lunes, 9 de febrero de 2015

HORIZONTES DE GRANDEZA (THE BIG COUNTRY)


Ves que junto a una rubia etérea (Carroll Baker) a través de esa llanura propicia al cinemascope Gregory Peck, de bombín, guía un coche de dos alazanes, y que cuatro rufianes, mugrientos de incurables resacas, se interponen en su camino, y cuando él frena ella le arrebata las riendas y cerca de atropellar a los truhanes los deja atrás y acelera por la planicie oceánica, trepidante, pero los cuatro los persiguen en sus monturas, los alcanzan y, adelantándolos, en plena carrera se entregan a burlonas cabriolas y acrobacias de irrisión que Peck, forastero, toma por homenajes de bienvenida, hasta que, para escarnecimiento de la rubia, quienes resultan los hermanos Hannassey detienen el coche y se mofan de la etiqueta del foráneo, que en pacífico afán priva del rifle a su compañera, entre carcajadas lo despojan del bombín, le hacen bajar del pescante y desde los caballos lo enlazan y lacean, y de él tiran y tironean en direcciones contrarias ante la impotente y ruborizada ira de su prometida. Y en tu butaca piensas que así es como te sientes cada día que amanece encendiéndose con la colilla del anterior –alba que se prende con triste estrella-, te ves igual que Gregory Peck en esa escena, atado y maniatado en tu desvencijada mesa de gacetillero del único periódico de una ciudad mesetaria, burlado por un destino que en las ruinas de tu vida caligrafía las grietas del fracaso.

                                   

No te concentras en la película porque has llegado tarde con tal de evitar el NODO y la ciega sala vira como una noria. Cierras los ojos hasta que se te pase un mareo parecido al que soportaste casi las cinco horas de autobús a Madrid. Después de enseñar en la taquilla del Palacio de la Música la trémula invitación al estreno de Horizontes de Grandeza que por error, burla o piedad llegó a la redacción, un acomodador te ha alumbrado el rumbo errático, y en la fila has hecho levantarse a dos fantasmas y pisado a tu vecino, un bigotes relumbrante de hebillas y entorchados, que ha mascullado: “Maricón”.
Por un momento temes que el olor a coñac inunde la platea y que todas las luces se hayan prendido para ubicarte y expulsarte del local. Abres los ojos y en la oscuridad deslumbrante ves la belleza grácil y pueril de una delicada morena cuyos convulsos rasgos parecen obra de un escultor genial, y te parece estar soñando con Marta, el perdido amor de tu vida, la única con la que has sido infiel a tu esposa, y que por culpa de tu cobardía y de que en tu país (Big Country) es ilegal el divorcio, partió de tu ciudad llevándose consigo toda esperanza, como si fuera a casarse con un afortunado doble tuyo que se quedara con toda tu felicidad porque la mereciera más que tú. Naturalmente, no es ella la que ves en la pantalla, sino Jean Simmons, con la que guarda parecido, igual que el voraz orgullo y la intransigencia de la rubia –la prometida de Peck- la asocia con tu esposa, por no hablar de la fascinación de ambas por sus padres, víctimas del complejo de Electra.

                  

No logras olvidar olvidar la noche de la partida de Marta: un cielo como el lomo de un toro con las banderillas arrancadas, las camisas azules de los falangistas de farra, la luz cadavérica del andén, su figura de lirio que se disolvía en la bruma del humo, el intercambio a escondidas de los regalos de despedida, la rosa roja con un soneto escrito en un papel plegado al tallo a cambio del pintalabios cromado que en su cumpleaños le habías regalado del estraperlo y que a falta de otra cosa te dejó como recuerdo. Siempre lo llevas contigo. Como un talismán o un órgano más de tu cuerpo palpas el frio de la barra de labios en el bolsillo del pantalón; sueles guardarlo en el del pecho izquierdo. Aunque quieres que termine cuanto antes o más bien que no se acabe nunca y pasar el resto de tu vida admirándola en el cine con la petaca de coñac a mano, se prolonga la escena de Jean Simmons. La corteja con brutal torpeza el primogénito de los cuatro patanes que han maltratado a Peck. Al parecer ella es maestra y propietaria de unos terrenos que por el agua para el ganado resultan estratégicos y son anhelados por los dos terratenientes del país, el mayor Terrill, padre de la susodicha rubia, y Rufus Hannassey, progenitor de los cuatro hermanos.

                   

Aunque ya ha concluido la secuencia de Jean Simmons, el recuerdo de Marta te ha ensartado el corazón con un punzón de hielo que en el orificio de la herida se te derrite, y para anestesiarte das otro trago a la petaca. Recordando cómo empezaste a beber después de que ella se fuera, apenas te fijas en la escena siguiente, situada en el rancho de los Terrill, donde Peck ha venido a instalarse antes de su boda, y te avergüenzas reconociendo que te has mantenido en una ligera borrachera sostenida durante este año y medio, la cual, sin contar hoy, solo se te escapó de las manos el día que por un conocido común supiste que Marta se había casado en París con un exiliado que escribía para el cine.
Para dejar de beber esperabas que la suerte te compensara con la aceptación de alguno de los guiones que como mensajes embotellados desde la isla de los muertos remitías a las productoras, pero tus aspiraciones de dejar de ser un modesto crítico de cine se han estrellado contra el invisible muro del silencio. Ojalá en vez de abismarte en la nostalgia del amor perdido, el alcohol te infundiera valor para desertar de tu matrimonio en bancarrota y huir a París; algo se está urdiendo en el cine francés y te encantaría participar de ello. Con tu esquizofrénica economía, mientras que tu suegro le abre a tu mujer cuentas sin tasa en los comercios más lujosos de la ciudad, tendrías que invertir en los pasajes el total de tu magro sueldo. Mientras asistes a la conversación que Peck mantiene con su adusto y glacial suegro (Charles Bickford), encuentras similitudes con el tuyo. De hecho el mayor Terrill parece un cacique de tu tiempo y también cataliza en su favor los sentimientos de sus subordinados, cree que su tierra es la mejor del mundo por ser suya y odia tan visceralmente a su competidor, Rufus Hannassey, que ansía su exterminio. La expedición de castigo que emprende Terrill contra los Hannassey te recuerda la partida que a la caza de los últimos maquis en la sierra organizara tu suegro. En su compañía te sientes tan incómodo como Peck con el suyo; cuando habla de política callas, pero hasta tus silencios provocan suspicacias.

                  

A Peck el ambiente del rancho le resulta igual de hostil que a ti, que en una ciudad de mentalidad tan estrecha como sus calles (Horizontes de Grandeza), a veces te parece que a los lados los muros se acercan hasta comprimirte, o que te oprime un cielo de zinc que de un momento a otro se te caerá encima; incluso te falta el aire, inhalado por voraces curas y disminuido por las campanadas que aletean como cuervos. Hasta tus huesos se desesperan anticipando el incómodo reencuentro con los tapizados de felpa y cretona de tus muebles, con el cojo sillón club del casino, con la mesa desportillada de la redacción. Lo cual te recuerda que tendrás que pergeñar una crítica de la película con la habitual retórica hueca, huera, campanuda, que te exige el redactor jefe. Te fijas en cómo ignora Peck los retos y trampas que le tiende el capataz del rancho, interpretado por Charlton Heston, que desdeñándolo por haberse dejado avasallar por los Hannassey lo ha invitado a montar al indómito Viejo Trueno.

                 

Al siguiente trago tu indeseable vecino se agacha y, frunciendo el bigote con una sonrisa sardónica, en la palma de la mano te ofrece algo que se te ha debido caer al extraer la petaca: un cromado lápiz de labios. Lo coges, tartamudo de gratitud, y él se vuelve a su acompañante: “Maricón, te lo dije”. Estás acostumbrado tanto al desprecio de la chabacana élite como a la desconfianza resentida de los obreros o los jornaleros, los camaradas de tu padre. Ojalá nunca le hubieras hecho caso cuando en la verbena te mandó corresponder a las miradas de la hija del cacique sacándola a bailar un pasodoble. Tu padre podría haber incorporado a cualquiera de los subalternos del rancho de los Terrill, como ese mexicano, Bedoya, que recuerdas de El Tesoro de Sierra Madre. Igual que a los personajes de ésta, a ti y a los tuyos os deslumbró el oro de tu familia política. Llegaste a delirar con la utopía de que tu suegro te financiara una película.

                           

Ahora el maestro Wyler realiza un montaje alterno entre la doma en solitario –con el único testimonio del mexicano- a que como improvisado cowboy Peck somete a Viejo Trueno, y la expedición punitiva de los hombres de Terrill, encabezados por el capataz Heston y el propio mayor, contra el poblado de los Hannassey. Así, con expresivo contraste opone Wyler la valentía alérgica al lucimiento del ex marinero, a la cobardía de quienes entre veinte apalean a tres; el esfuerzo de la voluntad individual que por espíritu de superación se impone al caballo, a la exhibición en público de un terror que en una escalada de violencia solo generará más terror.
Pero por mucho que compares tu soledad e incomprensión con la de Peck, tan despreciado por su prometida como tú por tu consorte, sabes que careces de su temple, seguridad y confianza en sí mismo, y que sin su talla moral y monolítica perseverancia, ni tú ni tu hígado podréis resistir mucho tiempo. ¿Qué chupatintas vendrá en tu lugar al Palacio de la Música cuando llegue traspapelada a la redacción la siguiente invitación a algún estreno? Quizá tú mismo, puede que gracias a tu afición al cine te recuperes; no deberías quejarte, ya que te dedicas a lo que más te gusta. Solo que por culpa de Jean Simmons, que ahora reaparece en la secuencia de la fiesta de compromiso y vuelve a recordarte a Marta, el cine no te va a servir, como al público, de evasión. Vuelve a clavársete el punzón y recurres al coñac para cauterizar la herida.

                  

Has dado un trago más largo que la bocanada de un ahogado. A través de una niebla móvil ves que, reajustándose, en el baile de la fiesta al menos momentáneamente se han reunido las parejas adecuadas: la rubia con el capataz, Jean Simmons con Gregory Peck. La música se descompone en un pasodoble. Gira la sala como la noria de cierta verbena. Oscilan las figuras de la pantalla, como desenfocadas. Con un extraño ademán el bigotes levita en la penumbra y te tiende un sobre que rasgas con nerviosa expectación: del interior algo cae al suelo, de otro sobre interior extraes una cuartilla donde lees en francés una oferta de trabajo de Cahiers du Cinema, la noria se ha detenido contigo en lo más alto y de luces arde el Sena, pero una parte de ti que va creciendo no se alegra sino que obtiene la triste convicción de que incluso en sueños no dejo de hablarte yo, la voz de la culpa, la manía de acusarte a ti mismo que te implantaron los curas, y que como una tara hereditaria te acompañará toda la vida.
Abres los ojos: el bigotes ahora te recoge del suelo una rosa disecada, con un papelito atado al tallo en el que reconoces tu letra y debajo otra nueva, de Marta, Marta, Marta. “Maricón de mierda”.       
                   
             
                                                                                                                                

2 comentarios:

  1. Perdón, ¿quién escribió la crítica? ¿De qué año es?

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  2. Bueno, más que crítica es una especie de relato cinéfilo. El autor soy yo mismo y la escribí la semana pasada. Se supone que la acción transcurre durante el estreno de la película en Madrid, que sería en torno al año 59 o 60.

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