sábado, 30 de marzo de 2019

EL ASEDIO: La despedida.


        Resultado de imagen de henri toulouse lautrec obras

-¿Por qué no te vas con Pepe en la furgoneta? –las luces han dejado de vacilar-. Tenía pensado salir de madrugada para llegar a la ciudad temprano, en cuanto se abra el mercado de abastos… No te preocupes por las copas, a Pepe le quitan el sueño y conduce mejor. Llevo años intentando convertirlo a la vida sana pero no hay forma. Dice que el alcohol le mejora la vista. Jura que ha llegado a la ciudad en solo tres horas, un récord histórico.
-No podré pagarle.
-¿Andamos justos? Yo te cobraría en especie, pero Pepe tiene otros gustos… En serio, tómalo como un favor… a fondo perdido.
-Entiendo, lo haces para joder a Candy.
-Pagaría por verle la cara cuando sepa que te has escapado. A esa tipa todo le sale mal y supongo que tu ex no pagará los fracasos.
El cráter de un mohín socava la luna llena de su cara. Llega el carnicero, rozagante y ansioso por salir. No deja de tentarse la ropa ni de subirse los pantalones sobre el vientre protuberante, y una y otra vez se vuelve a mirar atrás, mientras nos refiere que los bomberos acaban de abrir la carretera. Ha cambiado de planes, en voz baja confiesa que prefiere tomar las copas en cierto local de carretera. Salus acepta de buen grado, se siente decaído, subraya su languidez con un suspiro y asegura que le vendrá bien acostarse temprano.
Solo bebemos un café en la penumbra del cibercafé. Como pago a su amabilidad les trazo un esbozo de mi historia. A la escucha, la cara de pan de Salus, un pan redondo inflado con exceso de levadura, se parte en desiguales trozos. Al final prorrumpen en anatemas contra las mujeres. Pepe anima los posos del café con una dosis de coñac, se ciñe el cinto un orificio más allá, y al fin se serena. Salus nos abre la persiana. Salimos a la noche clara y a la vez oscura.
Mientras Pepe ultima los preparativos del viaje, junto a la furgoneta Salus y yo ensayamos la despedida. Oprimiría con un abrazo sus carnes fofas y hasta imprimiría sendos besos en las flácidas mejillas, infestadas por disolutas mejillas, reverdecidos por el prurito de reventárselas, si no fuera por sus exhalaciones a ajo y rastrojos. Le tiendo la mano y siento la suya lábil y hábil, helada y resbalosa, pringosa, lubricada como si acabara de comer churros fríos o de engrasar una pistola y no se hubiera lavado. Tiene los ojillos hundidos en pliegues de pesar, anegados, opacos de pena. Turbio de tristeza, purpúreo de lástima, todo él parece salido de una charca de lágrimas.
-Dale saludos al amigo Franz  cuando vuelvas a escribirle.
-Creo que a partir de ahora me limitaré a leerlo.
-Dile que se anime y se venga. Aquí lo tiene todo pagado.
-Anda pachucho. Le han prescrito tomar las aguas.
-Pues dicen que las aguas del arroyo son medicinales. Y no va a encontrar un clima más sano que éste.
-Creo que no te he dicho que escribe. Y ha conseguido publicar sus novelas a última hora, gracias a un fiel amigo.
-No hay nada mejor que un amigo.
-Aunque a él le daba igual porque lo que necesitaba era escribirlas, y le daba igual lo que fuera de ellas una vez que las terminaba. Esto mi ex no lo entendería, ella hace todo lo contrario, publicar sin escribir… Te mandaré las obras completas de Franz.
-Ahora voy a sentirme más solo que nunca.
-También te mandaré mis novelas, me hace ilusión que leas la última, te llevarás una sorpresa. Si es que logro publicarla… No pongas esa cara, la verdad es que no pinto, escribo… Y volveré, volveré pronto. ¿Sabes? En realidad es como si no me fuera, nunca me iré verdaderamente de aquí.
Abro la puerta del copiloto y desde el fondo de la medianoche se acerca una arritmia de ladridos. Galopa por la plaza un destello pardo, se precipita un tamborileo de pezuñas, un fuelle de jadeos y como jugando a privarme del sitio Viento salta al asiento. Lo acaricio con regocijada sorpresa. En mi afán por eludir posibles añagazas y asechanzas del hombre de las mil caras, al optar por no volver a casa, había olvidado a mi reciente amigo. Con la excitación del rastreo, al carrera y el reencuentro, ha olvidado sus magulladuras. Aunque en la ciudad yo mismo me encontraré sin techo, y con su compañía y ataviado con las raídas ropas del abuelo compondré la figura arquetípica del mendigo, no puedo sino aceptar su lealtad.
Arranca Pepe. Con Viento en el regazo se me atenúa la tristeza de abandonar el pueblo a escondidas y a medianoche, sin equipaje, como un prófugo. En realidad nunca he pertenecido a ninguna tierra ni a nadie. Mi querencia se reduce a una casa, a la fidelidad de los viejos afectos, a un puñado de recuerdos en gran medida recreados. Y he descargado en Salus buena parte de tristeza. Me asomo para dedicarle un último saludo: lo veo inmóvil, solo en la noche, y retrocede hasta el fondo de la plaza con el brazo levantado y extendido a la nada.
-Bueno, por fin han controlado de verdad el fuego –comenta Pepe al volante. Próximo a su destino, el mentado burdel de carretera, se ha desabrochado los botones superiores de la camisa de volantes para lucir entre la pelambrera del pecho de lobo la virgen auspiciadora de una medalla de plata-. Los bomberos dicen que la otra vez se reavivó por causas naturales, el viento y esta sequedad que tenemos. Todavía no está extinguido del todo, pero ya solo es cuestión de tiempo. Incluso han detenido al culpable de haberlo provocado.
-Ah, no sabía. Estos días he estado algo aislado.
-Ha sido el Farias. No sé si lo conoces, es el tonto del pueblo, ése que a todo el mundo le pide un puro. Él mismo ha confesado.
-Si está trastornado, puede que su confesión no sea tan fiable.
-Han encontrado gasolina en su choza. Lo indignante es todo lo que en la plaza se ha dicho en contra del Tuerto, el dueño de las tierras –quizá por la pasión o por la cercanía del local, conduce con intensidad inusitada, los nudillos se le blanquean de tanto apretar el volante, vibra el asiento y venciéndose a uno y otro lado traza con el cuerpo el dibujo de las curvas-. Que si quemó la alameda para que se la recalificaran, que si tenía la madera asegurada por encima de su precio, que si prendió el depósito de neumáticos para vengarse del dueño, en fin… Y cuando supieron que el Tuerto estaba de viaje  dijeron que era una coartada y que había encomendado prender el fuego a un cómplice. Algunos incluso se han atrevido a mencionar a Salus. Como el pobre es como es, todos se ceban en él. En cuanto pasa algo lo convierten en el chivo expiatorio. Y ahora, con la detención del Farias, nadie se acuerda de haber dicho nada… ¿Ves esa luz roja? Salus dice que andas justo de parné.
-Sí, te espero aquí.
-Yo también tengo el presupuesto ajustado, así que  no será más de media hora.
                 
                                                                                                         

jueves, 28 de marzo de 2019

EL ASEDIO: Traidora.



       Resultado de imagen de george seurat obras

Avanzo entre el insomnio de los vecinos, temerosos de ser desalojados por el fuego, y la irrealidad de sueño de esta luz nívea intoxicada de humo, confundido en los claroscuros de la luna, a través del juego de sombra y resplandor impuesto por la carrera de las nubes. Quienes me atisban por las ventanas, portador no ya de la espada sino de una peluda alimaña flamígera, me confundirán con el ángel de la expulsión. También yo tengo fundados motivos para la inquietud y una y otra vez me vuelvo intentando discernir a mi camaleónico perseguidor. Pero, cómplice de las sombras, inquilino de lo oscuro, si me sigue sería imposible detectarlo. ¿Persistirá en su disfraz de cazador o habrá adoptado el de lugareño? El hombre de las mil caras o máscaras es un enemigo portentoso. Los disfraces significan la personalidad múltiple, la locura y la pesadilla, el miedo ancestral. El carnaval es la muerte.
No encuentro el número trece en ningún umbral. Sobre el ángulo de unos visillos bordados con molinos de viento me observan unos ojos de roedor, y cuando le hago señas de que me abra para consultarle sobre la numeración, caen los visillos y el silencio sobre mí, el desaforado forastero que con el fulgor de la venganza en el ceño trae una cabellera arrancada en la mano. Otra nube ciega el ojo de la luna. Como fuegos de artificio a lo lejos se espolvorea un enjambre de chispas fuliginosas.
Con un chirrido de película de terror una puerta va abriendo en un porche de granito un ángulo de luz. Bajo el pretencioso tímpano sostenido por columnas corintias, neoclásico rural en una casamata, en el vano iluminado de rosa se inscribe una figura con forma de pera. A la luz del farol de hierro forjado y de mi llameante rencor lo reconozco.
-Ah, eres tú –me dice la voz contrita, turbia de vergüenza. En la penumbra la cara de Salus parece cenicienta, deshojada de las primeras capas de grasa, y ofrece una textura entre piedra pómez y lava cristalizada-. Pasa. Hace una noche terrorífica, de pesadilla. Y para colmo la luz se va y viene. Quería hablar contigo.
Me lee la negativa a entrar en el ceño crispado, encrespado. La desconfianza viene a enfriar mi indignación. Es posible que me haya tendido una trampa, que adentro me aguarde el hombre de las mil caras.
-Tranquilo, no te voy a meter mano, hombre. Pepe, el carnicero, está a punto de llegar, si no quieres estar a solas conmigo… ¿Qué, nos ha comido la lengua el gato?
-La gata, en todo caso.
Le descompone la expresión un calambre en los músculos del rostro. Le ha molestado mi réplica o trata de contener un dolor íntimo.
-Todo lo pones en femenino, a ver si vamos a ser homófobos.
-Esto es tuyo –le tiendo la peluca-. Hace unos días te lo dejaste en el patio.
Al ver el bisoñé se envara, rígido de desconcierto. Ya no puede mantener la ilusión de que sus merodeos por mi casa me hayan pasado inadvertidos. No se molesta en reprimir el siguiente lamento y sin disimulo se lleva la mano a la rabadilla, quejoso de haberse partido la crisma en su caída desde lo alto de la tapia.
-La próxima vez te dejaré una escalera para que puedas mirar tranquilo –toma la peluca. Aun en sombras parece mustio, mohíno, amilanado, cabizbajo de oprobio.
-Aunque no te lo creas, esta noche no he ido a mirar. Iba a avisarte de algo importante.
-¿Y por qué no llamaste? –le pregunto para sondear su inventiva.
-Iba a hacerlo cuando oí voces. Y me encaramé a la tapia para confirmar que estabas con esa lagarta.
-Ahora me explico lo mal que te cae.
-No podía hablar delante de ella. Felipe, te ha engañado. Está conchabada con tu ex.
En un relámpago intermitente parpadea la luz del farol y del resto de la calle, y en uno de esos pestañeos de duda me deslumbra la certeza de que Salus dice la verdad. Recuerdo que Ángela ya se ha aliado con una mujer, Victoria, mi derrota, en cuyo desordenado lecho concebí mi desgracia, aquella nefanda rubia cuya explosiva belleza hizo detonar mi vida tranquila y, si no exitosa, sí próxima, contigua al éxito. He tenido la iluminación de que Salus no miente. Mi hígado lo sabe, mi corazón lo sabe, mis testículos lo saben. Solo mi inteligencia y mi razón, más lentas, aún no lo aceptan.
-Venga, eres tú quien la tienes tomada con todas las mujeres. Eres un misógino.
-Te lo voy a demostrar. ¿Por casualidad has quedado con ella en que os iríais en un camión frigorífico o algo por el estilo?
-Un tal Paco, proveedor tuyo.
-Te han tendido una trampa, ese tipo no existe. Los pocos congelados que tengo los compro del mercado o me los trae Pepe. Él mismo puede decírtelo en cinco minutos –el siguiente parpadeo alumbra una cara entumecida de desengaño, abrumada por una grisura decepcionada pero honesta-. Esta mañana la he escuchado hablar por teléfono. Lo hacía bajito, pero tengo buen oído. Sabía que no era trigo limpio. Es una emboscada. En la caja del camión vendrán escondidos dos matones que en cuanto salgáis del pueblo van a reducirte… En fin, debe ser una suerte tenerte secuestrado.
                 
                 
                                                                   

martes, 26 de marzo de 2019

EL ASEDIO: Un escarceo sexual.



                     Resultado de imagen de picasso obras

Los relinchos de las sirenas me alarman; para aplacarme Candy me enreda los músculos crispados en la hiedra de su abrazo. Me asegura que solo se trata de una dotación especial de bomberos. Sus obscenas palabras a media voz no logran el objetivo de reanimarme. En la penumbra el deseo le surca la cara caprina de avidez y expectativas. Vuelve a intentar tranquilizarme. No se trata de la policía. La llegada de nuevos efectivos solo significa que las autoridades regionales al fin se han tomado en serio la magnitud del incendio. Expresa sus deseos de que detengan al incendiario, el sinvergüenza de Salus.
A través de la raída esterilla de cáñamo los nudos de nogal del suelo del porche se me clavan en la espalda. Intento distinguir sobre la tapia alguna silueta o revuelo de hojas. Según me han confirmado los balidos de Candy, lejos de enfriarme la pasión, ha potenciado mi capacidad la conciencia de una presencia extraña. Durante nuestro escarceo no he dejado de tener la impresión de que desde la tapia nos observaba alguien armado de un arma blanca que helaba la noche. Un arma filosa que todo lo enfriaba menos a mí. Entre las hojas de la parra relucen dos cuentas de ámbar al acecho. Exclama Candy:
-Ah, qué bien, otra vez en forma.
En forma y hasta el fondo. Explota la pompa del chicle y nos volvemos a enzarzar –zarza en llamas que tardará en arder-. También a ella se le encienden las pupilas y sus uñas se clavan a mi espalda casi con la misma violencia que ha sufrido Viento, mi pobre perro. Magullado y herido, enroscado de desengaño, en un rincón se lame las heridas, indiferente a nuestros embates en el suelo y a la alimaña que nos observa. Se le ven el vientre y las zonas de pelaje ralo cruzadas de arañazos. Ya se le ha apaciguado la histérica agresividad que lo llevó a recibir a Candy también él de uñas. Conmigo presente se siente protegido y con hipocresía humana, optando por la tranquilidad, prefiere ignorar la presencia de su enemiga. Se apagan las cuentas y la presencia felina desaparece de la tapia. Naturalmente la observadora era la gata armada de sus uñas afiladas. ¿Será posible que su mirada me haya excitado por personificar a Ángela? ¿Seré el único hombre que con una amante entre los brazos fantasea con su mujer legítima? Intento convencerme de que lo que me ha espoleado es imaginar que nos observaba mortalmente ofendida.
-Uf, ahora seguimos, dame un respiro.
Y ahora me acomete la sensación de que nos observa otra espía que también esgrime su arma, un arma que de momento permanece gélida como la otra, pero que en cualquier momento se inflamará, ardiente. Supongo que será un revólver, frío antes del disparo.
-Estoy preocupado por Viento. En cuanto lleguemos a la ciudad lo llevaré al veterinario.
-Solo son unos cuantos arañazos –la voz suena decepcionada, no por la levedad de las heridas.
-Se le pueden infectar.
Con la sombra de nuestro silencio discurre el de la luna. El paso de la nube deja que las copas de los árboles y la tapia vuelvan a perfilarse en la luz láctea.
-¿Sabes? Después de todo lo que te ha hecho tu ex, le estás transfiriendo tus heridas al perro y te identificas con él –he aprovechado la cena para verterle mi historia. Llevaba tiempo sin perfeccionar mi diatriba contra Ángela, pero no ha resultado satisfactorio-. El año pasado me matriculé por libre en Psicología y estuve a punto de aprobar una asignatura, se tiene que notar.
Un maullido saja la media luz ahumada por el fuego. Gañe Viento y mi erección no se hace esperar. Candy cabalga de nuevo. A la luz de la luna llena entre balidos su cuerpo palpita como una rama de álamo crepitante al viento. Me desdoblo en actor porno y espectador. O más bien voyeur en un parque nocturno pero también el guarda, espectador del filme porno pero también el director de la película, el responsable de la puesta en escena. De ellos no sé quién vislumbra el borde de la tapia, en busca de la gata. Negra es la noche, incluso de luna, parece una sombra de sí misma. En la dirección del incendio oscila el reflejo de un resplandor incandescente. Siento que de lo alto pende una amenaza mefítica, un desalentado aliento, un horror sin nombre. Es como si sobre nuestros cuerpos fuera a caer una maldición. ¿Irá la gata abalanzarse sobre nosotros? Y sin embargo, ahora no me parece tan terrible. El peligro me excita. Me recuerda al despertar en que Ángela me confesó haber soñado que desdoblándose había hecho el amor consigo misma, y conforme me contaba cómo venciendo su último escrúpulo deslizaba su lengua por su propia piel hasta probar no ya el sedoso sabor de los pezones sino el salino y aterciopelado de su sexo, pasé del desdén por su narcisismo a una excitación que culminó en uno de nuestros escasos éxitos sexuales de los últimos tiempos. Me retrotrae al presente el coro de balidos que me hace creer en medio de un rebaño. Sobre la tapia, por un instante horrísono, un rayo de luna ha iluminado una careta porcina, una cabeza de cochinillo, especie de aparición demoníaca. La luz blanca ha chillado como un cerdo en el matadero. El cerdo ha disuelto el rebaño, los balidos han enmudecido.
-Ya flojeas.
Me quedo clisado en el aire negro instantáneamente vaciado por el demonio con cara de cerdo. Hasta que un zumbido y los subsiguientes lamentos explican el suceso racionalmente.
-Ya está ahí el maricón de Salus.
-Qué coñazo de tío. Justo cuando iba a correrme.
Descabalgado por Candy, me incorporo y me visto con brusca celeridad, recobrando a puñados la ropa de la mecedora.
-Me va a oír.
-Es un mirón.
-Un tipo asqueroso.
Me abrocho los zapatos.
-Y un espía. Ahora que me acuerdo, un día lo oí hablar de ti por teléfono. Supongo que con tu ex, después de saber lo tuyo, me cuadra.
Caigo trastabillado en la carrera de sacos que con los pantalones por los tobillos he emprendido para alcanzar la camisa del alféizar de la ventana.
-¿Estás bien?
-¿Qué número tiene la casa?
-El trece, ya sabes que se entra por la calle de atrás. No se te ocurra decirle que te vas o lo sabrá el enemigo… Yo que tú pasaría de él.
-Me las va a pagar todas juntas.
-Le vas a dar un susto. Es a mí a quien espera… Yo me voy a la cama, mañana salimos a las siete. Paco es puntual.
-Elige la habitación que quieras o quédate en la mía.
-Tú también deberías descansar, no vale la pena que pierdas el tiempo con ese salido.
-Desde hace tiempo tengo que devolverle algo.
                 
                 
                                                                              

domingo, 24 de marzo de 2019

EL ASEDIO: La escapada.



                 Resultado de imagen de manuel viola obras

Salvé la cuneta, y sintiendo el repiqueteo pedregoso en el vientre del coche y los arañazos de ramas y bofetadas de hojas en las ventanillas, a saltos logré conducirlo tras la fila de olmos y cipreses, y ocultarlo entre la fronda del moral. Desde el interior esperé a que pasara de largo del mugido del utilitario. A la exhalación de su paso respondió la mía de alivio.
Después de concederme un descanso táctico, me puse a hacer autostop. Ni llevaba ruda de repuesto ni habría sabido cambiarla. Tampoco eché de menos el teléfono para llamar a un taller; comprendí que tarde o temprano el Audi me acusaría y convenía abandonarlo.
El tránsito seguía escaso. Una oscura y fría vibración creció desde el fondo de la tarde. Reconocí el monovolumen, de vuelta, y una peluda garra me estrujó el corazón. Consternado por mi error supe que, perdida la noción del tiempo, había vuelto demasiado pronto a la carretera. Y ahora me quedé paralizado de espanto, como un espantapájaros custodio de las moras. Se acercaba lentamente, en misión de reconocimiento. Después de perderme la pista el canijo rehacía el camino, oliéndose la treta. En tal situación me habría delatado salir huyendo, debí a mi falta de reflejos el acierto de no hacerlo. Recordé La Carta Robada, de Poe, auné los restos de mis arrestos y agitando el puño con el pulgar enhiesto me puse a hacerle a mi enemigo ostensibles señas de mi presencia. Proclamaba mis deseos de hacer lo último que en verdad quería, subir al coche de Drácula.
Al pasar a mi altura, sobre el filo del cristal bajado me miraron sin verme las cuentas o canicas de zorro disecado, y siguió adelante. Me esforcé con ahínco en quedarme allí plantado como un boniato hasta que se perdiera de vista. Avanzaba tan moroso que varias veces creí que se detenía, antes de decidirse a dar la vuelta. No lo hizo. Antes de que a lo lejos se desvaneciera el atroz espejismo frenó un desfasado modelo de Mercedes en dirección contraria a la suya. La puerta abierta me invitó a sentarme junto a una sexi sexagenaria. Si bien su atractivo no se debió a mi situación apurada, se acentuó cuando supe que su trayecto coincidía en parte con el mío.
La pícara dejó claro que estaba recién divorciada, se dio maña en manejar con picardía la palanca del cambio de marcha y cada vez que intentaba bajarse la ceñida falda exhibía una porción más alta de su muslamen. Locuaz, estaba resuelta a compensar décadas de recatado silencio. Acepté su propuesta de cenar, más que para despistar definitivamente al tullido, como desplante a Ángela, desplante o reivindicación personal, pues no me estaría vigilando; por una vez lamenté que así no fuera. Descartamos dos restaurantes de carretera y optamos por un parador. Telefoneó a la amiga que la esperaba, su anfitriona, para retrasar su llegada.
A la mañana siguiente retomamos el camino. En vez de dejarme en el cruce, tuvo la amabilidad de adentrarse en el zigzag de la carretera de montaña, y quizás como pago a los repetidos éxtasis que la había hecho coronar en la noche, ascendimos las cimas de la sierra. Después del sube y baja del tobogán, evocador del toma y daca de la habitación, me dejó en la última falda, al pie del valle, cerca del pueblo. Prefería rodearlo a pie para entrar discretamente por el camino de la vaquería. Llegué trastornado, arrasado por una avasalladora tristeza postcoital. Desde el desayuno, en la cama, venía sosteniendo una discusión imaginaria con Ángela, y ahora el querido valle de la infancia me pareció una depresión del terreno adonde confluían mis justificaciones y recriminaciones como desprendimientos de una tormenta infernal.
                 
                                                                                                                     

viernes, 22 de marzo de 2019

EL ASEDIO: A escape.



               Resultado de imagen de rafael canogar obras

Por las ventanillas parecían hundirse en el pasado y el olvido los polígonos industriales, las fábricas del cinturón, las ciudades dormitorio, las chabolas arracimadas en los eriales, el típico paisaje insulso, romo, baldío que plano de trigales  y obtuso de raquíticos arbustos se distinguía desde los pisos de las afueras. Tenía la sensación de alejarme, más que de toda mi vida, del último período, una época funesta. Sentía que el terremoto de dos semanas atrás en verdad lo había asolado todo. Ya volvería más tarde, cuando la ciudad se reconstruyera. Con el correr de los quilómetros se me instaló en el asiento de copiloto un monstruo de dos cabezas, una tristeza benéfica y una alegría malsana. Eran dos siameses complacidos en martirizarse uno al otro que hubiera recogido haciendo autostop.
En el límite de la provincia dejé pasar un área de servicio y no tardé en arrepentirme. Con la boca seca, después de las vicisitudes iniciales, había bebido demasiada agua y tenía la vejiga llena. En un tramo llano y poco transitado, plagado de baches y socavones, por el retrovisor vislumbré que al fondo un autobús era rebasado por cierto auto bastante alto. Tan inusual adelantamiento me llamó la atención. Su silueta oscura reverberaba con vibración de espejismo. Pero yo debía ser el oasis, a juzgar por la velocidad con que se me acercaba. En el espejo crecía el auto al ritmo de la sospecha y de mi vejiga hinchada. Cuando reconocí el monovolumen, el miedo estuvo cerca de reventarla. No podía parar a orinar en una cuneta. Al ceñirme demasiado tarde a la única curva de la comarca casi me salí de la carretera. Pese a mis intentos por evitarlo, el canijo debió detectarme a la salida de la ciudad y me había seguido de lejos.
Aceleré: tenía que sacarle ventaja para que no me viera deslizarme por el siguiente cruce. Me perjudicaba la orografía; como una cremallera la carretera abría la dilatada llanura en una infinita recta. Y lo peor era que, si  no su punta de velocidad, su habilidad al volante era muy superior a la mía. Sin duda, a ella debía su reclutamiento. Se acercaba paulatina, implacablemente. Me retorcía en el asiento, la vejiga desbordante. Definitivamente, no estaba en mi elemento, aquella persecución era más propia de las novelas de Ian Fleming o Cormac McCarthy. Mientras les narro aquellos sucesos, señoras y señores, yo mismo advierto la deficiencia de mi prosa en el género de acción. Ya les he advertido que no estoy acostumbrado a la violencia. Lo cierto es que pronto lo tuve a rebufo, y quizás por un acceso de pánico, a una visión epifánica, desde un helicóptero imaginario que sobrevolara la llanura, de la carretera desierta salvo por el Audi blanco inmediatamente seguido por el monovolumen negro, en aquella película de terror persecutorio, siguió el primer plano, tras el parabrisas, del rostro zorruno del tullido, ensanchado por la ballesta de la sonrisa.
Aceleró, propulsó la mandíbula de hierro de su parachoques y con ella me impactó. Se hizo atrás y volvió a embestirme. Una y otra vez su proa metálica se topaba con mi popa. A la enésima cornada mi frente casi se estampó con el parabrisas. Y no habría tardado en expulsarme del asfalto de no ser porque alcanzamos a una ralentizada camioneta, la última de una fila demorada por un tractor traqueteante. Paciente y letal como una serpiente, el canijo se mantuvo detrás. Ahora hablaba por teléfono, consultando a su compinche o pidiendo instrucciones a Ángela, su patrona.
La línea recta de la mitad de la carretera se hizo discontinua y los primeros vehículos empezaron a adelantar al tractor. Llegado mi turno, tuve la sabiduría de no hacerlo; ante un testigo no me atacaría. Pero me acometió con un leve toque a modo de aviso del choque que me esperaba si no adelantaba. No tuve más remedio que hacerlo.
Una vez dejamos atrás al tractor sentí cómo una sorda exhalación abría un orificio en el parabrisas. Y siguieron varias pulsaciones que succionaban el aire como una sucesión de pizzicatos, y acompañé el ritmo de tales percusiones –disparos- con una danza en zigzag del Audi. Por la ranura de la ventanilla zumbaba un viento que acarreaba negros haces de miedo. Tuvo que ser otra fila de autos la que me libró, ésta interceptada y mucho más larga que la previa. Nunca pensé que me aliviaría tanto una retención, y no solo de orina.
Al saber que se trataba de un retén policial experimenté una mezcla de sentimientos. Me había librado del tullido para caer en las garras de hierro de mi ex suegro. Ángela contaba con tantas fuerzas a su servicio que éstas entraban en conflicto y se estorbaban unas a otras. Me volví: el flaco volvía a hablar por teléfono. Me pregunté cómo habría disparado casi con puntería, debió asomarse por la ventanilla dejando las muletas al volante. Colgó, y ante un Mini que se acercaba, maniobró dando con desparpajo media vuelta y se alejó por el carril contrario. Ángela prefería un trabajo limpio y civil, sancionado por la Ley.
Apenas avanzaba la cola, las identificaciones y registros parecían minuciosos, y aguardé a que el monovolumen se alejara, a riego de que tras el Mini llegaran otros vehículos que me impidieran imitar la maniobra de mi enemigo. Tuve suerte, para llevarla a cabo, quizás demasiado pronto, me bastaron unos manotazos al aire que exhortaron al conductor del Mini a hacerse atrás. Aunque yo no fuera el objetivo del control, los orificios de bala del parabrisas habrían despertado el interés de la policía.
Me desvié por una provincial y a través del enrevesado pero exacto, desaforado pero minucioso plano mental de mi manía persecutoria y de mis apremios fisiológicos, destejí parte del trayecto en un laberíntico rodeo, tracé revueltas y destrencé bifurcaciones, y cuando me desorienté una sucesión de dobles errores debieron ponerme en el buen camino, pues media hora más tarde recobré el trayecto al pueblo a través de la provincia intermedia. Para entonces mi cuerpo era una vejiga hinchada, gigantesca, un cántaro rebosante, un pellejo henchido. Paré a vaciarla de una vez. Por un momento permanecí inmóvil, al menor movimiento la vasija se desbordaría, derramaría su contenido.
De vuelta al coche respiré aliviado. Arranqué. A través de las ventanillas haces de luz aquietaban el interior con un hálito de paz luminiscente. Miré desafiante el retrovisor, aquel maldito cojo no volvería a molestarme. De un cambio de rasante surgió, vibrante, el espejismo real del monovolumen negro y una astilla de hielo se me clavó en el corazón.
La dirección dejó de obedecer al volante. El cabeceo agónico de Audi me hizo saber que había pinchado.
                 
                                                                                     

miércoles, 20 de marzo de 2019

EL ASEDIO: Persecución.


       Resultado de imagen de manuel rivera obras

Una vez hube comprobado que era imposible despistar a tan avezado conductor, me enfrenté a la incógnita de mi destino. Después de haber adoptado tantos itinerarios aleatorios intentando dejarlo atrás, y de que indefectiblemente el monovolumen negro reapareciera en el retrovisor, caí en que carecía de ninguna dirección fija adonde dirigirme. Tantos trayectos arbitrarios, repentinas curvas, improvisados cruces y desvíos en el último instante, aquella maraña de imprevisibles y erráticas direcciones con el único fin de eludir al utilitario, me habían conducido a la constancia de que carecía de plan alguno, de fin de trayecto. Y con el tullido persiguiéndome y el estudio vigilado por la policía, tenía la retirada cortada. ¿Adónde ir?
Según mi costumbre, tomé la circunvalación para rodear la ciudad al tiempo que daba vueltas a la cabeza y revolvía la mente en busca de una respuesta. No me quedaban amigos ni conocidos a quienes recurrir. Mi madre se escudaría en la intransigencia de su compañera de piso para negarme asilo. Y era fácil que unos y otros me buscaran allí. Pero pensar en ella me inspiró, al acceder a la rotonda de la fuente de mármol ornada con personajes mitológicos, nereidas y tritones, que coronados por arcoíris traslúcidos a través de las salpicaduras de sol, desbordaban de pasiones humanas, la gloriosa idea de dirigirme al pueblo. Me felicité por la manía de portar en el llavero la llave de la casa a modo de amuleto. Más allá de su valor simbólico, el talismán me había salvado por sí mismo. De un giro repentino tomé la entrada del centro urbano. Por supuesto, el retrovisor volvió a enmarcar al monovolumen. Era tan rápido e implacable como el coche de caballos de Drácula. Ahora que tenía un destino, era aún más crucial despistarlo. Lo intenté virando hacia un garaje con salida trasera.
Subí la rampa, y cegado por el sol no había sino avanzado un poco por la calle de atrás cuando al fondo distinguí el morro negro venteando el rastro de mi tubo de escape. Luego se permitió el lujo de seguirme de lejos. Enfilé la avenida festoneada de plátanos que cruza la diagonal del centro. A lo lejos brillaba el verde consecutivo de una fila de semáforos, con sibilino cálculo ralenticé la marcha, él, confiado, no se acercó, en el latido del ámbar aceleré y adelanté a una furgoneta tuneada y a un autobús, y hasta tal punto acompañaron a mi maniobra el azar, la temeridad y la intuición, que justo después de mi paso el rojo del primer semáforo de la serie obligó a frenar al autobús con un asmático quejido de contrariedad, y a la furgoneta, los cuales, paralelos a la cabeza de la cola, interceptaron al monovolumen, emisor de un furibundo pitido de impaciencia. Me salté con cuidado el rojo de los restantes semáforos mientras mis frenos parecían suspirar de alivio.
Siguió un breve desconcierto, me había perdido intentando perder a mi perseguidor, y cuando me ubiqué dudé qué salida tomar para eludir el azar de cruzármelo. Concluí que no había mejor modo de convocar a la mala suerte que anticiparla con vaticinios neuróticos, y procuré serenarme. Me obligué a detenerme en una estación de servicio. Llené el depósito, vacié el de mi vejiga, y compré agua y bocadillos.
Tomé la autovía del norte. Había hecho bien proveyéndome de lo necesario. Situado el pueblo trescientos kilómetros y dos provincias más allá, en aquella dirección, me esperaba un largo viaje, unas cinco horas, debido a que las carreteras se iban degradando hasta llegar a los meandros en cuesta de la comarcal que ciñe las estribaciones de la sierra, histórico nido de bandoleros, maquis, hippies y outsiders de toda laya.
Bajé la ventanilla, pisé el acelerador. Traspasado de luz, el aire veloz y la libertad me embriagaron. Tenía la sensación de que al fin me había sustraído a la mirada ubicua de Ángela. De otro modo, habría puesto tras mi pista al conductor de las muletas, sin duda uno de sus esbirros. Su ojo pseudodivino no podría apresar los movimientos de un automóvil y menos lejos de la ciudad, a través de algunas zonas ciegas a la vigilancia de la tecnología. Al menos así lo suponía.
Más allá de las cunetas el sol pintaba una espuma de oro en los océanos de hierba. El viento galanteaba con los fresnos y abedules, sobre todo con las palmeras. Por un reflejo condicionado experimenté el mismo entusiasmo que cuando de niño tomábamos aquella misma carretera alejándome de las rutinas lectivas del colegio y de los aburridos compañeros hacia las vacaciones solitarias. Aquella euforia me ayudó a olvidar todo lo que había sufrido y perdido en el curso de dos semanas, del diecisiete de Abril al primero de Mayo, pero me tentaba a adelantamientos peligrosos, a maniobras impremeditadas.
La inconsciencia me impidió recordar que la policía controlaba los datos del Audi. Quizá por su propio robo se habría cursado contra mí una orden de busca y captura. Aunque mi caso, además de apócrifo, fuera irrelevante, mi ex suegro ya se habría encargado de que yo fuera el delincuente más perseguido del país. Limitándome a abandonar el coche y a coger un autobús habría llegado al pueblo sin más novedad, ahorrándome los peligros que me guardaba el camino.    
                 
                 
                                                                            

lunes, 18 de marzo de 2019

EL ASEDIO: A la carrera.



            Resultado de imagen de manuel millares obras

En vez de huir a techo descubierto me precipité sobre aquella congregación de fantasmas, la multitud de prendas secas que la vecina se disponía a cambiar por las recién lavadas. Dejó caer unos slips para presenciar aquella persecución por los tejados. Zigzagueé entre los incorpóreos centinelas o guardaespaldas que agitándose al viento me servían de pantalla. Oí a mis dos perseguidores forcejeando a mis espaldas contra los ubicuos espectros, que flameando y zumbando henchidos los cegaban y confundían, los impedían e interceptaban el paso. Las sábanas vibraban como velas desplegadas. No hubiera podido encontrar mejores aliados. Llegaron a trabarse entre sí, molestándose mutuamente como si además de hermanos fueran gemelos pugnando por su espacio en el útero materno.
Sentirme acorralado por el vacío refrenaba mi carrera. No podía impulsarme en exceso si quería frenar a tiempo. La lejanía del tráfago del tránsito, una especie de ruido de fondo, daba idea del precipicio de mi meta. Me aquejaba una especie de claustrofobia inversa, me agobiaba el exceso de aire libre. Tenía nostalgia de un espacio clausurado, de modo contrario a ellos echaba de menos la placenta. Inconscientemente creo que fue la primera vez que tuve la visión del patio de la casa familiar en el campo como posible refugio. Notaba cómo mis órganos, quizá ensayando la caída, se me despeñaban a los talones.
El viento aumentaba. Las mangas de mis aliados con aspavientos y molinetes abofeteaban a los dos hermanos, las perneras les pateaban y zancadilleándolos trababan su paso. Podía oír sus juramentos. Cuando se increparon entre sí, atropellándose entre la confusión de aquellos incorpóreos enemigos, creí llegado el momento. Viré al lado oeste y corrí. El viento me vidriaba la vista y me hacía aletear los faldones de la camisa. Ojalá hubiera tenido alas, pensé ya junto a la garita. Esta vez sin pensarlo tendí un listón sobre el terrado opuesto. Adelanté un pie. La madera vibró al vacío. Ahora sí que me pareció una plancha. Decliné pasar por ella.
Pensé ocultarme tras la garita, pero no tardarían en descubrirme. La idea era aprovechable, aquellos estultos tomarían la tabla como indicio de mi camino, no pensarían que si realmente hubiera huido por ella la habría quitado aunque solo fuera por retardarlos. Pero tenía que encontrar un escondite. No tardarían en asomar del tendedero. Observé la canal maestra, el reborde era muy alto. Sin tiempo para probar su resistencia, pues ya oí sus voces preguntando por mí a la lavandera, me tendí en aquella mortaja de cemento, un remedo de nicho descubierto, encajonado en un catafalco aéreo y con las mismas humedades viscosas que se filtrarán en cualquier ataúd.
No me atrevía ni a respirar, no solo por no delatar mi presencia, sino para no aumentar mi peso con el volumen del aire inhalado. Oí sus quebradas voces cercanas. Tras una breve deliberación debieron con ágil equilibrio salvar el listón hacia el terrado opuesto. Sus facultades físicas eran tan indudables como su zafiedad. Cuando calculé que se habían alejado lo suficiente me aupé con tiento a la terraza, no fuera una última brusquedad a desacoplar la canal de la cornisa, con una argucia que además les hiciera patente su reciente torpeza aparté el listón para cortarles el paso, y por segunda vez corrí a la puerta de la escalera.
A las voces delatoras de la lavandera estallaron dos detonaciones, supuse al aire. Me lancé escaleras abajo. Me ensordecía un estrépito de tambores de guerra. Sentía el corazón como un rítmico bolo alimenticio. Resbalé en el tramo del segundo al primero, y en un demencial claqué aterricé de emergencia en el rellano. Bajé el diapasón de la fuga. Los tambores se acompasaron a ritmo de tantán. Logré tragar el corazón de vuelta a la caja torácica. Gozaba de una ventaja considerable, en aquellos instantes la matrona estaría tendiendo a los agentes el puente de vuelta.
A través de la vidriera del portal vi la fornida espalda de un uniforme gris azul, con la porra y un destello de esposas flanqueando el cinturón. Mi ventaja estribaba en que aquel policía me esperaba más bien procedente de la calle, el sargento había apostado allí un refuerzo para la eventualidad de que no me encontrara en mi domicilio, lo cual no era sino otra prueba de su incompetencia, ya que si lo veía de lejos me pondría en guardia y fuga. Me deslicé por la puerta, a su derecha, como un vecino más. De reojo vi que se aplicaba un walkie a la oreja. Aspiré una fragancia de colonia barata. Improvisé un silbido de despreocupación. Contuve el impulso de echarme a correr. Sentía clavada entre los omóplatos la flecha de la mirada del agente. De un momento a otro descifraría los gritos de su jefe y su garra me atenazaría el hombro o me daría un imponente alto. La sequedad de la boca me hizo desafinar. Y aquel regusto ácido, el mal sabor de boca de sentir la enemistad y persecución del mundo todo me enmudeció. La esquina del bulevar cada vez se alejaba más, como si caminara de espaldas. Bajo mis pasos la acera se alargaba intolerantemente, como si una cuadrilla de albañiles la alargara. Oí un carraspeo, no sé si del agente o mío. Me besaba la nuca el frío cañón de su sospecha.
Al fin doblada la esquina, eché a correr. Y una oronda sombra se desató tras de mí. No podía tratarse del uniforme. Más adelante me volví lo suficiente para vislumbrar una americana acezante de psicodélicos cuadros verde fosforito. No me habría hecho falta atisbar el bamboleo de mofletes ni el bigote, hirsuto a la carrera, para identificar al gordo de la pareja artística de espías. Más que correr sus delicados pies de prima ballerina, sobre las plantas y sin avanzar, parecían ejecutar una sutil coreografía de persecución. Mi paso debió sorprenderlo en su puesto de vigía.
El tipo profirió una voz gutural, como con la boca llena, ignoraba si con el propósito de parlamentar conmigo o de poner a su compinche en guardia. Rocé con el mío el costado de un espectro, un traje enfundado en un plástico impermeable. Antes de abalanzarme por la siguiente perpendicular oí cómo una voz gangosa reclamaba a mi perseguidor cuidado con su traje traído de la tintorería. Accioné el mando a distancia del coche. Un piloto rojo pestañeó en la polvorienta carrocería azulona.
En la maniobra de salida una y otra vez me topé con los parachoques delantero y trasero de un deportivo rojo y de una ranchera blanca. La última embestida a ésta hizo que a su vez tocara al que tenía estacionado detrás. Con un rugido de triunfo del motor al fin salí al bulevar. Estuve a punto de atropellar a la americana verde, la salvó el fosforito idéntico a un chaleco de seguridad. Tenía a rebufo un utilitario negro. Dejé que se acercara. Empezó a trazar amenazantes zigzags. En el retrovisor reconocí tras el parabrisas, con las clavículas a la altura de cada volantazo, el estrecho, poliédrico rostro del canijo de las muletas.