Me gusta recordar los tiempos en que aún era víctima de mi educación protestante y, rígida y frígida, seguía casada con Donald, el chico que me estaba destinado desde la infancia. Éramos tan tímidos en público –y en privado- que apenas nos rozábamos y todo el mundo nos tomaba por hermanos, y cuando nos veían salir del mismo cuarto se escandalizaban; es lo que pasa con los hipócritas, que a fuerza de reprimirse todo lo retuercen y acaban siendo más viciosos que nadie. Lo sé por experiencia.
Aquel viaje que hicimos a África por mor de su trabajo –es antropólogo- me volteó la escala de valores, me dio la vuelta como los pantis o las medias con ligas de encaje que por entonces nunca utilizaba. Los paisajes exóticos suelen alterar a muchos puritanos, pero a diferencia de ellos de vuelta a casa no me recogí la melena ni volví a abrocharme los botones de la castidad. A mí no fueron los indígenas quienes me despojaron –desnudaron- de los remilgos, sino un americano, Vic Marswell, el guía que había de dirigir nuestra expedición.
Y eso que al llegar a su campamento no me cayó bien. Parecía rudo, estaba tenso y tenía la cara crispada, los ojos saltones y unas orejas de elefante. Además, encomendó nuestro viaje a sus subordinados Brownie y Boltchak. Debería sus nervios a la pantera negra que estaba intentando cazar, casi tan peligrosa como la tal Eloise Kelly, aquella morena de la que se había librado embarcándola en la barcaza que nos trajo. La vi alejarse en cubierta tan furibunda e impotente como la tigresa enjaulada que tenía al lado.
También yo me puse histérica cuando, recién llegados, Donald reaccionó fatal a las vacunas y lo atenazó la fiebre; nunca, en ningún sentido, lo había visto tan calenturiento. Me sentí desamparada y todo me parecía hostil: las fieras y nuestro anfitrión, los indígenas y la casa prefabricada, la selva y la misma noche. Al ver la sonrisa socarrona con que Vic se tomaba lo de Donald, me enfurecí y llegué a a bofetearlo, y a partir de entonces se desinfló la tensión y me quedé tan serena como si la abofeteada hubiera sido yo, que era quien realmente lo necesitaba.
Inesperadamente, Mrs. Kelly hubo de volver después de que la barcaza se averiase para largo; las mujeres como ella son ineludibles. Hablamos por la mañana: éramos el día y la noche. Ella la noche, por supuesto. Me explicó que la primera vez había llegado por equivocación al campamento –todo en ella era equívoco-; no sé qué marajá la erró en su itinerario, lo cual delataba su libertad de costumbres. Por entonces ella era todo lo contrario que yo: cercana, sincera, cálida, emocionante y pasional. Por supuesto que me escandalizaron su desenvoltura y la ligereza con que se refirió a sus affaires con varios hombres. Sí, me pareció vulgar; aún ignoraba todo lo que me iba a enseñar.
Me fui a dar un paseo por los aledaños; no sabía que fuera peligroso y en seguida me alarmé de todas las alimañas que pululaban por allí. Asustada, iba a volverme cuando caí en el hoyo de una trampa y desde el fondo oí rugir a la pantera en cuyo lugar había caído. Menos mal que Vic la abatió a tiempo. Me ayudó a salir y me desahogué del susto hablando con él. El ruido de la muerte aún en el oído, tratamos temas muy íntimos. Nunca había hablado así con Donald. Estaba muy confusa respecto a Vic –me fascinaba su salvaje soledad- y respecto a mí. De regreso estalló una tormenta que acabó por desatarme una electricidad interior que hasta entonces yo desconocía. Como un rayo, él cayó sobre mí, me besó y, de vuelta a casa, ya que mi marido seguía durmiendo, hicimos el amor. ¡Cómo iba a suponer media hora antes que haría algo así! Realmente, en la selva había algo más peligroso que las fieras.
Pero me había parecido que Mrs. Kelly nos atisbó desde el porche; y, en efecto, en la cena, con Donald ya a la mesa gracias a la quinina, empezó a mostrarse sarcástica. El vino le afiló la lengua; estaba celosa: el sufrimiento nos vuelve crueles. Al menos, gracias a mí, Vic se decidió a encabezar en persona la expedición hacia el territorio de los gorilas. Sin su participación, ésta habría fracasado; aunque el pobre Donald no iba a África en busca del trofeo de ninguna cornamenta, al menos en algo se benefició de mi aventura.
Mi marido pretendía estudiar a los simios para matizar la Teoría de la Evolución; ahora me parece que para estudiar a los primates le habría bastado con quedarse en Nueva York y salir a la calle en horario punta. Partimos al día siguiente. Mrs. Kelly nos acompañaría hasta desviarse a Nairobi, donde tomaría un avión de vuelta a casa, suponiendo que la tuviera. Redobló las puyas de la víspera, como si estuviera tirando dardos en algún pub. Con muy buena puntería.
Recuerdo que ella me parecía incomprensible; una mujer tan bella y desenvuelta podría tener los hombres que quisiera: ¿por qué cebarse en Vic? En cambio, para una puritana inglesa, para colmo casada, como yo, él era la oportunidad de mi vida. Naturalmente, mi conciencia –esto es, mis prejuicios- intentaba alejarme de Vic; por eso no dejaba de proclamar cuánto amaba a mi marido. Lo peor fue cuando éste me dijo a solas que se notaba a la legua que los otros dos habían estado liados antes de nuestra llegada. Entonces fui yo la que se puso celosa; no hay nada tan contagioso como los celos. Delante de Donald tenía que camuflar mis sentimientos; en la intimidad de la tienda, las mosquiteras fueron mis aliadas para la opacidad. Cuando su respiración se dormía, me escapaba de la tienda y me iba a la de Vic o nos paseábamos bajo la noche rumorosa que ya no me resultaba enemiga.
A todo esto, progresábamos en nuestro azaroso itinerario a través de tribus hostiles, tumultuosos ríos y selvas de fábula, sin que los encantamientos del amor me dejaran apreciar el paisaje si no era para imaginarnos en una intermitente luna de miel mientras él y yo paseábamos solos. Solo me sentía un poco más culpable que feliz. Una vez tuvimos que huir de cierto puesto militar que había sido atacado por una tribu en rebelión. En otro lugar había una Misión católica y vi a Mrs. Kelly confesarse con el párroco como una devota; estábamos intercambiando nuestros papeles. Luego vino a disculparse por sus impertinencias y a advertirme contra Vic. Acusarlo de ser un donjuán cualquiera implicaba que ella había sido una de sus víctimas, lo cual espesó mis celos. ¿O me decía todo aquello para quedarse con él?
Al fin llegamos a la región de los gorilas y Donald, paradójicamente eufórico, pudo grabar varios rollos de película y cintas de audio para su estudio de campo. En vista de lo que ocurrió poco después, me pregunto si confirmó que los machos peleaban por las hembras. Puesto que yo me veía incapaz, Vic se ofreció a explicarle a Donald que yo quería divorciarme. Pero según deduje después por lo que me contó Donald, a Vic debió derrotarle el clásico patetismo de mi marido confesándole cuánto me quería y quejoso, como una esposa despechada, de que yo hubiera olvidado nuestro aniversario. Y para colmo Vic tuvo que salvarle la vida abatiendo al gorila que nos habría librado de él.
Furioso por su impotencia, Vic volvió solo a las tiendas y lo encontré borracho en brazos de Mrs. Kelly. No pude soportarlo y le disparé: apenas un rasguño en el hombro. Aquello tenía visos de folletín, porque justo entonces irrumpió Donald, que al fin parecía haberlo comprendido todo, según la cara que traía. Y Mrs. Kelly pretendió salvar mi matrimonio –y quedarse con Vic- contándole la historia de que yo solo había disparado a aquel rufián de las orejas de soplillo en defensa de mi honor. Por fortuna, ya no se llevaban los duelos, y Donald y yo nos volvimos a Nueva York sin despedirnos de nadie. Él optó por creerse la versión de Mrs. Kelly y se comportaba como si nada hubiese ocurrido; todos preferimos creer lo que nos conviene.
Y un par de semanas más tarde, ya que él no había sido capaz, tuve que ser yo quien le desengañara de las certezas de su mundo: le dije que me separaba. Para no ofenderlo más de la cuenta, me inventé un amante, el precursor de otros muchos reales que le siguieron.
Había perdido a Vic, pero me había encontrado a mí misma.
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