No encuentro ese zafiro
por ninguna parte. Su legendario brillo deslumbra los primeros recuerdos de mi
niñez y quizá por eso siempre he comparado con su belleza, fulgor y pureza el
amor que nos tenemos los tres hermanos Geste; parece que Beau y Digby aciertan
cuando se burlan de mis inquietudes poéticas. Se diría que en la crisis
familiares el benjamín es el menos llamado a resolverlas, pero como si se
tratase de mis derechos sucesorios me niego a renunciar a mi cuota de
participación en esto; no les voy a dejar a esos dos todo el mérito. Aunque
igual que sus nocturnos al piano el amor a mi prima Isabel me encanta en un
hechizo paralizante, no me resigno a ser el pasivo protagonista de una novela
romántica: prefiero las de aventuras coloniales. ¿Acaso no somos los Geste como
los Tres Mosqueteros, uno para todos y todos para uno? La responsabilidad ha de
compartirse y… maldita sea, tampoco está en el secreter.
Desde que nos acogió la
tía Patricia, hermana de nuestro disoluto padre adoptivo, gracias a su amor de
madre nuestra infancia y juventud han transcurrido aquí en Brandon Abbas con la
dorada pereza, el sereno esplendor de una mañana de primavera, hasta que anoche
estalló en nuestras vidas una tormenta de Gólgota. Mientras en el Refugio del Cura la tía a instancias de Beau nos enseñaba el zafiro Agua Azul, valorado
en 30.000 libras –según el supersticioso Digby una fortuna desafortunada, ya
que ha acarreado la desgracia de sus sucesivos dueños-, tras un relámpago de
oscuridad apareció vacío el forro de terciopelo carmesí que en el estuche de
tafilete alojaba la piedra. Descartando a Isabel, a la tía, al ruin primo
Augustus (una especie de D’Artagnan al revés), al que Digby no tardó en cachear,
y desde luego que a mí, resultaba evidente que los culpables serían Beau o
Digby. Pero incluso cuando sabíamos que uno de los tres Geste seríamos un
ladrón, no se diluyó nuestro afecto; quien lo hubiera hecho, habría tenido un
motivo noble.
De todos modos los
filósofos dicen que de lo malo no puede salir lo bueno, así que revolcándome en
los bandazos y sacudidas del insomnio esta noche me ha parecido que en vez de
una tormenta sobre Brandon Abbas se cernía el ala de la muerte, y he saltado de
la cama con la esperanza de que en el apagón Augustus ocultara el zafiro en
algún escondite para recuperarlo más tarde… ¡Tampoco está en el arcón! Mi pulso
aumenta al ritmo de unos pasos que se acercan por el corredor, y temo que el
insomne me crea culpable: la tía nos ha dado hasta mañana de plazo para reponer
el zafiro antes de recurrir a la policía. Pero quizá quien viene sea el ladrón.
Entra Digby, y en la
serena desesperación de sus ojos no encuentro culpa ni sospecha. Me enseña una
carta con la letra de Beau en la que se confiesa culpable. Sin poder resistir
el parecido del color del Agua Azul con sus ojos, afirma habérselo llevado para
no tenerlo que compartir con nosotros dos y se despide burlón. Aunque en parte la codicia sea
cuestión de magnetismo, me niego a creerlo.
En cuanto leyó la carta
de Beau, John coincidió conmigo en que nuestro hermano mayor se autoinculpaba
para protegernos a los dos; era impensable que alguien tan generoso nos privara
del último resto de la fortuna que la salud de nuestro benefactor aún no le ha
permitido dilapidar. La paradoja era que sosteniendo tal cosa, sin saberlo John
se echaba la culpa: si Beau y yo éramos inocentes, solo él podía ser el ladrón.
Así que para solidarizarme con Beau, acompañarlo en la aventura y descargar de
apuros a John, que tiene más futuro y amor que perder, no tardé en imitar a
Beau y seguir sus pasos. Era evidente que había ido a alistarse en La Legión
Extranjera, el mito de nuestra infancia y escenario donde contra un fondo de
dunas, murallas y caravanas se proyectaban nuestros sueños y se desenvolvía la
ficción de nuestros juegos.
Así que en la mesa del
desayuno el bueno de John encontraría una carta hermana de la que Beau me había
dejado en la almohada: me atribuí el robo del Agua Azul. Solidarios en la
infamia, aquel delito parecía un raro privilegio o galardón que todos
quisiéramos ostentar, los Geste somos así. Alcancé a Beau en Marsella, donde
nos alistamos con nombres falsos y fuimos embarcados a Marruecos. Hasta
entonces todo aún parecía otro de nuestros juegos, el más perfeccionado de
todos.
Nos destinaron a Saida,
un emplazamiento del Sahara donde los reclutas hacen la instrucción. Y a las
dos semanas no nos sorprendimos de encontrar en la fila de novatos a un lindo
joven barbilampiño de ojos vivos y sonrisa socarrona: nuestro entrañable John.
A través de medio mundo, desde las brumas del norte al sol del sur, su instinto
fraterno había seguido nuestras huellas. Ya se habían reunido los Tres
Mosqueteros. Y sin embargo, al verlo en fila a órdenes del vil sargento Markov,
tuve unos de mis pálpitos. Había algo inadecuado en la proximidad entre la gentil
delicadeza de John y la crueldad cruda y grosera del sargento, el oído musical
de nuestro benjamín no debía exponerse a los impactos de los insultos del
sargento, el vuelo de la imaginación de mi hermano parecía incompatible con el
pedestre rigor ordenancista de Markov, que sospecho sea una coartada para su
sadismo.
En la cantina
celebramos el encuentro con varias rondas. Por supuesto John también reivindicó
la autoría del robo. A lo largo de las siguientes semanas cumplimos nuestra
instrucción, con la única novedad de que cierta noche Beau sorprendió a
Razimov, un enano con risa de hiena, intentando robarle mientras dormía. Su
contenida reacción me confirmó que no llevaba encima el Agua Azul. Lo más
preocupante es que sospecho que Razimov sea un soplón de Markov y puede que nos
haya oído hablar del zafiro. Hemos pasado unos días felices; hasta ahora todo
este caso ha parecido una excusa para realizar nuestras fantasías de formar filas
en La Legión Extranjera.
Esta mañana entramos en
acción y han empezado los problemas: el dichoso Markov nos ha separado.
Mientras que Beau y John han sido destinados al fuerte de Zinderneuf, yo parto
ahora en otro contingente para relevar a la guarnición de Tocotu. Cerca de la
puerta me vuelvo y al ver la sonrisa de despedida que Beau me dedica para
infundirme valor y confianza, con el brillo de zafiro de sus ojos me acomete la
fatal intuición de que pronto cumpliré con su deseo de ser enterrado según el
rito vikingo, a bordo de un barco en llamas a la deriva y con un perro muerto a
los pies. Pero me engaño, por suerte solo será un presagio inducido por ese
zafiro gafe: en medio del Sahara no parece fácil flotar en ninguna parte.
Pero dado el caso
Markov sí haría el papel de perro.
No puedo permitir que
por mi culpa John encuentre su tumba en estas arenas del Sahara; me temo que en
vez de su héroe acabaré siendo su verdugo, para protegerlo ojalá pudiera guardarlo aunque fuera en el estuche del zafiro. Tres semanas de aislamiento y de
exposición al sol de la locura han convertido los barracones en un manicomio y
el fuerte en una caldera del infierno; incluso tenemos nuestro demonio: el
sargento Markov. Por las almenas se pasea la muerte como un ratero por la casbah,
sustrayendo lo más valioso de los hombres.
Primero los alaridos
del mortífero delirio de Nixon afilaron los nervios de todos. Luego fue el
regreso de los desertores, Renoir y Swartz, que traídos por los beduinos
parecían alucinados por el hambre y la sed, ya que habían despreciado el fuerte fueron
condenados por Markov a volver sin agua ni víveres al horno del desierto, y al
salir me dieron la impresión de arrastrar los cadáveres que pronto serían. Me pesaba la
responsabilidad de que John tuviera que asistir a tales infamias. Y el mazazo
fatal fue la muerte por malaria del teniente Martin, que dejaba el mando en las
impías garras de Markov, ya dueño de nuestra vida y nuestra muerte.
En los barracones se
declaró la fiebre del motín. De los cincuenta solo dejamos de contagiarnos un
tal Maris, John y yo; los Geste tenemos una sola palabra y se la prestamos a
Francia, por indigno que fuera su representante. Con nuestro apoyo y el de
Razimov, una sanguijuela que se filtra por todas las oportunidades, el sargento
ha sofocado la rebelión. Lo que no me esperaba es que Markov me exigiera la
entrega del zafiro. ¿Cómo le habrá llegado el eco de su robo?
También se le ha
ocurrido que John y yo fusiláramos a los cabecillas de la revuelta, pero a eso
sí nos hemos negado: nuestro deber no consiste en impartir su injusticia. Como
en las novelas de aventuras que tanto le gustan a John, ha resuelto la
situación un oportuno ataque masivo de los tuaregs. Nunca hubiera imaginado
cuánto tendría que agradecerle al enemigo, porque al necesitar a todos los
hombres Markov ha tenido que aplazar el castigo y ordenar repartir rifles y
municiones.
Y apostados entre las
almenas del fuerte, encorvados contra nuestro destino, acabamos de rechazar el
primer ataque de las tribus; he visto que John, como la mayoría, está ileso, su
trémula sonrisa ha intentado tranquilizarme. Nuestra esperanza finca en que
lleguen a tiempo refuerzos de Tocotu, Digby entre ellos. Si no, abrazaremos la
muerte en estas almenas y saciaremos el hambre de los buitres, John incluido…
Al menos, experto en
crueldades y catador de sangre, Markov es un militar competente. Enajenado por
la lucha pero inspirado por el peligro como un poeta por el vino, acierta en
las órdenes y en todas las decisiones, espolea a cada hombre y es tan eficiente
que una multitud de Markovs parece evolucionar por el fuerte. Aun así
encomienda las posiciones más peligrosas a sus enemigos personales. Si no
quisiera sonsacarme sobre el Agua Azul, le encantaría que alguna bala tuareg me
encontrara un corazón que solo teme por John.
Puede que después de
todo el zafiro sea falso, pero mi cariño por John, por Digby, es auténtico.
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