuelo de papel me aguardaba junto a un escaparate de la acera de enfrente. Me siguió hasta el supermercado abierto los domingos por la tarde, y de aquí hasta casa. Lo peor que puede pasarle a un paranoico es que lo sigan de verdad.
Más tarde, a través de un ángulo de la cortina de encaje del salón lo vi merodear por la calle y me sentí caer de vértigo desde la tercera planta a la acera. Sin duda, es un esbirro de Ángela, que ya no tiene bastante con su seguimiento a través del sistema de localización que le procura, como a través de las telepantallas de 1984, de Orwell, información acerca de mis movimientos. Por la noche, después de ver Trono de Sangre, la adaptación de Kurosawa de Macbeth al Japón antiguo, vi que el barbas aún hacía guardia apostado junto al kebab de enfrente. Hoy no ha hecho acto de presencia. En el paseo dado con mi madre por el centro no ha vuelto a aparecer. Por supuesto que mi madre no ha creído en su existencia. La presencia de Ángela solo se ha hecho notar en el ordenador portátil. Durante largo tiempo, el cursor, como atenazado, no me ha obedecido en mis intentos por salir de Twitter.
                                        




sábado, 17 de noviembre de 2018

DIARIO DE UN PARANOICO, 17 de Noviembre: El asedio



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Me roen las ratas grises del frío. Aislado como un preso o un loco, asediado por el ansia de una mujer y por mi propia ansiedad, acechado por sus asechanzas, hoy sábado, con una manta sobre los hombros y de madrugada, vuelvo a escribir en el blog. Sin embargo, no será el típico post sobre alguna película recientemente vista, sino la primera entrada de un triste diario. Y es que por culpa de Ángela todo lo que me era favorable ahora me es adverso. Todo lo familiar, hostil. Lo tranquilizante, inquietante. Mi ideal se ha transformado en un peligro. El sabor de la vida se me ha desazonado. Ni siquiera aquellas Furias griegas podrán dañar tanto como una mujer celosa encelada en tender celadas. Tengo hackeada por ella mi cuenta de Twitter y de correo electrónico, me ha monitorizado el teléfono y lanzado un virus en mi ordenador para controlarlo. De nada me valen formatearlo o cambiar de teléfono; al instante ella se encarga de hacerme saber que el asedio persiste. La he denunciado a la policía pero su padre, teniente de la comisaría central, se habrá encargado de que la denuncia no prospere. Si salgo a la calle, mis pasos son vigilados. Ella ha vuelto contra mí a todos mis familiares y amigos, que me hacen el vacío.
Al menos he convocado todas mis fuerzas para emprender este diario rompiendo mi bloqueo mental, correlato del cerco de peligro, del círculo de fuego que me acorrala. Terribles sucesos me impedían emprender un nuevo escrito. Incluso casi he abandonado el blog cinéfilo que tantas alegrías me ha deparado. El agotamiento de mi inventiva es garantía de sinceridad. No me hallo en condiciones de inventar episodios ni de estructurarlos, de cambiarlos o combinarlos, me limitaré a narrar los hechos con verdad y naturalidad, tal y como vayan sucediéndose. Escribir me desentumece los dedos y el espíritu. La mesa deja de parecerme un catafalco, el sofá y las sillas han dejado de jugar a las estatuas. Ningún monstruo se agazapa detrás de la pantalla de plasma. Ya hace menos frío. Pero hay algo que nunca cambiará: esa mujer y yo nos hemos convertido en las dos caras de una moneda. Y por supuesto, ella es la cara.
Mientras escribo, el cursor emprende por su cuenta un bailoteo o guiño circular de burla o irrisión. Ella tampoco duerme. No sé si me permitirá publicar estas líneas.
                               

lunes, 5 de noviembre de 2018

WINCHESTER 73



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Soy exacto y seguro, raudo y letal,
bello y peligroso como una mujer fatal,
solo que yo no estoy en venta, no tengo precio, valgo la vida,
soy frío y tranquilo, pero presto a explotar como un loco,
con un único ojo y perfil afilado, todo yo un solo falo,
uno entre mil,
como a un fetiche me adoran Grant, Wyatt Earp, Bufalo Bill,
tengo la culata de cachalote, incrustaciones de marfil,
todos los pistoleros venderían su alma por mí,
hablo con balas como otros con palabras directo al corazón,
soy un rifle de repetición,
uno de los cuarenta y tres Winchester 73,
el Stradivarius del sicario, Guarnieri del pionero,
pertenezco a los hombres que tañen la música de la muerte,
unas percusiones que repercuten y puntúan el silencio fúnebre,
y aunque he tenido dueños buenos y malos
como Lin y Dutch, estos dos hermanos,
parezco condenado a caer en poder de los peores,
y como la belleza doy mala suerte a quien me posee
o quizá la muerte atrae a la muerte como la sangre a la sangre,
todos pelean por mí, se creen con derecho a poseerme,
tal vez como ciertas mujeres extraigo lo más cruel de los hombres
y atraigo a cuatreros y forajidos, a atracadores y asesinos,
ojalá alguna vez cayera en unas manos que me merezcan,
inocentes y blancas, de pan,
como las de Lin,
cuya puntería me ganó como premio en Dodge,
y de Lin por una emboscada negra pasé a Dutch
y de Dutch por arte del póquer al comerciante Lamont
y de Lamont por la fuerza a un sioux
y del sioux por la necesidad del azar al forajido Miller
y de Miller por la codicia verde a su colega Johnny Deen
y de Deen otra vez de vuelta a Dutch
y de Dutch, quién sabe, ojalá de vuelta a su perseguidor Lin,
todos pelean por mí,
ya estoy resignado a ir de mano en mano,
me pregunto por qué entre el bien y el mal,
esas dos caras de la moneda del azar,
siempre me ganan los asesinos, el hombre letal,
será porque albergo el relámpago de la muerte potencial.