lunes, 20 de mayo de 2019

En la garita (Relato)


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En la noche de guardia al soldado raso Carlos García le tocó Anselmo Grande de compañero.
                 -¿Qué hora será?
                 -… No sé, las doce pasadas –le respondió Anselmo a regañadientes.
                 -No puede ser –se iluminó el reloj con la linterna-. Las once y veinte. El tiempo no corre en las guardias.
                 El bulto de Anselmo se agitó en la penumbra. Tenían prohibido prender las luces para evitar que el enemigo o los contrabandistas los vieran desde el mar.
                 -Dios, qué pesadez. Una noche eterna –dijo Carlos mirando por la tronera. La luna abría en el mar un surco de plata. Las olas jadeaban entre el encaje fosforescente de espuma. El viento ladraba en los intervalos de silencio.
                 -Siempre me duermo en las guardias. Podríamos turnarnos para echar una cabezadita. No sé cómo te las vas a arreglar para montar cuarenta guardias seguidas. Ésta es la primera, ¿no?
                 -…
                 -Y puedes darte con un canto en los dientes de haberte librado de un consejo de guerra. Agredir a un superior no es ninguna broma… ¿Quieres café?
                 Carlos extendió el termo en la oscuridad ritmada por el oleaje y por la respiración agitada de Anselmo. La brasa encendida de su cigarrillo brillaba como una luciérnaga.
                 -¿No? Fumas demasiado. Todavía estás nervioso por lo que pasó… La vida es difícil en este puesto. Estoy deseando que me trasladen… Uf, qué frío –Carlos se arrebujó en su capote-. Esta humedad me cala los huesos… Se pasa uno el día obedeciendo órdenes y luego viene la noche de guardia. La incertidumbre sobre si alguien desembarcará. Tú por lo menos vas a tener contigo a tu mujer y a tu hijo. Qué bien, ¿no?
                 -Sí.
                 -Los echarás de menos. Es una suerte que vengan a instalarse aquí. ¿Cuándo llegan?
                 -…
                 -¿Qué te pasa? Estás muy callado esta noche. ¿Te ha comido la lengua el gato? No me extraña, este ambiente enloquece a cualquiera…
                 Carlos se desprendió de los correajes y dejó la pistola a un lado. Cerró los ojos y su respiración se ralentizó en la oscuridad. Se quedó adormilado hasta que un chasquido del movimiento de Anselmo lo espabiló.
                 -¿Adónde ibas?
                 -…
                 -Si querías ir a las letrinas me tendrías que haber avisado.
                 -No –la voz de Anselmo sonó seca, agarrotada, estrangulada, como si hablara con la boca llena.
                 -Está bien, Entiendo que te encuentres mal. Te han degradado y castigado con las guardias, pero es lo mínimo que te podía caer. ¿A quién se le ocurre atizarle al teniente Pérez? Y no es que no te entienda, en el campamento no hay ni un solo soldado que no esté a tu favor. ¿Qué te dijo para que reaccionaras así? ¿Hizo trampas al póker? Todo el mundo sabe que las hace, abusa de su estatus superior. Solo que hasta ahora nadie se había atrevido a rebelarse y cantarle las cuarenta. Supongo que te pilló en un mal momento y no pudiste soportarlo.
                 Un golpe procedente del exterior hizo que Carlos mirase por la tronera. Un pescador desembarcaba en la orilla. El temporal le impedía faenar. De la oscuridad rugiente del mar surgía la oscuridad de la noche, donde ardían estrellas heladas.
                 -El póker es el único entretenimiento que tenemos. Aquí la vida es dura. ¿Cómo entretienes el tiempo?
                 -…
                 Carlos tuvo la sensación de hablar solo. Anselmo se hallaba ausente.
                 -Se hacen difíciles incluso los permisos. El pueblo es pequeño y no ofrece diversiones. Llevo un tiempo divirtiéndome con una lugareña, es la única oportunidad de matar el tiempo. La chica va en serio, pero yo tengo novia. Cada semana tengo carta suya. ¿Qué harías tú en mi lugar? –el bulto de Anselmo se removió inquieto-. Ya sé que la fidelidad es importante para las parejas, pero…
                 La quietud ahogó las últimas palabras de Carlos, que volvió a quedarse dormido en su rincón. Soñó con una mujer que le daba un portazo que sonó como un disparo y él se quedaba afuera, desamparado. Y fue una detonación lo que le despertó. Un mal presagio le hizo abrir los ojos como platos.
                 -Anselmo, ¿dónde estás?
                 La soledad era un mal presentimiento. Se levantó y conducido por el mal pálpito salió de la garita en busca de su compañero. El olor a algas podridas intensificó su malestar. Como un fantasma apareció el pescador, que se le acercó con paso ominoso sobre la arena y le dijo:
                 -El cuerpo de su compañero está en la orilla. No lo he tocado.
            

lunes, 6 de mayo de 2019

LA MÚSICA AMBULANTE (Relato)


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En la salita Carmen ensayaba la pieza de violín que debía aprender su hija. Se trataba de unas variaciones sobre Rule Britania. Después de varios intentos la melodía fluía clara y nítida de su arco. A las once se vistió para salir a comprar al mercado. Salió a la mañana serena y soleada y por el lado de la sombra se dirigió al centro de la ciudad. Por la acera los peatones evolucionaban alegres y elásticos. Le devolvió la sonrisa una niñera filipina, de la mano de una niña rozagante y sonrosada. El sol se ocultó tras la nave pirata de una nube. Tronó como un cañón, una marea de papelitos reptó por la calzada a silbidos del viento y olió a chamuscado. Le llamó la atención una melodía de violín procedente de un rincón. La música evocadora y nostálgica le transportó a un mundo puro y transparente. En la esquina una música callejera tañía su violín. Una boina vacía de monedas yacía en la acera. La gente pasaba de largo sin fijarse en las frases musicales tocadas por la artista. Era el tema principal del concierto de Max Bruck. Cuando Carmen le atisbó la cara, una astilla de hielo se le clavó en el corazón. Le resultaron conocidos los ojos verdes que le comían la cara, la nariz respingona, la boca jugosa y llena que temblaba con vida propia. Se reconoció a sí misma en tales rasgos, una doble perfecta tocaba el violín en la esquina, y salió despavorida de allí. Levantó la mirada y no identificó la calle tumultuosa y en cuesta donde se hallaba, había equivocado su camino al mercado. Al cruzarla provocó el pitido de un claxon. Dejó atrás a una pareja de turistas con los pantalones cortos, volvió la cabeza, y al reconocer a la artista callejera siguiéndole casi atropelló al adolescente en camiseta que le precedía. Herida de pánico echó a correr. Los latidos del corazón le ensordecían sus pasos. Estaba segura de que si la violinista, su doble, la alcanzaba, caería víctima de un infarto masivo. Sí, si su doble la atrapaba y se fundía con ella como un reflejo en el espejo, moriría. Se ahogaba. Adelantó a una pareja de ancianos y vio a su doble precipitarse tras ella calle arriba. La melodía que le había oído tocar le repercutía en el oído, en su cerebro, pertinazmente. Reconoció el portal del mercado y entró entre el gentío, esperando darle esquinazo. Por fin respiró.
                 Hizo dos colas, en la verdura y en la fruta, y otra en el pescado. Cuando salió vio a la violinista aguardándola en la otra acera y una garra de hielo le apretó el corazón. Echó a correr, con la bolsa golpeándole en las pantorrillas. Jadeante, dejaba atrás a los peatones. Un rayo iluminó las sombras de la mañana. Contra el viento, se dirigió a una cafetería que tenía salida trasera. El trueno hizo retemblar los adoquines de la calle, pero no llovía. Seca y estruendosa, la mañana ladraba como un perro sediento. Carmen llegó a la cafetería, entró, dejó atrás la concurrida barra y salió por la puerta de atrás. Sin aliento, sintiendo el corazón como un reloj dislocado, galopó por la calle. Reconoció las casitas con flores en los balcones de su barrio. Volvió la cabeza y vio a una pareja abrazada junto a una farola, la sonrisa bobalicona de un joven rollizo y el tic en la mejilla de un canoso con gafas, sin rastro de la música ambulante. Se dirigió a casa, tranquilizada y segura de haberla despistado. Alcanzó el portal sin novedad y subió a su piso. Después de embocar la cerradura con problemas, apoyó la espalda en la puerta cerrada. Respiró hondo. Se sintió a salvo.
                 Recobrada, se puso a limpiar los boquerones, los enharinó y encendió el fogón para freírlos. Sobre el chisporroteo de la sartén un timbrazo rasgó el silencio. Era la hora de la llegada de su hija. Fue abrir y en el vano de la puerta se recortó la figura no muy alta pero aguda de la violinista. El horror la dejó como una estatua, sin reaccionar. La música se llevó la mano al corazón y cayó exánime en sus brazos. Su violín cayó al suelo y el arco le acarició los pies. Ella abrazó el cuerpo y lo llevó al sofá. Estaba pálida y rígida. La tendió y no le encontró el aleteo de ningún latido en el corazón.
            Le quitó la boina y se la caló en la cabeza. Como un autómata Carmen se dirigió a la puerta y cogió el violín y el arco. Cerró y se encaminó a la calle. A paso ligero y ciego fue a la esquina de la artista callejera. Depositó la boina en el suelo y se puso a tañer el tema principal del concierto de Max Bruck. Las primeras gotas pusieron en fuga a los peatones. De su arco fluía la melodía pura e hiriente, nostálgica y maravillosa, que tanto le martilleara en la cabeza. Un hombre de mediana edad dejó una moneda en la boina. La lluvia redobló pero la música triunfaba sobre los chapoteos. Un nutrido grupo se empapaba oyendo la música viva y prodigiosa. Las monedas llenaron la boina.