Valparaíso mi amor es una de las grandes películas del cine neorrealista latinoamericano de todos los tiempos. Quizás la que más me gusta de todas las que he visto. Me llama mucho la atención que no exista una corriente que aglutine con denominación de origen propia estas películas que por mi cuenta y riesgo denomino cine neorrealista latinoamericano. Y es que desde principios de los cincuenta hasta bien entrados los años setenta, Latinoamérica fue el paraíso del neorrealismo, una vez que en Europa una población cada vez más anestesiada y burguesa parecía perder interés en visualizar ese cine que reflejó con gran tino (sobre todo en la Italia de la post guerra) las carestías, desigualdades e inmoralidades económicas y sociales insertas en el Viejo Continente.
Los vasos comunicantes presentes
en obras como Los olvidados, Espaldas mojadas, Vidas Secas, El chacal de
Nahueltoro, El secuestrador, La sangre del cóndor, La caída o la también
chilena El largo viaje demuestran que hubo más que una simple coincidencia
temática en la realización de estas cintas. El neorrealismo latinoamericano es
salvaje, desinhibido y demoledor, mucho más que el Europeo. Las desgracias
retratadas en sus historias – a menudo con una libertad sexual y moral que hoy en día serían políticamente
incorrectas y difíciles de asimilar- presentan un marcado carácter autóctono
pero a la vez dotado de alma universal lo cual ayuda a provocar en el
espectador un profundo dolor existencial y vacío, tal como sucede con las
grandes obras neorrealistas (Alemania año cero, Ladrón de bicicletas, Las
noches de Cabiria, etc.).
Valparaíso mi amor ostenta todas
las características mencionadas y además de ser para mi gusto la mejor película
de la historia de Chile es un claro referente del cine hiperrealista de todos
los tiempos. Como sucedía en Los olvidados, El secuestrador o con su
compatriota El largo viaje la historia del film se fija en esa etapa vital tan
complicada y demoledora de inocencia que es el final de la infancia, a través
de las peripecias de cuatro hermanos cuya niñez es devastada con una celeridad fulminante
debido a la ausencia de figuras paternas y por la necesidad de tener que
enfrentarse a la batalla vital del día a día y el trabajo en condiciones
infrahumanas para poder subsistir. Sin duda
el neorrealismo y la infancia han ido de la mano desde sus más primarios
orígenes, siendo las mejores obras del movimiento aquellas que optaron por
centrar su atención en los pequeños moradores de los barrios chabolistas.
Para adentrarse en el espíritu
discursivo y temático de la película es imprescindible conocer la biografía de
su autor: el director, guionista y productor Aldo Francia, un cineasta que tan
solo posee dos obras en su currículo (la reseñada que además fue su ópera prima
y la posterior Ya no basta con rezar), nacido en Valparaíso y pediatra de
profesión (carrera que ejerció durante toda su vida y que adoraba afirmando en
alguna entrevista que eligió ser pediatra por su amor hacia la infancia). Su
pasión por el cine nació tras asistir a la proyección de Ladrón de bicicletas,
película que le marcó profundamente. Gran admirador del cine neorrealista y de
la Nouvelle Vague, Francia concebía el cine como un medio de concienciación
social y como herramienta para impulsar cambios estructurales en la sociedad.
De creencias cristianas e ideología marxista su cine plantea la revolución
social desde las bases y las clases más desprotegidas sin buscar exaltar el
odio, sino denunciando las injusticias para que éstas sean aniquiladas desde
una rebeldía cristiana y revolucionaria.
La trama se sitúa acertadamente
en uno de los principales destinos turísticos de Chile: la ciudad porteña de
Valparaíso, urbe paradisíaca referente para el turismo de clase media alta en
la que los lujosos rascacielos hoteleros hacían las veces de verjas
delimitadoras de territorio que marcaban el paso infranqueable entre la riqueza
suntuaria y despilfarradora y los barrios marginales plagados de miseria,
piojos, necesidad y explotación. La película comienza con unos planos de
talante documental en el que unos policías se encuentran patrullando unos escarpados montes en busca de unos
supuestos cuatreros que han robado varias vacas del cacique del lugar. La
naturalidad coloquial del lenguaje empleado por los actores así como la
fotografía nerviosa con una cámara en continuo movimiento como si el operador
se encontrara en una zona en conflicto en la que predominan los planos sitos a
la espalda de los intérpretes inspiran la sensación de que nos encontramos ante
un documental de la vida real en lugar de ante una historia de ficción.
Tras dar caza a dos famélicos
chavales que acuden al lugar para satisfacer su hambre con la carne robada por
su padre que se halla escondida en el monte, los carabineros se presentan en el
deprimido barrio de chabolas en el que reside la familia para apresar al padre
(Mario González, un antiguo matarife en paro) que junto a los dos menores
arrestados es trasladado a comisaría. Con un naturalismo inquietante la cámara
recorre las estancias policiales mostrando los interrogatorios que sufren los
familiares en los que se describen las circunstancias vitales de la familia.
Así descubriremos que el arrestado es un viudo que vive en condiciones
lamentables de extrema pobreza con sus cuatro hijos y una mujer a la que llaman
la Comadre María. Una vez que el padre es condenado a 5 años de cautiverio, la
cinta da un giro de 180 grados de forma que el estilo documental de los
primeros minutos torna en una obra de ficción íntimamente ligada a la realidad
más cruda que se centra en filmar las vivencias de los cuatro hermanos huérfanos en su lucha por la supervivencia
diaria.
La película recorre un trayecto
melancólico y tremendamente cruel que muestra la pérdida de valores y
demolición de los vínculos familiares que experimentan los cuatro hermanos
protagonistas (Antonia, Marcelo, Ricardo y Chirigua). Así, si en un primer
momento los pequeños gozarán de pequeños momentos de esparcimiento infantil (magnífica
es la escena en que los cuatro hermanos juegan a incestuosos y divertidos
juegos conjuntos en el estrecho dormitorio familiar) y acudirán juntos a
buscarse la vida en el mercadillo de la ciudad en el cual iniciarán su carrera
delictiva al verse obligados a realizar inocentes hurtos para poder comer y a
celebrar sus primeros enfrentamientos con pandillas rivales (fantásticos son
también los planos cenitales al más puro estilo de la Nouvelle Vague en los que
los actores se entremezclan e improvisan con naturalidad realista con los
transeúntes) e igualmente asistirán al
cine, único medio que sirve de evasión ante la infeliz realidad.
Sin embargo el paso del tiempo y
la perra vida de la calle acabará demoliendo los vínculos afectivos y morales
de los hermanos. De forma que casi sin que nos demos cuenta, Antonia se verá
arrastrada a la prostitución, Marcelo
morirá por falta de atención médica y a Ricardo y el infante Chinigua no les
quedará más remedio que delinquir para poder subsistir ante el negro panorama
que el futuro parece depararles. Especialmente patética es la escena del
entierro de Marcelo. De un simbolismo claramente católico Francia dibuja la
muerte con una elipsis que abarca desde la salida del hospital hasta la subida
en ascensor del pequeño en brazos de su comadre y hermana (clara alegoría sobre
la subida al cielo que anuncia la muerte del pequeño).
Aldo Francia denuncia con una
clarividencia mesiánica el amarillismo del periodismo sensacionalista por medio
de la representación de una clase informadora más preocupada por la pomposidad
y la casquería en lugar de denunciar las injusticias presentes en la sociedad.
Igualmente el cineasta chileno lanza una visión pesimista sobre los estamentos
públicos a través de la denuncia del pasotismo y desprecio con el que los
trabajadores sociales visita a las familia González, la absoluta falta de
medios hospitalarios públicos (carestía que ayuda a morir al pobre Marcelo) y
la insolidaridad implantada en el espíritu indolente del ser humano.
La cinta culmina de forma maestra
con otra secuencia de gran simbología en la cual asistiremos al monótono subir
y bajar de los funiculares que trasladan a los ciudadanos de la ciudad desde la
planicie a los cerros del puerto de Valparaíso, la cual es adornada por
magníficos planos en penumbra de la Perla de Sudamérica.
La fotografía de la película es
espectacular, ayudando gracias a su movilidad, primeros planos sin artificios y
maquillaje y usanza de cámara en mano a crear una atmósfera de escalofriante
realidad en la que el documental y el cine parece que se dan la mano con toda
naturalidad. Del mismo modo el rodaje en escenarios naturales y terriblemente
deprimidos confieren al paisaje un místico realismo que pone los pelos de
punta, todo ello ayudado por una banda sonora de tristes temas porteños que
alcanza su cenit en una maravillosa
escena rodada en el mercado en la que el pequeño de la familia canta el tema La
felicidad de Palito Ortega en un cosmos realista y alienante carente de dicha.
Película espeluznante, neorrealista,
letal para los corazones sensibles y de una fuerza metafórica y trascendental
incomparable Valparaíso mi amor es una obra maestra de imprescindible visionado
para los amantes del cine social, crítico, inconformista que va más allá del
mero entretenimiento. Una obra profunda realizada desde la melancolía y el
deseo de retratar las injusticias que padecen los más indefensos dentro de este
hostil mundo que nos tocó sufrir, es decir, los niños que tanto amó a lo largo
de su vida ese pediatra que amaba el cine que fue Aldo Francia.
Autor: Rubén Redondo.
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