
Bienvenidos a mis calles
de fantasía y a mis plazas de epifanía,
a mis casas encantadas
y a mis parques con alegría,
a mi orgía de voces y
apariciones sobrenaturales:
soy Rímini, cuna de
Fellini, pero la inventada, la recreada,
más real que la
verdadera, la de Amarcord, no la de los mapas,
la ciudad de la poesía
de Federico, no la de la geografía,
la que tiene himno de Nino Rota con letra de Tonino Guerra,
capital de la Emilia de
ensueño, por donde corre el viento, no el tiempo,
porque en el mar de la
historia sigo encallada en el fascismo,
en los ciento
veinticuatro minutos que me dura el año treinta y cuatro
(y parte del treinta y
cinco, de los que nunca salgo),
en plena infancia de mi
creador y fundador, Federico,
cuento con una
población de cincuenta y tres mil habitantes
(condensados en los
ciento trece del film, incluyendo figurantes),
casi todos infantiles,
crueles, delirantes,
y me baña los pies de
barro el Adriático, aún no un mar mediático,
sino de espumas y olas
veladas por gasas y lonas, no del todo auténtico,
donde como a un amor
ideal o un milagro nocturno,
en barcas la gente
aguarda al transatlántico mítico
que con sus luces
azules ilumine los pliegues de sus ilusiones,
un modesto enclave
donde el turismo aún se reduce al Gran Hotel,
escenario de fantasías
de opereta sobre concubinas y príncipes
en las que los pobres
subliman su tedio y frustraciones,
en verdad vulgar
tablado de extranjeras rubias y galanes de verano,
decorado de canosos
romances, bailes sin compás y champán adulterado,
que solo es poético en
invierno, mientras sigue clausurado,
cuando en la niebla los
jóvenes bailan con los fantasmas de su deseo,
oyendo ecos de las
voces de agosto, de irreales veladas del último verano,
abrazados con los ojos
cerrados a la belleza de su tristeza,
meciéndose al vacío
como hojas que bailan al son del viento y la añoranza,
de la nostalgia de
nada.
Por lo demás, pródiga
en museos (de la memoria de Federico)
y monumentos (a su
ironía cariñosa o a su entrañable sarcasmo),
seré sobre todo célebre
por mis hogueras de primavera, por mi estanquera,
y dispongo de mi
cronista, de un motorista, de la Gradisca,
y con mis alcantarillas
me burlo de las camisas negras perfumadas,
me vengo de sus
desfiles y carteles,
de la fealdad de su
culto a la personalidad
confundiéndolos con
nieblas y apagones, nieves e inundaciones.
Me habitan los Bettini
(podrían ser los Fellini),
la típica familia de
padre histérico y madre abnegada,
con un tío en el
manicomio y otro vago con redecilla en el cabello,
abuelo inmortal de
sabiduría popular e hijos traviesos,
como salidos de un
comic de mi dueño, soy su sueño,
y de modo contrario a la Rímini de la realidad
en mi invierno llega a
nevar a nivel del mar
y el despliegue contra
la nieve de la cola de un pavorreal
-abanico de turquesas y
esmeraldas sobre el blanco mortaja-
presagia la muerte de
la madre, el fin de la juventud,
el pitido de un tren
que llevará a Federico a Roma, a Cinecittà.