A mis ocres años me
visitan como amigas noches en que no duermo,
viejas conocidas que
traen a ese mastín que ladra sin ruido llamado insomnio,
un animal de ojos
despiertos que me recuerda a Dooley, mi viejo perro,
como el eco de un
ladrido que reverbera por las montañas de Nevada,
y en la almohada oigo el
latido de mi emoción junto a tu sonrisa dormida,
y es entonces, al ritmo
de tu respiración, cuando retrocede mi edad
y revivo los tiempos en
que aún era cowboy, esa especie en extinción,
la época en que yo
amaba los caminos y tú te creías la novia del fracaso,
la rubia de los
desastres, cuando nos conocimos en Rheno, la ciudad
donde se venden menos
camas de matrimonio y las alianzas se regalan,
y nos presentó Guido,
aquel piloto experto en autocompasión de emergencia
desde que perdió a su
esposa porque no llevaba una rueda de repuesto,
y aunque pareció
contagiar tu belleza de su sorda tristeza,
ni siquiera él apagó la
lámpara que como en una estatua de alabastro
te iluminaba por dentro
la translúcida piel de espuma y nácar.
A mí me gustó que igual
que yo solo hubieras leído el vuelo de las palomas
y a ti te encantó mi
vida: tirar piedras a una lata, silbar, mirar las estrellas.
La verdad es que tu belleza
aún era triste como un lirio bajo la lluvia,
pero tu tristeza solo
era relativa: en torno a ti los hombres se alegraban.
En la oscuridad de estas
noches sin sueño, como en unos planos
alumbrados por un flexo
y la lúcida borrachera de un arquitecto,
se diseñan la planta y media de la ruinosa casa de campo de Guido,
que pasó de museo de su
desgracia a teatro de nuestra felicidad,
chirría la puerta de la
nevera que gestaba los cubitos y me pregunta
si todavía bebemos
tanto, si seguimos con aquellos amigos desastrosos
o si aún bailamos bajo
la luna ebrios de tristeza y desesperación,
otras noches me hace
toser en la cama aquella chimenea, celosa
de que después haya
pintado alguna otra de un rojo tan vivo
o de que en otro jardín
haya plantado heliotropos tan malvas
como los que ponía
sobre su repisa en aquel jarrón de porcelana,
yo, que inútil como un
poeta lo único que había hecho por ninguna mujer
antes que tú fue
desabrocharle el vestido o bajarle la cremallera,
pero creé un hogar allí
donde solo iban a dormir los pájaros.
Hay noches que en mis
ojos cerrados cabrillean los lagos donde te bañabas,
y sus olas me preguntan
si tu cuerpo aún es tan curvo y blando y pleno
como una estatua de la
fertilidad, si ya no brillas con el fulgor
del último reflejo que
de tu silueta aún guardan sus aguas,
y otras noches en que
como en la panorámica de un western
se extienden las
montañas donde creía conservar mi libertad
asesinando a una
especie de caballos tan en extinción como los cowboys,
hasta que le arrojaste
a mi pasado un balde de sangre
que me hizo apreciar todo su horror y me enseñaste el asco de mí mismo
y que estaba echándole
el lazo a mi vida y no a sus crines,
amarrando mis sueños y
vendiendo mis ilusiones como carne para perros,
y me convenciste de que
si era contigo la vida sedentaria sería aventurera
y de la verdad de todas
esas frases que de día son una cursilería
pero que estas noches
me alegran el insomnio junto a tu sueño.