
Perfilada ante las
ascuas de un crepúsculo que crujía,
arrebatada de
amor-pasión, de odio-ardor,
furiosa como una gata
salvaje, generosa y triste,
así te vi la primera
vez, la tez de bronce,
bella y venenosa como
una flor silvestre,
y ya te tronché el
tallo, el talle, te arranqué el pétalo de un beso,
ardiente en la hoguera
de un cielo que gemía,
arrebolada al trasluz
de la vergüenza y la venganza, de rubores y tornasoles,
rebelde al paso de
vellones bermellones,
desbocada en la luz
airada, ante un paisaje veloz y escarlata,
mestiza y pura, roja y
blanca, temeraria,
así te veo ahora, rosa
casi desangrada,
pálida amapola
derramada
que dejas un reguero de
pétalos en las pestañas del suelo,
modelada arcilla o
terracota, estatua india desenterrada,
y si ahora vuelvo a
verte roja es por la sangre,
no la tuya sino por la
mía que me ciega con una nube rosa
por todos los ocasos
que con tus disparos me has reventado en los ojos,
porque te estás
quedando exangüe como una mañana
por todos los soles que
mis balas te han abierto en la piel de nubes:
hemos alcanzado la
muerte como un orgasmo conjunto
de rojas agonías y
gritos como estertores.
Ahora te veo más dócil,
de palabra grácil, gentil,
domada por el jinete de
la muerte,
más fácil, como si
hubieras oído mi serenata junto a la campana,
la risa triste de mi
guitarra,
como si no te
arrastraras como una serpiente enamorada
a beberte mi último
suspiro por beberme el tuyo.
Ahora pareces más
blanca, un lirio y no una amapola,
porque ya casi estás
desangrada.
Reverberante como una
llama en la fragua de la tarde,
alegre contra el
incendio del cielo como un cementerio en llamas,
raptada por el placer
cuando mis labios te marcaron al rojo como a una res,
orgullosa y arrastrada,
ruborizada,
en la poza como una
anguila o un águila aquí en la roca,
leonada contra un cielo
donde el ocaso trasfunde su sangre a la noche,
palpitante en el
relámpago de tu camisa carmesí,
maldiciendo a tu gallo
porque te hice perder al gallina de mi hermano
y a la Perla que te
hubiera gustado ser, una gran dama como una lujosa oca,
pero somos iguales:
sensuales y viles, jóvenes y crueles,
fiables como la arena,
bellos como la luna, estériles:
estábamos condenados
uno al otro, atados aunque no esposados,
te veo acostada en el
nicho de tu cama, hendida de placer,
sigo viéndote como
nuestra primera vez, Perla Chávez,
incluso ciego de sangre
te veo tendida junto a mí,
pero ahora en el cénit
del miedo y de la muerte conjunta,
por fin me has enlazado,
ya no me moveré de tus brazos,
los dos acostados en la
roca, sobre sábanas de piedra
y con la sangre
secándose en nuestros cadáveres
como el semen en los
cuerpos abrazados de los amantes dormidos.
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