Pese a las reservas del
doctor Crawford sobre aquel vuelo transoceánico, la actriz del carácter de
acero, ya a una edad que a cualquier otra le valdría el calificativo de
anciana, hecha a solo obedecerse a sí misma, tras una breve escala en Nueva
York y otra en París, a ambos lados del abismo de un vuelo que no obstante hizo sin
problemas, llegó a San Sebastián el dieciséis de Septiembre. Los diques de los
analgésicos y de su temple controlaron la marea del dolor y del agotamiento
propios de la llamada por la prensa “larga y penosa enfermedad”.
Sin ser especialmente
bella, había toda su vida sufrido demasiado hasta escalar a la cima de su
profesión, arañando cada terrón de la subida, para que ahora ninguna dificultad
hiciera lo que solo había logrado William Wyler, doblegarla –aunque fuera por
su bien-, hacer maleable su carácter de acero. Había aceptado el modesto premio
Donostia para despedirse como quería del cine y de la vida: siendo aclamada por
su público.
Sin embargo, aparte de los aún atónitos
organizadores, que hasta entonces solo la habían visto en dos dimensiones,
nadie la había reconocido en el trayecto hasta el hotel. Apenas la había
recibido un cielo que se burlaba de ella con sucesivos
chaparrones (¡la llegada al verano de España se había convertido en un viaje de
invierno!), y ahora que se asomó a la ventana apenas vio a varios fanáticos de
alguna de aquellas fugaces estrellas de la actualidad.
Para defenderse del
desánimo y de un acceso de las náuseas que aún le acosaban tras el último ciclo
de quimioterapia, a la actriz del carácter de acero no se le ocurrió sino
prenderse un cigarrillo. Desde la suite se oía el trajín de su secretaria
deshaciendo las cuarenta y tres maletas. Por lo que fuera, no se había privado
de traer todo lo que apreciaba, sendos Oscars incluidos. ¿Acaso creía como los
faraones que podría llevarse aquello en el último trayecto, aquel verdadero
viaje de invierno, que el doctor Crawford, con la vista abajo, le había previsto para
dentro de pocas semanas? Pero también quería irse con los oídos resonantes de
aplausos, y sin embargo, observando su propio reflejo en el cristal acribillado
por las gotas, sucumbió al miedo de que para ella ya había empezado el olvido.
Los enormes ojos
celestes eran lo único duro que ahora le quedaba a aquel rostro, por primera
vez frágil, que dejó de mirarse a la primera dentellada del tiburón del dolor.
Bajo la peluca castaña se arrancó un mechón del ralo pelo que le quedaba, y
cuando estaba al borde del grito, a punto de resbalar la primera gota fundida
del templado acero de su carácter, la salvó la indignación contra sí misma. El
mismo arrebato que en los rodajes fundía los focos, averiaba los micrófonos y
confundía a sus colegas, ahora se revolvió contra su propia debilidad. Pudo
alcanzar el pastillero, tomó dos analgésicos y encendió otro cigarrillo con la
colilla del anterior.
Igual que a lo largo de
toda su carrera, supo domar los caballos salvajes de su temperamento, canalizar
a su favor toda la energía de su furia. Cuántos años no tuvo que vagar por la
Universal sin que le ofrecieran un papel digno de ella. Más adelante, los
indómitos personajes que la hicieron famosa también se habían impuesto a su
mundo con su misma firmeza. De hecho, el carácter de todas aquellas damas
parecía templado por un acero idéntico al suyo.
Por ejemplo, aquella
impulsiva señorita sureña que insistía en engalanarse de rojo pasión para incendiar
de celos a su prometido, y acababa por perderlo (¡la voluntad también puede ser
autodestructiva!). Fue la primera de sus colaboraciones con Wyler, el director
que la había convertido en la mejor actriz dramática de siempre, de nunca,
imponiendo su imagen de mujer pérfida y fatal, que sacrificaba al orgullo hasta su propio amor y felicidad.
En la segunda película
con Wyler incorporó a la esposa del propietario de una plantación en Malasia,
que por celos asesinaba a su amante y obligaba a su abogado a mentir con tal de
salvarse de la horca; y en la tercera a una perversa dama sureña que corrompida
por la codica y la frustración amorosa, dejaba morir a su esposo de un ataque
al corazón.
Olvidada de todo
aquello, en vez de mirarse en el cristal contra el que se suicidaban las gotas
de lluvia, ahora la actriz del carácter de acero lo hacía en el espejo del tocador,
donde fiel a sí misma se probaba una peluca tras otra y ensayaba sombras de maquillaje sobre
las cambiantes expresiones de su semblante, para preparar su próxima gran
actuación, la última, en la entrega del premio Donostia.
Cuando su secretaria le
dijo que había salido el sol volvió a asomarse al exterior, abrió la ventana y
comprobó que aquel grupito de gente que ya era multitud no aclamaba a ninguna
estrella fugaz, sino a la actriz del carácter de acero: Bette Davis.
Muchas gracias!
ResponderEliminarNo faltaremos.
Suerte con el blog. Lo seguiré con interés. Siempre me interesaron las historias que se desarrollaban en el filo, en la frontera tanto geográfica como vital; por eso, actrices cómo la Davis, Joan Crawford o Marlene Dietrich son fundamentales.
ResponderEliminarGracias, Andrés, la suerte del blog está asegurada siempre que tenga lectores como tú. Coincido en tu interés por los límites, siempre hay que explorar más allá y no preocuparse por el camino de vuelta. Saludos.
ResponderEliminarBuena entrada, excelente aporte
ResponderEliminarGracias, amable lector.
ResponderEliminarLlegó a la Warner de la mano de George Arliss,y no lo olvidó.Ella hizo lo mismo con L.Howard y Bogart.
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