De todas las formas que
el hombre adopta para perpetuarse
(un papiro, una
palmera, un hijo, una momia),
la única perenne es la
piedra, que antes tallaba mi voluntad,
pero ahora que no creo
en Isis, ni Osiris, ni Anubis, ni en el oro,
ni siquiera en mí mismo,
el Faraón, el hijo legítimo de los dioses,
ahora que del costado
me fluye la sangre como el Nilo al oro del ocaso
y ni mi falso padre el
Sol podría caldearme la carne,
ahora que se me vela la
vista y la áurea belleza de Nélifer es un espejismo,
ahora que temo que su
amor sea el de una cobra por el oro que guarda,
y que dos erróneas
fechas entre paréntesis abarcarán mi dinastía,
que será numerada y
apenas conocida por los escribas del futuro,
y que su memoria
brillará como una estrella fugaz en la noche de la Historia,
como una partícula de
oro en la arena succionada por la marea,
sé que mi nombre solo
será recordado gracias a la Pirámide.
Proyecté su erección a
mi regreso triunfal del desierto,
cuando vencedor de sus
arenas vine seis lunas y dos victorias más viejo,
dueño de más oro con
que saturar la cripta de mi tesoro,
cuyo dorado tacto me
deleitaba más que la piel de mi consorte,
por lo que en vez de un
hijo mi amor por el oro engendraba más oro.
Ciego de sus reflejos aspiraba
a conservarlo por siempre,
y que mi espíritu
gozara de su incorruptible belleza en el tiempo embalsamado,
y que ningún saqueador
expoliara el tesoro de mi sarcófago,
por lo que adopté el
laberinto de un arquitecto extranjero,
que removiendo piedra con
arena lo sellara en el corazón de la Pirámide.
Supuse que igual que en
la vida me había conferido la gloria
también a su fin la
arena del desierto me otorgaría la eternidad,
y que sería la piedra
viva la que derrotaría a mi muerte.
Lo que no pude suponer
fue que Nélifer me expoliaría el corazón,
lo único que en toda mi
vida no quería de oro,
que sería ella la única
saqueadora que amenazaría mi vida futura.
Debí saber que el
verdadero oro de los hombres es el tiempo.
Todos los egipcios
acudieron como un solo egipcio a mi llamada
para la construcción de
mi esperanza, la Pirámide de mi inmortalidad,
ya que faraónica es la
ambición de todo hombre:
quedar, sobrevivirse,
dejar una huella en la arena del Tiempo,
un signo en el
jeroglífico de la Historia, semilla en el vientre de la memoria,
y si a tantos pasos se
oía el estrépito de la cantera,
de cien mil mazas
luchando contra la piedra y contra mi muerte,
era porque todos
querían grabar su marca en la roca de la eternidad.
Cada año subían las
hileras de la Pirámide, nació y creció mi hijo,
conocí a Nélifer,
ladrona de mi corazón, cobra de mi tesoro,
que, embajadora de
Chipre, vino a ofrecerme su belleza sinuosa
como tributo y se
rebeló cuando también le exigí el oro,
y despojándola de su
túnica carmesí la mandé azotar,
pero en mi cámara agoté
la noche acariciando su túnica
y me parecía sentir
cada uno de sus latigazos en la sangre,
así que la hice traer y
le ofrecí la copa de vino rojo de la pasión.
Al rechazarlo vertió mi
furia y la abofeteé,
y ella me mordió el
corazón como si fuera una moneda de oro:
me hizo suyo y como una
cobra se irguió sobre mí en el lecho
y la llama de su piel
fulgía casi tanto como el oro de las alhajas.
Cometí el error de
enseñarle mi tesoro:
las antorchas
extrajeron de las joyas destellos tan brillantes
como las chispas de
codicia de sus pupilas voraces,
y hubiera ella querido
que ornara su ondulante cuerpo de serpiente
todo aquel oro que
tantas lágrimas y sangre había costado
y que tendría que
comprarme la felicidad de ultratumba,
pero ahora temo que
será metal muerto junto a mi muerta carne,
hierro oxidado junto a
la herrumbre de mis sueños.
Ya que somos iguales
debí prever que para heredarme
amaestraría a la muerte
contra mi primera esposa y mi pobre hijo,
y que enviaría a su
esclavo para que me apuñalara el corazón,
lo único que nunca he
querido de oro,
pero una sombra de
amenaza me lamió la nuca y pude defenderme.
Y ahora que me han
herido las espadas del capitán y de su traición,
pues ya he dejado de
querer creer en sus palabras serpenteantes,
ahora que la arena del
tiempo se me escurre entre los dedos
y me deja morir la que
después del oro más he amado en mi vida,
ahora que la ladrona de
lo único que no he querido de oro
se convertirá en la
cobra guardiana de mi tesoro,
sé que mi sarcófago
albergará las emanaciones de un sueño
y que solo la Pirámide
guardará un eco de mi nombre.
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