Igual que a Jennifer Jones, hay muchas maneras de amar a Hollywood:
recorriendo al amanecer
sus playas –Malibú, Palos Verdes, Santa Mónica-,
que aun soñando con la
luna te abren sus piernas de espuma,
ahogando la timidez en
las piscinas, los cócteles, las lágrimas
de todos los
espectadores de nuestros melodramas –Carrie, Jennie-,
paseando al atardecer
por Boulevard Hollywood y Sunset Strip,
a través de las sombras
que como mis besos en su piel morena
al pálpito del primer
neón posan las palmeras en la arena.
Igual que cuando me presentaron
a Jennifer y me estalló la sangre,
al llegar a Hollywood
me fijé en sus curvas y sinuosas colinas –Beverly Hills-
y también pensé que mi
soledad se tomaría unas vacaciones permanentes,
Hollywood, donde la luz
para siempre se enamora del aire,
y como trajes las
fantasías se tejen a la medida de los hombres,
donde una máquina puede
hacer nevar de abajo arriba
y con un altavoz
cualquiera cambia el signo de la Historia,
donde prenderse un cigarrillo puede convertirse en un rito
y una gabardina en un mito permeable al inconsciente colectivo,
donde prenderse un cigarrillo puede convertirse en un rito
y una gabardina en un mito permeable al inconsciente colectivo,
donde floreció mi
juventud mientras tomaba el sol con una máscara,
y mis sueños acabaron
por marchitarse en el teatro de un tornado.
Es verdad que inventé la O.
de mi segundo nombre
y que a los tres años de
estancia me casé con la hija del jefe, Irene Mayer,
es verdad que me desvelaban
más los derechos de mi películas
que los de los
profesionales que me ayudaron a hacerlas,
es verdad que postré el
talento de los escritores
y que cercené el montaje y
las esperanzas de muchos directores;
pero también logré que
como una ballena Hitchcock cruzara el Atlántico,
que todo el mundo
conociera a Tom Sawyer y David Copperfield,
que la RKO y la Metro
fueran la Metro y la RKO,
y sobre todas las cosas
amé a Hollywood, el decorado de los sueños del mundo,
donde como un toro el
Pacífico hace mugiendo el amor
con las playas
ambarinas de Zuma, Venice, La Laguna,
donde Long Beach palpita con mi corazón al latido del comercio,
y como escenarios
titilan los escaparates de Glendale y Burbank,
donde con el cambio de una compra los ilusos y los menos ilusos
pueden adquirir noventa minutos de ilusiones, Hollywood,
donde los espejismos son diseñados por mercaderes geniales como yo
y cumplí el milagro de
Lo que el viento se llevó, ese ensueño
que contiene la
pesadilla de la ausencia de Jennifer Jones
y de averiarme el futuro
con la certeza de que nunca filmaré nada parecido,
la ciudad con un Paseo
de la Fama donde como el fósil de un dinosaurio
ningún tornado podrá
borrar la huella de mi paso
por Hollywood,
Hollywood, Hollywood.
Excelente.Tengo un libro escrito por Leonard J.Leff, "Hitchcock & Selnick" que no tiene desperdicio.
ResponderEliminarGracias. Uno de los muchos méritos de Selznick fue traer a Hitchcock de Inglaterra. Posiblemente sea el productor más decisivo de la historia. Me apunto el libro, no lo conozco.
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