sábado, 21 de septiembre de 2013

VALPARAÍSO MI AMOR


                  

Valparaíso mi amor es una de las grandes películas del cine neorrealista latinoamericano de todos los tiempos. Quizás la que más me gusta de todas las que he visto. Me llama mucho la atención que no exista una corriente que aglutine con denominación de origen propia estas películas que por mi cuenta y riesgo denomino cine neorrealista latinoamericano. Y es que desde principios de los cincuenta hasta bien entrados los años setenta, Latinoamérica fue el paraíso del neorrealismo, una vez que en Europa una población cada vez más anestesiada y burguesa parecía perder interés en visualizar ese cine que reflejó con gran tino (sobre todo en la Italia de la post guerra) las carestías, desigualdades e inmoralidades económicas y sociales  insertas en el Viejo Continente.

Los vasos comunicantes presentes en obras como Los olvidados, Espaldas mojadas, Vidas Secas, El chacal de Nahueltoro, El secuestrador, La sangre del cóndor, La caída o la también chilena El largo viaje demuestran que hubo más que una simple coincidencia temática en la realización de estas cintas. El neorrealismo latinoamericano es salvaje, desinhibido y demoledor, mucho más que el Europeo. Las desgracias retratadas en sus historias – a menudo con una libertad sexual y moral  que hoy en día serían políticamente incorrectas y difíciles de asimilar- presentan un marcado carácter autóctono pero a la vez dotado de alma universal lo cual ayuda a provocar en el espectador un profundo dolor existencial y vacío, tal como sucede con las grandes obras neorrealistas (Alemania año cero, Ladrón de bicicletas, Las noches de Cabiria, etc.).

Valparaíso mi amor ostenta todas las características mencionadas y además de ser para mi gusto la mejor película de la historia de Chile es un claro referente del cine hiperrealista de todos los tiempos. Como sucedía en Los olvidados, El secuestrador o con su compatriota El largo viaje la historia del film se fija en esa etapa vital tan complicada y demoledora de inocencia que es el final de la infancia, a través de las peripecias de cuatro hermanos cuya niñez es devastada con una celeridad fulminante debido a la ausencia de figuras paternas y por la necesidad de tener que enfrentarse a la batalla vital del día a día y el trabajo en condiciones infrahumanas  para poder subsistir. Sin duda el neorrealismo y la infancia han ido de la mano desde sus más primarios orígenes, siendo las mejores obras del movimiento aquellas que optaron por centrar su atención en los pequeños moradores de los barrios chabolistas.

Para adentrarse en el espíritu discursivo y temático de la película es imprescindible conocer la biografía de su autor: el director, guionista y productor Aldo Francia, un cineasta que tan solo posee dos obras en su currículo (la reseñada que además fue su ópera prima y la posterior Ya no basta con rezar), nacido en Valparaíso y pediatra de profesión (carrera que ejerció durante toda su vida y que adoraba afirmando en alguna entrevista que eligió ser pediatra por su amor hacia la infancia). Su pasión por el cine nació tras asistir a la proyección de Ladrón de bicicletas, película que le marcó profundamente. Gran admirador del cine neorrealista y de la Nouvelle Vague, Francia concebía el cine como un medio de concienciación social y como herramienta para impulsar cambios estructurales en la sociedad. De creencias cristianas e ideología marxista su cine plantea la revolución social desde las bases y las clases más desprotegidas sin buscar exaltar el odio, sino denunciando las injusticias para que éstas sean aniquiladas desde una rebeldía cristiana y revolucionaria.


                   


La trama se sitúa acertadamente en uno de los principales destinos turísticos de Chile: la ciudad porteña de Valparaíso, urbe paradisíaca referente para el turismo de clase media alta en la que los lujosos rascacielos hoteleros hacían las veces de verjas delimitadoras de territorio que marcaban el paso infranqueable entre la riqueza suntuaria y despilfarradora y los barrios marginales plagados de miseria, piojos, necesidad y explotación. La película comienza con unos planos de talante documental en el que unos policías se encuentran patrullando unos escarpados montes en busca de unos supuestos cuatreros que han robado varias vacas del cacique del lugar. La naturalidad coloquial del lenguaje empleado por los actores así como la fotografía nerviosa con una cámara en continuo movimiento como si el operador se encontrara en una zona en conflicto en la que predominan los planos sitos a la espalda de los intérpretes inspiran la sensación de que nos encontramos ante un documental de la vida real en lugar de ante una historia de ficción.

Tras dar caza a dos famélicos chavales que acuden al lugar para satisfacer su hambre con la carne robada por su padre que se halla escondida en el monte, los carabineros se presentan en el deprimido barrio de chabolas en el que reside la familia para apresar al padre (Mario González, un antiguo matarife en paro) que junto a los dos menores arrestados es trasladado a comisaría. Con un naturalismo inquietante la cámara recorre las estancias policiales mostrando los interrogatorios que sufren los familiares en los que se describen las circunstancias vitales de la familia. Así descubriremos que el arrestado es un viudo que vive en condiciones lamentables de extrema pobreza con sus cuatro hijos y una mujer a la que llaman la Comadre María. Una vez que el padre es condenado a 5 años de cautiverio, la cinta da un giro de 180 grados de forma que el estilo documental de los primeros minutos torna en una obra de ficción íntimamente ligada a la realidad más cruda que se centra en filmar las vivencias de los cuatro hermanos  huérfanos en su lucha por la supervivencia diaria.

La película recorre un trayecto melancólico y tremendamente cruel que muestra la pérdida de valores y demolición de los vínculos familiares que experimentan los cuatro hermanos protagonistas (Antonia, Marcelo, Ricardo y Chirigua). Así, si en un primer momento los pequeños gozarán de pequeños momentos de esparcimiento infantil (magnífica es la escena en que los cuatro hermanos juegan a incestuosos y divertidos juegos conjuntos en el estrecho dormitorio familiar) y acudirán juntos a buscarse la vida en el mercadillo de la ciudad en el cual iniciarán su carrera delictiva al verse obligados a realizar inocentes hurtos para poder comer y a celebrar sus primeros enfrentamientos con pandillas rivales (fantásticos son también los planos cenitales al más puro estilo de la Nouvelle Vague en los que los actores se entremezclan e improvisan con naturalidad realista con los transeúntes)  e igualmente asistirán al cine, único medio que sirve de evasión ante la infeliz realidad.

Sin embargo el paso del tiempo y la perra vida de la calle acabará demoliendo los vínculos afectivos y morales de los hermanos. De forma que casi sin que nos demos cuenta, Antonia se verá arrastrada a la prostitución,  Marcelo morirá por falta de atención médica y a Ricardo y el infante Chinigua no les quedará más remedio que delinquir para poder subsistir ante el negro panorama que el futuro parece depararles. Especialmente patética es la escena del entierro de Marcelo. De un simbolismo claramente católico Francia dibuja la muerte con una elipsis que abarca desde la salida del hospital hasta la subida en ascensor del pequeño en brazos de su comadre y hermana (clara alegoría sobre la subida al cielo que anuncia la muerte del pequeño).

Aldo Francia denuncia con una clarividencia mesiánica el amarillismo del periodismo sensacionalista por medio de la representación de una clase informadora más preocupada por la pomposidad y la casquería en lugar de denunciar las injusticias presentes en la sociedad. Igualmente el cineasta chileno lanza una visión pesimista sobre los estamentos públicos a través de la denuncia del pasotismo y desprecio con el que los trabajadores sociales visita a las familia González, la absoluta falta de medios hospitalarios públicos (carestía que ayuda a morir al pobre Marcelo) y la insolidaridad implantada en el espíritu indolente del ser humano.

La cinta culmina de forma maestra con otra secuencia de gran simbología en la cual asistiremos al monótono subir y bajar de los funiculares que trasladan a los ciudadanos de la ciudad desde la planicie a los cerros del puerto de Valparaíso, la cual es adornada por magníficos planos en penumbra de la Perla de Sudamérica.

La fotografía de la película es espectacular, ayudando gracias a su movilidad, primeros planos sin artificios y maquillaje y usanza de cámara en mano a crear una atmósfera de escalofriante realidad en la que el documental y el cine parece que se dan la mano con toda naturalidad. Del mismo modo el rodaje en escenarios naturales y terriblemente deprimidos confieren al paisaje un místico realismo que pone los pelos de punta, todo ello ayudado por una banda sonora de tristes temas porteños que alcanza su cenit en una  maravillosa escena rodada en el mercado en la que el pequeño de la familia canta el tema La felicidad de Palito Ortega en un cosmos realista y alienante carente de dicha.

Película espeluznante, neorrealista, letal para los corazones sensibles y de una fuerza metafórica y trascendental incomparable Valparaíso mi amor es una obra maestra de imprescindible visionado para los amantes del cine social, crítico, inconformista que va más allá del mero entretenimiento. Una obra profunda realizada desde la melancolía y el deseo de retratar las injusticias que padecen los más indefensos dentro de este hostil mundo que nos tocó sufrir, es decir, los niños que tanto amó a lo largo de su vida ese pediatra que amaba el cine que fue Aldo Francia.



Autor: Rubén Redondo.

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