En cuanto me presentaron a aquel chico tan descarado, Eddie, el sobrino de mi amigo Joe, y lo vi sonreír antes de hacer una carambola sin dejar de detectar a la rubia que ingresaba en el garito, supe que llegaría lejos si encontraba a quien le enseñase el camino. Era otro golfillo de la calle, había dejado libre su pupitre en la escuela, hacía tiempo que habían muerto sus padres –él en un accidente del taller, ella de un infarto- y nadie se ocupaba de él; pero además de jugar como nadie al billar, mostraba en el turquesa diáfano de sus ojos una indefensión, lo rodeaba tal aire de desvalimiento, que todas las chicas querrían amamantarlo y a los hombres nos suscitaba confianza y el deseo de abrigarlo contra la crudeza del mundo.
Quizá por eso no tardé en convertirme en su mentor, agente, administrador, socio, apoderado y amigo. Si necesitaba un padre, y todo artista –él lo es del billar- necesita uno que lo patrocine y lo conforte, ya lo había encontrado. Y además de todo eso también me convertí en su gancho. Porque llevamos años exprimiéndole el dinero a los incautos a través de los tugurios y garitos del condado.
Nuestro sistema consiste en hacernos pasar por viajantes de comercio poco avisados –rebosando desamparo, él hace del típico bala perdida y yo soy el maduro que no puede refrenarlo-, que borrachos de bourbon, nostalgia y desesperación despilfarran su dinero fácil en inverosímiles apuestas al billar. Al principio Eddie se deja ganar por mí y otros cuantos, y con su simpática apostura, que excita la solidaridad masculina –si no remueve afinidades más turbias-, concita la precaria piedad del personal, que, viéndole dilapidar el dinero como si fuese papel de fumar, deponen su compasión y se apresuran a esquilmarlo antes que otro se les adelante. Y cuando Eddie, en la aparente cima del despropósito, como un desesperado kamikaze, se juega el todo por el todo, y hasta el limpiabotas pugna por apostar contra él, efectúa un golpe genial –para él rutinario- que detiene el tiempo y a todos deja atónitos de incredulidad, arrambla con los billetes y nos escabullimos entre aquellas estatuas de la frustración. Y yo piso el acelerador antes que las esculturas se articulen y, dejando de recriminarse a sí mismos, ya no se crean víctimas de la mala suerte o del castigo que merecen su codicia y rapacidad. Al asomarse a la carretera, con los puños en alto, apenas distinguirán la nube de polvo de nuestro cacharro.
Y así durante años, a través de paisajes cambiantes y estaciones cíclicas, sembrando el asombro y la desesperación entre los parroquianos de presta avaricia, cuando ya se frotan las manos ante ganancia tan fácil, pueblo tras pueblo señalando el mapa del tesoro del estado con las cruces de nuestras víctimas para no volver a los mismos sitios y devorando asfalto en el errante derrotero de nuestras vidas, nosotros mismos paradójicas presas del bourbon y del juego, como si un cínico destino nos hiciera incurrir en los mismos vicios que Eddie imposta en los garitos.
En ninguna parte nos reconocen porque nuestras víctimas nunca publicitan su oprobio. La vergüenza es el alimento de la infamia. De modo que con imaginativas variaciones efectuamos nuestra actuación con la misma suavidad, limpieza y exactitud con que Eddie logra sus carambolas, suerte de poesía instantánea, sublime arte aún más efímero que el del director de orquesta, que al menos cuenta con la memoria de más espectadores y críticos o la posibilidad de una eventual grabación. Aunque la ausencia de rivales dignos quizá lo anquilose, a veces Eddie cree que nunca le ganará nadie. Cuando juega, toda la tensión y electricidad del instante se aglutinan en sus manos que, sin inmutarse, firmes y enérgicas, con un toque mágico, transmiten al taco un impulso que, acrecentando el aire de la sala con todo el aire de los alientos contenidos, materializa en el tapete los diseños delirantes de su imaginación. Eso es, cada jugada suya es como el cumplimiento de un sueño que hasta entonces nadie se ha atrevido ni a imaginar.
Hasta que no hace una semana la brújula del destino tuvo que traernos aquí, a Ames, ciudad gris donde solo brilla la corona del Gordo de Minnesota, el campeón del mundo del billar, de cuyo trono Eddie sueña derrocarlo. Y desafiarlo a través de los cotillas fue lo primero que hizo Eddie en el umbral de su feudo.
A las ocho se presentó en el local el conspicuo, circunspecto Gordo, engreído en su traje de trescientos dólares y con el pañuelo de batista oloroso a lavanda, el clavel rojo peripuesto en la solapa y solo un poco más seguro que socarrón, el topacio luminoso en el anillo y la despreciativa colilla en los labios. Casi sin saludar emprendió su magisterio en la mesa. Moviéndose por los rincones como un imposible bailarín, con voz engolada dictaba cada jugada antes de ejecutarla, como si fuese juez y verdugo, para excluir la posibilidad de un azar afortunado, advirtiéndonos de que en vez de casualidad era prodigio lo que deparaban sus manos, milagro cuanto trazaban en la mesa las morcillas de sus dedos, reinventando cada vez la geometría con fugaces teoremas dignos de un Euclides moderno.
Aunque ya lo conocían, con la unción de un rito, cada carambola repiqueteaba en un silencio de admiración. Al fin se conformó con un golpe defensivo que con su cálculo diabólico apenas permitió a Eddie un intento, y el Gordo reanudó su exhibición acaparando el juego ante la estupefacción de un aspirante que era otro espectador. Jamás fallaba, su perfección era ineludible; aquello parecía la dictadura de un tirano que nunca moriría ante un pueblo enajenado de devoción, absorto en sus estrategias irremisibles.
Y por fin los relojes reanudaron su marcha y algunos se atrevieron a hablar: el Gordo había fallado. Y Eddie cogió el relevo, el cetro del taco, la varita mágica que transmutaba la matemática en música muda. Porque aunque su rival no le había dejado más que un resquicio, una imperceptible grieta en el estuco de la perfección, logró deslizarse por allí y poco a poco, como en un palimpsesto inverosímil, empezó a disolver los artísticos frescos que el otro había pintado en nuestra memoria. Aunque nadie lo conocía como yo y sabía que él llevaba años soñando con aquella noche, era el primer sorprendido.
Ahora no tenía que disimular como en los garitos, sino que podía desplegar el esplendor único de su juego como quien extiende un precioso tapiz robado que hasta entonces no se ha atrevido a mostrar. Podría haber jugado a ciegas; lo había tocado algún dios; yo le veía las chispas en la punta de los dedos, podía sentir el tacto y el ritmo de la sangre en sus manos que blandían el taco como una batuta o un látigo que, flexible e imperioso, dominase los azares de la física: las bolas rodaban con la exactitud y la necesidad de las estrellas cumpliendo sus órbitas en el verde y oblongo universo de fieltro.
Se encadenaron las carambolas y las horas, y cuando el alba se pintó en los vidrios le íbamos ganando once mil quinientos dólares al Gordo. Demudado, el público se había olvidado de dormir. Bert Gordon, un apostador profesional, financió al Gordo para seguir jugando. A las veinticinco horas de partida les ganábamos dieciocho mil. Mermado por el bourbon y el cansancio, Eddie debió retirarse entonces, pero no quiso ni oírme hablar de eso. Tenía la excusa de que había venido a liquidar al Gordo y solo pararía cuando éste se diese por vencido; sí, aquello era una coartada inconsciente para perder porque, aunque todavía no lo sabe, Eddie odia la victoria. Está enamorado de la derrota, no era que no supiese ganar, sino que en lo más profundo de sí quería que el Gordo le ganase.
Y así, mientras él seguía bebiendo, el Gordo fue a refrescarse y al poco volvió en forma, radiante de vigor y entusiasmo. Y por supuesto que empezó a remontarle, y no había forma de convencer a Eddie que lo dejase. Él era mucho peor enemigo de sí mismo que el Gordo. El pulso errático, apenas se mantenía en pie, borracho primero de gloria y ahora de autodestrucción, y antes de que cayera redondo al suelo acabó por perderlo casi todo, hasta mi respeto. Había dilapidado su victoria. Lo llevé al hotel, recriminándome a mí mismo no haberle enseñado a gestionar su talento.
Se despertó primero e, incapaz de afrontarme a la luz de la cordura, se fue dejándome el coche y la mitad de los doscientos dólares que le quedaban. Después de buscarlo por todas partes, esta mañana un tendero me ha puesto en la pista y lo he encontrado en casa de esa chica. Los dos apestaban a alcohol. Intenté persuadirlo de que volviéramos a la carretera y hasta le concedí que se trajera a la chica. Le recordé que no había tenido más padre que yo. Pero no hubo forma: está obsesionado con pedirle la revancha al Gordo. Me ha echado de allí gritándome que lo único que quiero es seguir explotándolo.
Y la verdad es que gracias a él todos estos años he estado ahorrando un buen dinero y como ya tengo una edad pretendía asegurarme la vejez con un par de años más de timos. Hay que reconocer que el chico tiene razón; a mí me espera la vejez de un tramposo y no tengo derecho a arrastrarlo conmigo. Tengo que enfrentarme a ello solo. Ya me buscaré algún chanchullo. Ahora soy yo el desvalido, el huérfano de oportunidades. Pero no soy tan joven ni atractivo como él.
Ni siquiera se me da bien el billar.
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