Ves que junto a una
rubia etérea (Carroll Baker) a través de esa llanura propicia al
cinemascope Gregory Peck, de bombín, guía un coche de dos alazanes, y que cuatro rufianes, mugrientos de incurables resacas, se interponen en su
camino, y cuando él frena ella le arrebata las riendas y cerca de atropellar a
los truhanes los deja atrás y acelera por la planicie oceánica, trepidante,
pero los cuatro los persiguen en sus monturas, los alcanzan y, adelantándolos,
en plena carrera se entregan a burlonas cabriolas y acrobacias de irrisión que
Peck, forastero, toma por homenajes de bienvenida, hasta que, para
escarnecimiento de la rubia, quienes resultan los hermanos Hannassey detienen
el coche y se mofan de la etiqueta del foráneo, que en pacífico afán priva del
rifle a su compañera, entre carcajadas lo despojan del bombín, le hacen bajar
del pescante y desde los caballos lo enlazan y lacean, y de él tiran y tironean
en direcciones contrarias ante la impotente y ruborizada ira de su prometida. Y
en tu butaca piensas que así es como te sientes cada día que amanece
encendiéndose con la colilla del anterior –alba que se prende con triste
estrella-, te ves igual que Gregory Peck en esa escena, atado y maniatado en tu
desvencijada mesa de gacetillero del único periódico de una ciudad mesetaria,
burlado por un destino que en las ruinas de tu vida caligrafía las grietas del
fracaso.
No te concentras en la
película porque has llegado tarde con tal de evitar el NODO y la ciega sala
vira como una noria. Cierras los ojos hasta que se te pase un mareo parecido al
que soportaste casi las cinco horas de autobús a Madrid. Después de enseñar en
la taquilla del Palacio de la Música la trémula invitación al estreno de
Horizontes de Grandeza que por error, burla o piedad llegó a la redacción, un
acomodador te ha alumbrado el rumbo errático, y en la fila has hecho levantarse
a dos fantasmas y pisado a tu vecino, un bigotes relumbrante de hebillas y entorchados,
que ha mascullado: “Maricón”.
Por un momento temes
que el olor a coñac inunde la platea y que todas las luces se hayan prendido
para ubicarte y expulsarte del local. Abres los ojos y en la oscuridad
deslumbrante ves la belleza grácil y pueril de una delicada
morena cuyos convulsos rasgos parecen obra de un escultor genial, y te parece
estar soñando con Marta, el perdido amor de tu vida, la única con la que has
sido infiel a tu esposa, y que por culpa de tu cobardía y de que en tu país
(Big Country) es ilegal el divorcio, partió de tu ciudad llevándose consigo
toda esperanza, como si fuera a casarse con un afortunado doble tuyo que se
quedara con toda tu felicidad porque la mereciera más que tú.
Naturalmente, no es ella la que ves en la pantalla, sino Jean Simmons, con la
que guarda parecido, igual que el voraz orgullo y la intransigencia de la rubia
–la prometida de Peck- la asocia con tu esposa, por no hablar de la fascinación
de ambas por sus padres, víctimas del complejo de Electra.
No logras olvidar olvidar la noche de la partida de Marta: un cielo como el lomo de un toro con las
banderillas arrancadas, las camisas azules de los falangistas de farra, la luz
cadavérica del andén, su figura de lirio que se disolvía en la bruma del humo,
el intercambio a escondidas de los regalos de despedida, la rosa roja con un
soneto escrito en un papel plegado al tallo a cambio del pintalabios cromado
que en su cumpleaños le habías regalado del estraperlo y que a falta de otra
cosa te dejó como recuerdo. Siempre lo llevas contigo. Como un talismán o un
órgano más de tu cuerpo palpas el frio de la barra de labios en el bolsillo del
pantalón; sueles guardarlo en el del pecho izquierdo. Aunque quieres que
termine cuanto antes o más bien que no se acabe nunca y pasar el resto de tu
vida admirándola en el cine con la petaca de coñac a mano, se prolonga la
escena de Jean Simmons. La corteja con brutal torpeza el primogénito de los
cuatro patanes que han maltratado a Peck. Al parecer ella es maestra y
propietaria de unos terrenos que por el agua para el ganado resultan
estratégicos y son anhelados por los dos terratenientes del país, el mayor
Terrill, padre de la susodicha rubia, y Rufus Hannassey, progenitor de los
cuatro hermanos.
Aunque ya ha concluido
la secuencia de Jean Simmons, el recuerdo de Marta te ha ensartado el corazón
con un punzón de hielo que en el orificio de la herida se te derrite, y para
anestesiarte das otro trago a la petaca. Recordando cómo empezaste a beber
después de que ella se fuera, apenas te fijas en la escena siguiente, situada
en el rancho de los Terrill, donde Peck ha venido a instalarse antes de su
boda, y te avergüenzas reconociendo que te has mantenido en una ligera
borrachera sostenida durante este año y medio, la cual, sin contar hoy, solo se
te escapó de las manos el día que por un conocido común supiste que Marta se
había casado en París con un exiliado que escribía para el cine.
Para dejar de beber
esperabas que la suerte te compensara con la aceptación de alguno de los
guiones que como mensajes embotellados desde la isla de los muertos remitías a las productoras, pero tus aspiraciones de dejar de ser un modesto
crítico de cine se han estrellado contra el invisible muro del silencio. Ojalá
en vez de abismarte en la nostalgia del amor perdido, el alcohol te infundiera
valor para desertar de tu matrimonio en bancarrota y huir a París; algo se está
urdiendo en el cine francés y te encantaría participar de ello. Con tu
esquizofrénica economía, mientras que tu suegro le abre a tu mujer cuentas sin
tasa en los comercios más lujosos de la ciudad, tendrías que invertir en los
pasajes el total de tu magro sueldo. Mientras asistes a la conversación que
Peck mantiene con su adusto y glacial suegro (Charles Bickford), encuentras
similitudes con el tuyo. De hecho el mayor Terrill parece un cacique de tu
tiempo y también cataliza en su favor los sentimientos de sus subordinados,
cree que su tierra es la mejor del mundo por ser suya y odia tan visceralmente
a su competidor, Rufus Hannassey, que ansía su exterminio. La expedición de
castigo que emprende Terrill contra los Hannassey te recuerda la partida que a
la caza de los últimos maquis en la sierra organizara tu suegro. En su compañía
te sientes tan incómodo como Peck con el suyo; cuando habla de política callas,
pero hasta tus silencios provocan suspicacias.
A Peck el ambiente del
rancho le resulta igual de hostil que a ti, que en una ciudad de mentalidad tan
estrecha como sus calles (Horizontes de Grandeza), a veces te parece que a los
lados los muros se acercan hasta comprimirte, o que te oprime un cielo de zinc
que de un momento a otro se te caerá encima; incluso te falta el aire, inhalado
por voraces curas y disminuido por las campanadas que aletean como cuervos.
Hasta tus huesos se desesperan anticipando el incómodo reencuentro con los
tapizados de felpa y cretona de tus muebles, con el cojo sillón club del
casino, con la mesa desportillada de la redacción. Lo cual te recuerda que
tendrás que pergeñar una crítica de la película con la habitual retórica hueca,
huera, campanuda, que te exige el redactor jefe. Te fijas en cómo ignora Peck
los retos y trampas que le tiende el capataz del rancho, interpretado por
Charlton Heston, que desdeñándolo por haberse dejado avasallar por los
Hannassey lo ha invitado a montar al indómito Viejo Trueno.
Al siguiente trago tu
indeseable vecino se agacha y, frunciendo el bigote con una sonrisa sardónica,
en la palma de la mano te ofrece algo que se te ha debido caer al extraer la
petaca: un cromado lápiz de labios. Lo coges, tartamudo de gratitud, y él se
vuelve a su acompañante: “Maricón, te lo dije”. Estás acostumbrado tanto al
desprecio de la chabacana élite como a la desconfianza resentida de los obreros
o los jornaleros, los camaradas de tu padre. Ojalá nunca le hubieras hecho caso
cuando en la verbena te mandó corresponder a las miradas de la hija del cacique
sacándola a bailar un pasodoble. Tu padre podría haber incorporado a cualquiera
de los subalternos del rancho de los Terrill, como ese mexicano, Bedoya, que
recuerdas de El Tesoro de Sierra Madre. Igual que a los personajes de ésta, a
ti y a los tuyos os deslumbró el oro de tu familia política. Llegaste a delirar
con la utopía de que tu suegro te financiara una película.
Ahora el maestro Wyler
realiza un montaje alterno entre la doma en solitario –con el único testimonio
del mexicano- a que como improvisado cowboy Peck somete a Viejo Trueno, y la
expedición punitiva de los hombres de Terrill, encabezados por el capataz
Heston y el propio mayor, contra el poblado de los Hannassey. Así, con
expresivo contraste opone Wyler la valentía alérgica al lucimiento del ex
marinero, a la cobardía de quienes entre veinte apalean a tres; el esfuerzo de
la voluntad individual que por espíritu de superación se impone al caballo, a
la exhibición en público de un terror que en una escalada de violencia solo
generará más terror.
Pero por mucho que
compares tu soledad e incomprensión con la de Peck, tan despreciado por su
prometida como tú por tu consorte, sabes que careces de su temple, seguridad y
confianza en sí mismo, y que sin su talla moral y monolítica perseverancia, ni
tú ni tu hígado podréis resistir mucho tiempo. ¿Qué chupatintas vendrá en tu
lugar al Palacio de la Música cuando llegue traspapelada a la redacción la siguiente
invitación a algún estreno? Quizá tú mismo, puede que gracias a tu
afición al cine te recuperes; no deberías quejarte, ya que te dedicas a lo que
más te gusta. Solo que por culpa de Jean Simmons, que ahora reaparece en la
secuencia de la fiesta de compromiso y vuelve a recordarte a Marta, el cine no
te va a servir, como al público, de evasión. Vuelve a clavársete el punzón y
recurres al coñac para cauterizar la herida.
Has dado un trago más
largo que la bocanada de un ahogado. A través de una niebla móvil ves que, reajustándose, en el baile de la fiesta al menos momentáneamente se han reunido
las parejas adecuadas: la rubia con el capataz, Jean Simmons con Gregory Peck.
La música se descompone en un pasodoble. Gira la sala como la noria de cierta
verbena. Oscilan las figuras de la pantalla, como desenfocadas. Con un extraño
ademán el bigotes levita en la penumbra y te tiende un sobre que rasgas con
nerviosa expectación: del interior algo cae al suelo, de otro sobre interior
extraes una cuartilla donde lees en francés una oferta de trabajo de Cahiers du
Cinema, la noria se ha detenido contigo en lo más alto y de luces arde el Sena,
pero una parte de ti que va creciendo no se alegra sino que obtiene la triste
convicción de que incluso en sueños no dejo de hablarte yo, la voz de la culpa,
la manía de acusarte a ti mismo que te implantaron los curas, y que como una
tara hereditaria te acompañará toda la vida.
Abres los ojos: el
bigotes ahora te recoge del suelo una rosa disecada, con un papelito atado al
tallo en el que reconoces tu letra y debajo otra nueva, de Marta, Marta, Marta.
“Maricón de mierda”.
Perdón, ¿quién escribió la crítica? ¿De qué año es?
ResponderEliminarBueno, más que crítica es una especie de relato cinéfilo. El autor soy yo mismo y la escribí la semana pasada. Se supone que la acción transcurre durante el estreno de la película en Madrid, que sería en torno al año 59 o 60.
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