Padre nuestro, que
estás en los cielos,
menos en los de Roma,
donde rugen los pájaros preñados de bombas,
estos nueve meses de
ocupación nazi, de gestación del Apocalipsis,
cuando Roma se ha
quedado embarazada de su propia muerte,
grávida de una bestia
que hará una tumba de su útero de mármol,
nueve meses como nueve
milenios concentrados en una quinta estación,
hambrienta como el
invierno, ardiente como el verano,
triste como el otoño,
cínica como la primavera,
mientras la Loba de
Roma amamanta a un Atila con bigote de mosca,
desde la jaula de este
camión que me lleva al arrabal de mi vida,
veo una ciudad donde
los cazadores azuzan a los perros negros del miedo,
y el hambre es una
epidemia cuyos bacilos se propagan a besos,
donde la injusticia
convierte a niños como Marcello en hijos de la venganza,
a tipógrafos como
Francesco en revolucionarios, a los actores en activistas,
al párroco de San
Clemente –yo- en miembro de la Resistencia,
a comunistas como
Manfredi, el hombre de larga sombra y sangre serena
en santos mártires que
serán ensalzados con el triunfo de la Libertad.
Santificado sea Tu
Nombre, o maldito,
si permites que los
bárbaros sigan repartiendo la muerte como carteros,
maldito, si permites
que los fabricantes del horror sigan prosperando,
maldito, si permites a
los maestros del odio impartirnos su crueldad,
pero tengo que tranquilizarme
o escandalizaré al colega que me asiste
en el camión con que
cruzamos el toque de queda por el túnel del alba.
Venga a nosotros Tu
Reino, donde un pobre cura como yo
no tenga que fatigar
las calles desnudas buscando el camino de la libertad.
Avisado por Marcello,
el hijo de la venganza, y luego por Manfredi,
el hombre de larga
sombra y sangre serena,
retrasé la confesión de
Pina, la madre viuda de Marcello,
la mujer de manca
suerte, a la que ya embarazada de un hermanito
iba a casar con
Francesco, el tipógrafo que imprime con tinta roja,
y me encaminé a
entregar a un camarada que silbaba en el puente
un millón de liras traspapeladas
en las comedias de Séneca.
El pan nuestro de cada
día, dánoslo hoy
sin que haya que
suplicarlo a los hornos como si fueran altares,
sin que haya que
conquistarlo en las panaderías,
sin que haya que
repartirlo como bendiciones,
sin que Pina tenga que
distribuirlo en el mercado negro,
sin que los
especuladores amasen su falta con manos que se excusan,
sin que sea el lujo del
obrero ni el sueño del pordiosero,
solo dánoslo como las
migas a los pájaros o mejor por nuestro trabajo,
y no este pan de piedra
que hay que ablandar con lágrimas y sangre.
El miedo me ha
desordenado hasta el Padrenuestro:
Hágase Tu voluntad así
en la Tierra como en el Cielo,
mientras no sea el
crimen que los carniceros cometieron en el barrio
arrastrando como
animales a ancianos y enfermos al matadero del patio,
en tanto Marcello y yo
subíamos a la terraza a esconder las bombas,
hágase Tu voluntad
mientras no sea que encierren a Francesco
y acribillen a Pina,
haciéndolo viudo antes que marido,
mientras no sea que
acribillen a Pina, la mujer de manca suerte,
que corría tras un
camión como éste, donde llevaban a Francesco,
mientras no sea que
acribillen a Pina, y a ojos de su hijo,
convirtiéndolo en hijo
de la venganza,
a Pina, cuyo entierro
tuve que oficiar en vez de su boda,
a Pina, cuyos gritos
por siempre se oirán en esa calle
en vez de los vagidos
de su bebé,
porque como Roma
también ella estaba embarazada de su muerte,
de su manca suerte.
Hágase Tu voluntad mientras
que no sea que detengan a Manfredi,
el hombre de larga sombra
y sangre secreta, a Francesco, el tipógrafo
que escribe con tinta
roja, y a mí, pobre párroco de San Clemente,
y nos aherrojen en la
Casa del Pueblo, el cuartel de los bárbaros
en cuyas sombras se destilan
las voces de los torturados.
Y perdona nuestras
ofensas así como nosotros a quienes nos ofenden,
pero no a quienes con
el suplicio hacen cobardes a los valientes,
no a quienes seducen
nuestro silencio con el soborno del dolor,
no a quienes apestan el
cuartel con la carne quemada de Manfredi,
pero solo le han
alargado la sombra de la leyenda
y le han erguido la
sangre en una oleada que acabará por ahogarlos,
la sangre serena que
por el Hombre ha dado como un Cristo comunista,
no a quienes me han
traído a este erial, aparta de mí este cáliz,
y no nos dejes caer en
la tentación de hablar ahora ante el pelotón,
de delatar en el último
instante a Manfredi, a Roma, al Hombre,
para que me desaten y
la orden no restalle en el alba,
perdónales porque no
saben lo que hacen,
más líbranos del mal
amén fuego.
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