John Arnold
Hartman, Sargento de Artillería.
Cuerpo de
Marines.
Isla de Perns,
North Carolina.
Estimado
Mayor Flesh: Sinceramente agradecido por su interés, le comunico que mi moral
no se ha visto afectada por las insidias y asechanzas de nuestros enemigos internos,
esos asesinos pacifistas; que mi ánimo y entusiasmo siguen encendidos como esta
lámpara que con su resplandor de sangre y fuego como una llamarada o una
antorcha del K.K.K. me ilumina la escritura, aquí recostado en mi lecho junto a
mi bello y fulgurante fusil semejante a una puta anoréxica; y que mi confianza
en la victoria sobre el Vietcong se mantiene tan firme como mi fe en Cristo, valores
todos que usted me inculcó en la instrucción previa a Corea y que como una
llama sagrada intento transmitirles a los zotes y zopencos de mis reclutas. Sí,
ganaremos. Masacraremos al enemigo. Lo devastaremos. Lo aniquilaremos. Como
usted decía, si la guerra es una puta los marines somos sus chulos. Mayor, cada
vez que lo recuerdo en su época de sargento denigrándonos y degradándonos en
las filas del patio, una gota como de amoníaco me abrasa de emoción el borde
inferior del párpado derecho. Me siento su heredero; al fin y al cabo también
estos cabrones son chinos y comunistas.
Sin
embargo, usted no tuvo que afrontar la vil acusación de acoso a los
subordinados que esos bribones de senadores demócratas me han lanzado como un
torpedo, pero que no ha hecho sino redoblar la disciplina de hierro con que
forjo a mis hombres. Y además han fallado el blanco. Porque fuentes del estado
mayor me han vertido que de un momento a otro tal calumnia de esos rufianes que
odian la guerra va a ser archivada. Reconozco que puedo ser duro, pero justo.
Incurren en un error criminal al acusarme de traumatizar a mis soldados cuando
lo que pretendo es todo lo contrario, armarlos moralmente, acorazarlos contra
el futuro enemigo, y adiestrarlos como a mastines que husmeen el rojo de los
comunistas como si fuera un rastro de sangre. Si no fuéramos implacables con
ellos, sobre el Capitolio se abrirían un millón de paracaídas vietnamitas como
setas venenosas, y entonces esos politicastros sí tendrían razones para
quejarse de nosotros. Pero venceremos. Avasallaremos al enemigo. Lo
trituraremos. Lo arrasaremos. Sustituiremos sus raciones de arroz por otras de
napalm.
La
cuestión de fondo de tan inicuas quejas es de orden generacional, sociológico.
A estos bisoños les hemos regalado un bienestar que, si no los curtiéramos,
serían incapaces de defender. Usted y yo no conocimos la marihuana, el rock,
las palomitas de maíz. Entre nosotros no había maricones ni comunistas ni
aficionados al baloncesto. Estos jóvenes entran al cuartel procedentes de una
cancha de juego, de alguna fiesta del instituto, del convertible de papá donde
han magreado a una amiga de su hermana. Ya no se emborrachan como es debido ni
se van de putas como Dios manda. Mayor, cuando ingresé en los marines a sus
órdenes, yo venía de las palizas de mi padre, de los insultos de mi madre, de
la violencia del Bronx. Después de eso el fuego de los coreanos sonaba de
artificio.
Por
eso es intolerable que pretendan inculparme cuando me he limitado a entrenar a
esos vagos, a motivar a esos pichaflojas, a enmendar a esos retorcidos, a
enderezar a los pervertidos. Solo intento convertir en hombres a esas nenas.
Digan lo que digan no es cierto que los vitupero con insultos racistas,
homófobos o machistas, aunque reconozco que si me excito puedo llegar a ser
grosero. Por Cristo que nunca he insultado a esos hijos de puta. Si los corrijo
a base de flexiones y marchas, ayunos y guardias, es para ponerlos firmes, en
forma. Si a veces cedo a mis naturales impulsos y eventualmente los vilipendio
o vapuleo es por su bien. Nunca se me ha ocurrido humillar a esas sabandijas,
ni los he torturado más que psicológicamente. Me limito a inculcar a esos
mequetrefes la épica de cuartel, la aséptica lírica de este mundo de literas y
taquillas, órdenes y garitas. Los domingos incluso les dejo una hora libre,
siempre y cuando sea para asistir a la misa del capellán. Si a veces he hecho
el sacrificio de significarme como detestable a sus ojos, ha sido para
enseñarles a odiar, no porque disfrute atizándoles, como difama el pliego de
acusaciones. Por no hablar de aquel psiquiatra chiflado que tuvo tiempo de
achacar mi rigor a un trauma de la infancia antes de que empezara a sangrarle
la nariz. Nunca he pegado a nadie, a no ser un papirotazo al que olvide
llamarme señor, un puñetazo al que no se arrodille a tiempo, una bofetada a
quien descuide el reglamento o una patada al que no le reluzcan las hebillas.
Todo por mor de convertirlos en defensores del estilo americano de vida: ver
partidos de béisbol en la tele con las botas de vaquero sobre la mesa, un Marlboro
después del perrito caliente con la cerveza, psicópatas que disparan desde sus
inviolables propiedades, los negros puteados, la gran bomba atómica.
Por
lo demás, es cierto que no llamo a los reclutas por sus apellidos, sino por
motes y remoquetes cariñosos; en el fondo aprecio a esos hijos de perra. Mi
propio padre, cuando se emborrachaba, era más estricto conmigo que yo con
ellos. Todavía me quedan cicatrices en la espalda. Usted, Mayor, me enseñó que
un marine no solo ha de tener buena puntería, sino un corazón de pedernal. Me
cisco en todas las comisiones de investigación que me preparen. Y todo porque a
uno de los pocos casos perdidos que ni siquiera espabilan conmigo se le ocurrió
tirarse por la ventana de un hospital del ejército. Casi todos estos chicos
maduran. Estos días, por ejemplo, estoy notando los beneficios de mi
tratamiento en un recluta al que llamo Patoso. Se trata de un gordinflón que al
principio era un perfecto inútil, un vago y un inepto, incapaz de subir hasta
la mitad de una escalera. Después de unos meses se está convirtiendo en un
soldado respetable y ya no da grima verlo desfilar…
Tengo
que dejarle, Mayor, oigo voces procedentes de los aseos y he de averiguar qué
está pasando. Esos gilipollas no me dejan ni escribirle en paz.
Con
mis mejores deseos de recuperación, un afectuoso saludo de su más incondicional
soldado.
P.D:
Hasta dentro de dos meses no podré visitarle debido al cambio de horario para
las visitas que en su última carta ha adjuntado algún amable empleado del
pabellón psiquiátrico.
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