Metílico sobre
etílico, alcohol sobre alcohol,
vahos sobre el
espejo y las botellas del bar, suspiros en el terciopelo,
alientos en los
vidrios, vapores de recuerdos volatilizados,
espectros de
seres queridos invocados por los agonizantes,
porque los
delirantes no están borrachos sino heridos de muerte
en este hotel de
New Station acondicionado como hospital de campaña
donde vendas se
han hecho las banderas y gemidos los himnos,
donde como un
recepcionista la muerte a cada herido reparte su llave,
donde como un
botones Caronte acepta una moneda por cada bagaje,
en el ataúd de
la barra el coronel Marlowe abre el bar y bebe y bebe y bebe
whisky de
metralla madura y resplandores de fuego,
de centeno
abonado por el sustrato de los recuerdos de los caídos,
un whisky en el
que se destila su desesperación de constructor destructivo,
en un vaso donde
hierve la tormenta, envenenado de la amargura
de tener que
reventar el ferrocarril confederado él, un ferroviario,
bebe un whisky
en el que se diluye la sangre que no quería derramar,
que no tendría
que haber vertido en el polvo brillante de estandartes,
que no tendría
que haber exprimido de la rosa de tantos cadáveres
si con la
suicida osadía del Sur, con su dignidad temeraria, el manco Miles
por telégrafo no
hubiera llamado al matadero al rebaño de rebeldes.
Bebe y bebe
Marlowe, de aventurero nombre conradiano,
ha prohibido las
canciones y las risas, los vítores y las fanfarronadas:
hay victorias
que salen demasiado caras
y en el ambiente
pesan la culpa y el dolor del vencedor.
¿Dónde estará su
esposa en la que ahora piensa?
¿Por qué la
recuerda ahora que la muerte ha ganado la carrera?
No es ella esta
sureña con la piel de miel y el sol en el pelo,
con lava en los
labios y los ojos como lagos de hielo.
Si ella no
hubiera muerto hace veinte años
habría culpado
al doctor Kendall, heredero de aquellos matasanos.
En el bar recién
abierto del hotel de New Station
donde como un
viajante bregado la muerte se ríe de los jóvenes,
donde como un
enterrador el camarero reparte gotas de consuelo,
donde como una
puta la gangrena se lleva a muchos al piso de arriba,
el coronel
Marlowe bebe, bebe, bebe
whisky donde se
concentran los crepúsculos de estos cinco días de marcha
desde La Grange
a través de quinientos kilómetros de terreno enemigo,
después de huir
adelante y de avanzar retrocediendo,
bebe sin
saborear un whisky macerado en tiempos de paz y contento,
pero en el que
se condensan las heridas y penalidades de esta guerra,
y en las olas
del vaso observa el naufragio de su amor en el tiempo,
ve cómo se aleja
a la deriva hacia el cadáver tendido del horizonte,
cómo se hunde
joven y valiente por siempre, por nada desmentido.
Los raíles que
sus hombres destruyen, la locomotora que descarrila,
lo saludan con
tracas y salvas de despedida, explotan,
un colega clavó
las vías y traviesas que ahora estallan,
se siente autodestructivo
como un novelista quemando su novela.
¿Dónde está su
esposa en la que piensa? Ya casi podría ser su hija:
al menos no
envejece cincelada en el medallón del recuerdo.
Si ella no
hubiera muerto hace veinte años
habría culpado
al doctor Kendall, idéntico a los cirujanos
que
inconcebiblemente la abrieron y rayaron el diamante de su cuerpo
con una pinza de
cangrejo en busca de un tumor invisible.
No, ella no es
esta rubia en cuyo silencio se hunde la lápida de su padre,
en cuyas
lágrimas también navega el recuerdo de un hombre alto,
otra sombra que
como la esposa de Marlowe
surca el espejo
del bar de este hotel de New Station
donde paciente
como una camarera la muerte hace la cama de cada cliente,
donde como una
madame la septicemia cobra cada alivio por anticipado,
no, su esposa no
es ella, pero si el odio lo cegara menos,
si no llamara a
los médicos tahúres, jugadores con suertes y vidas ajenas,
quizá su aura de
topacio, su luz de alba de primavera,
quizá su
silencio de espejo, su cansancio, le habrían recordado a ella:
una como un rizo
de humo y la otra encarnada, sus dos esposas en el tiempo
callan junto a
Marlowe en esta barra parecida a un catafalco.
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