Como si el
verdugo ya me hubiera truncado el tronco,
como si el
encapuchado ya me hubiera vendado la mañana,
como si con un
tajo de destellos el leñador ya me hubiera talado la copa
y mi cabeza
rodase vacía de leyes y cánones, silogismos y demostraciones,
como si ya
hubiera muerto o aún no nacido, póstumo,
como si los míos
vinieran y por otro me tomaran a mí, Thomas Moore,
como si en esa
paja bajo tanto dicterio mi criterio fuera otro piojo,
me siento ahora que
el carcelero me ha incautado la pluma y el infolio:
mentira o verdad,
si no se escribe nada es real,
mi ciencia es
opinión y mi conciencia tirita.
En la Torre mi
conciencia era una valiente doncella, desnuda e indefensa,
mi conciencia
era una virgen rebelde que no temblaba al frío de la espada,
mi conciencia
era una pupila traicionada pero firme, cegada pero lúcida.
Y si el rey
Enrique no hubiera querido dispensarse de la dispensa,
si con la excusa
farisea de que era viuda de su hermano, pues ya lo sabía,
no hubiera
desterrado de sus sábanas de Holanda a Catalina
para con sus
canciones arrullar el placer de Ana Bolena,
la dama cuyas
pupilas, ágatas de gata, brillan a la sombra de la lujuria,
y si la gárgola
de Gorgona de Wolsey con su aliento de fuego
no hubiera
intentado fundir mi juicio de acero,
y si con sus
infinitas cabezas de Hidra y mil ojos de Argos
la Medusa de la
corona y el Leviatán del estado
no hubieran
devorado los tratados de criterio contrario,
y si como a un
abejorro de la cara no me hubiera espantado
el beso de Judas
de Richard Rich,
si no hubiera
sabido qué fugaces pasan los honores de la corte,
qué falaces son
las sombras en los crepúsculos de Chelsea,
que las pompas y
oropeles son reflejos en las aguas del Támesis,
cómo en la
corriente se irisan la plata y la seda, la fama, el nombre,
si en Londres la
vergüenza no hubiera pintado de rojo todas las ventanas
y el miedo no
hubiera encalado las fachadas de los hipócritas,
si en la plaza
con cepo no se hubieran humillado las lealtades
y las leyes no
hubieran proscrito la conversaciones privadas, las amistades,
si a mi paso
como cuervos las campanadas no hubieran doblado a muerto
y los adivinos y
agoreros no se hubieran negado a leerme la mano,
si la ceniza de
la desgracia no hubiera enfriado mi hogar
y no me hubieran
acusado de ser quien no fui, corrupto y desleal,
si en un potro
no me hubieran estirado el ingenio y contorsionado el genio
y en los muelles
no me hubiesen compadecido los mendigos,
si entre los
amigos no hubiera resonado mi campanilla de apestado,
mi silencio no
habría resonado en Europa como un grito, un no rotundo,
que desde el
Támesis cruza el continente como un jinete del Apocalipsis,
y en la utopía
de este mundo por un instante no habrían triunfado
no el cetro de
mi orgullo ni la púrpura de mi vanidad o mi empeño,
sino la coronada
doncella de mi conciencia.
Como si ya me
hubieran tronchado el tallo de la voluntad
y el cáliz de mi
cabeza rodara como un clavel de pétalos rojos,
como si ya me
hubieran segado el tallo de la verticalidad
y mi cabeza
rodara hueca de razones y recuerdos, amores y decepciones,
como si ya
estuviera en la tumba o aún en la placenta, ilegítimo,
me siento ahora
que el carcelero me ha requisado la pluma y el infolio,
sin utopía, sin
ese mundo paralelo en que mi familia sigue conmigo,
porque si no
escribo ni leo estoy muerto, no he nacido,
me siento bajo
el mármol y las rosas o en el útero,
y en la Torre la
doncella de mi conciencia yace exánime pero aún intacta.
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