Solo se mueven las
cortinas caladas de encaje por las que se infiltra la radiante luz de Sicilia
en la sala donde la familia Salina celebra el rito del rosario: a la izquierda
las mujeres, la consorte y las dos hijas mayores, de rigurosos rasos,
precediendo a la institutriz y a las niñas, y en último término las criadas; a
la derecha el primogénito y los parientes, delante de los mayordomos; y
presidiendo el Padre Pirrone y el Príncipe de Salina, un gigante con testa de
león, todos reclinados y a la vez altivos, perfilados contra el lujo lóbrego, estatuarios, componiendo
un cuadro digno de algún viejo pintor, apenas desgranando las cuentas entre los
dedos y sin dejar de salmodiar las preces como los grillos hilvanan su rosario
nocturno, monolíticos en el tiempo embalsamado, apenas los reflejos de la luz ondeando en óleos y tapices, hasta que se rebulle el
Príncipe, y una voz que no es la suya, airada y tajante, interrumpe los rezos.
Tampoco ha sido la voz
del Padre Pirrone, que desde su sórdida astucia observa al nuevo personaje que,
investido de una autoridad superior a la del Príncipe, irrumpe en el salón y,
aunque viste un atuendo muy distinto al del resto, tampoco se trata de ningún
casaca roja de Garibaldi que haya venido a combatir la religión y a la
nobleza, sino que por contra ostenta su aristocrático origen en el aguileño
perfil, en el ademán imperioso y en el placer con que se entrega a la ira:
-¡Corten! –repite por
última vez Luchino Visconti, el director de la película, furibundos los ojos de
halcón, resollando de furia, la cara descompuesta en las piezas de un puzle
destruido cuando solo faltaba por ajustar la última de aquéllas, y de eso se
trata, de que un pequeño detalle acaba de arruinar su meticulosa puesta en
escena y por vigésimo cuarta vez habrá que repetir el rodaje de la secuencia y
ahora por culpa del actor principal, según Visconti se lo hace saber encorvado
de cólera contra éste, que aún mantiene reclinados sus ciento noventa
centímetros, pues en el rodaje se ha movido demasiado pronto y ha mirado a
destiempo a la entrada.
Aunque de momento el
actor leonado parece sereno –o tal vez estupefacto, como quien recibe su primer
puñetazo, solo que en este caso es su orgullo el apaleado-, sus transparentes
ojos ya reflejan la misma ira del director y todo apunta a que en cuanto
reaccione se negará a repetir la escena por tal minucia y quién sabe si desatará
contra el italiano la tormenta de una energía durante mucho tiempo acumulada.
Seguro que lamenta haber dejado los Estados Unidos, donde hace poco ha ganado
el Oscar al Mejor Actor y él mismo oficiaba de productor de prestigio. Allí
nunca nadie ha intentado domesticarlo a él, el león de los actores, y justo era
él mismo quien a veces devoraba a algún que otro director. Con una llamada a
Los Ángeles podría amilanar a este insolente domador italiano; él entiende de
eso: en sus inicios había trabajado en un circo.
Del trapecio había
saltado a Hollywood y se había labrado una extraordinaria carrera para que
ahora viniera a criticarlo este maniático director que para colmo era comunista
(después de todo tenía mucho de casaca roja) y homosexual.
Nunca se acabaría el desfile
de sus personajes por la pasarela de los más míticos del Cine. Entre otros,
había incorporado a un boxeador en declive que, tras birlarle la novia y el
botín a un gángster, espera resignado y tendido en la cama como ensayando la
muerte, la inminente llegada de dos asesinos a sueldo. También había dado vida
al ambicioso marido de la dueña de una fábrica de productos químicos que, postrada
en cama por una minusvalía psicosomática, oye en un cruce de líneas cómo él
trama su asesinato. Le había dado el Oscar el papel de un buscavidas que se
hace predicador y, con el apoyo de una ferviente evangelista, estremece en su
provecho a medio país con sus sermones sobre el demonio, hasta que las
equívocas sombras de su pasado vienen a despojarlo de su fama y fortuna. Y
también estaba su personaje más querido, el de aquel preso condenado a la
perpetua que atenuando su soledad con la compañía de un gorrión lo cura de una enfermedad y con los años se convierte en una autoridad
ornitológica.
Y después de todo
aquello viene este Visconti a humillarlo delante de aquellos actores jóvenes,
Alain Delon y Claudia Cardinale (¡qué morena!) y a exclamar que por su culpa
habría de nuevo que repetirlo todo. Así que por fin el león –el rey- de los
actores que hasta ahora ha seguido reclinado como si aún rezara el rosario,
erizado de arrogancia se erige en toda su estatura, soberbia y majestad frente
al insolente noble que pretendía destronarlo, y cuando todos esperan que le
responda con un rugido o hasta le dé un zarpazo –como mínimo que lo
desplante abandonando el plató-, recuerda sus orígenes en el circo, piensa que
la humildad es el privilegio de los mejores y, prometiendo esmerarse, por primera
vez olvida que se llama Burt Lancaster.