Hermana Soledad,
a la fuerza me
acojo a tus brazos yertos, a tu hábito áspero,
a tu seno blanco
y ciego de monja con la piel de cera,
siempre tan fría
desgranando el rosario de mis penas,
con la tristeza
tan bien plisada en tu falda almidonada,
porque eres
rigurosa con tu silencio de clausura,
solo generosa
con los huérfanos y los ermitaños,
con los
borrachos y los poetas, con los enamorados,
pero no te
queremos los pobres y los ancianos, los desesperados.
Permíteme que me
presente, por desgracia nuestro trato será frecuente:
Me llamo Umberto
Domenico Ferrari, natural de Ferrara,
hijo de Exposito
y María Dolorosa,
tengo sesenta y
cinco años en estos tiempos tan jóvenes, tan crueles,
no debería
decírtelo porque así vendrás a diario,
con tu cara
demacrada, Hermana Soledad, y esa cofia sudada,
pero vivo en el
trece de San Martino de la Batalla, tercero,
altura que solo
asegura el éxito de la caída al paso del tranvía,
soy funcionario
jubilado del Ministerio de Obras Públicas,
lo digo por si
te hago falta para el papeleo,
aunque para
presentarte no necesitas ningún formulario,
eres sumaria,
expeditiva, a covachas y palacios tienes paso expedito,
éste es Flike,
mi perro, un ratonero, tu peor enemigo,
ya se sabe que
no admites perros en tu presencia, les tienes alergia
porque te
ignoran y con su alegría contagiosa rompen tu cerco,
en cambio te
gusta María, la muchacha de la casa,
te entiendes
bien con los adolescentes y con las solteras embarazadas
y cada noche la
visitas entre las sábanas, su crisálida de soñadora.
No tengo familia
ni existen los amigos en el invierno,
solo ex colegas
que me rehúyen: husmean la vergüenza de mi pobreza,
así que vengo a
tu encuentro llamándote por tu nombre,
Hermana Soledad,
mi piel vistes como la fría fiebre,
ya me conformo
con tu consuelo triste y gratuito,
no puedo
permitirme una compañía más cara,
con mi pensión
no alcanzo ni a alimentar al perro
y con mi
presupuesto me desequilibro al abismo del desahucio,
al menos si
viviera en un quinto el suicidio sería seguro,
eres mi último
recurso, mujer pálida y descarnada,
me recuerdas a
una prostituta vieja que cojea por un parque bajo la lluvia,
tienes los ojos
de polvo y los pechos manchados de mala sombra,
como pieles de
lagarto tus besos cuelgan al sol nublado,
tus caricias son
heridas abiertas con sal en carne viva,
pero también
eres propensa a ser imaginada como no eres,
recreada,
idealizada, sublimada por alguna fantasía compensatoria,
con el
maquillaje lunar puedes resultar tersa, con una paz estirada,
la mujer ideal
que nunca he encontrado porque solo es un fantasma,
Hermana Soledad,
siempre tan paciente, tan pocas veces dulce,
avanza a tu
encuentro quien todo lo pierde,
tu tristeza
pulula como el camino de hormigas de la cocina,
si al menos me
compraras este reloj, te lo dejo por tres mil liras,
a mí ya me sobra
el tiempo, vivo de prestado, ojalá de balde,
eres la reina de
la gran ciudad, cómo evitarte a mi edad,
soledad, hermana
de la desolación, alcahueta de la muerte bella,
con la coartada
de la meditación, de tu sicario el pensamiento,
con la excusa de
hacer inventario de la vida, del recuerdo,
me infiltras en
el ánimo la humedad viscosa de la pena,
por tu culpa como
un grillete el hastío se apodera de mis gestos,
se me estanca
con bacterias de cieno en la boca del estómago,
viaja conmigo en
un vagón desvencijado por las cloacas, en el subsuelo,
y como los
grumos de un charco salpica de mis pasos enfermos,
déjame ir por
hoy, estás vacía y podrida por dentro, pero me pesas
como si todos
mis años me colgaran de la espalda,
en tu silencio
oigo rumores de los preparativos de un viaje muy largo.
Ha sido un placer compartir este post por su sensibilidad y delicadeza. Muchas gracias.
ResponderEliminarGracias a ti por tu interés.
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