domingo, 2 de septiembre de 2012

"LA MUJER PANTERA"


                 
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Tantos años de estudio y ejercicio de la psiquiatría para incurrir en la vulgaridad de enamorarme de una paciente, esta Irena Dubrovna, y no a pesar sino precisamente porque está loca. Creyéndose heredera de una maldición de sus ancestros serbios, cree que, convertida en pantera, despedazará al primer hombre que la bese. Ya me gustaría que me arañara esa gatita salvaje, pequeña y elástica, con el pelo eléctrico, siempre erizada de puro nervio. Sus ojos fosforescentes me tienen hipnotizado.

Y eso que fui yo quien empleé la hipnosis en la consulta. “Me atormentan los gatos…”, maullaba más que decía, “… sueño con ellos, no conozco la paz, los tengo metidos adentro…”. Diagnóstico: joven aquejada de una fantasía recurrente, inducida por carencias afectivas –huérfana de padre-, y con delirios optativos que le hacen creer que todos los hombres quieren tocarla, que la aman como a la muerte propia. Y lo peor es que conmigo ha acertado.

Y para acabar de embrollarlo todo, está recién casada con Oliver Reed, un modesto delineante; ella también es dibujante: entre ambos parecen esbozar un apunte macabro digno de Goya. Aunque han pasado por vicaría, aún no han consumado el matrimonio –ya que los psiquiatras somos como confesores, debemos guardar el secreto-, por lo que me he permitido sugerir a Oliver que anule el matrimonio antes de ingresarla en un sanatorio, pero aunque está arrepentido de haberse casado, el muy tonto alega que si está enferma, él la cuidará.

A ellos dos los he conocido por mi amiga Alice, que a su vez está enamorada de Oliver. Con una pizca de sentido común, lo tendríamos muy fácil para reagruparnos. Si Oliver me hiciera caso en lo de anular su matrimonio, Alice podría casarse con él y yo me ocuparía de Irena. No hacen buena pareja alguien tan insondable como ella y el hombre transparente que es Oliver. El pobre no podrá tolerar por mucho más la abstinencia sexual, las continuas visitas de ella al zoológico, la certeza de su condición de pantera, el miedo a sí misma –que acaba por contagiar a animales domésticos y a otras personas-, la convicción de que el Mal anida en su seno como un hijo perverso… Oliver no soportará todo lo que a mí me apasiona, esa orgía de síntomas que para un terapeuta es su neurosis, ese festín de posibilidades teoréticas que es su psiqué, un filón del más alto interés médico. Y humano.

Sin saberlo llevo toda la vida buscando una mujer como ella. En mis tiempos de Yale salí con un par de condiscípulas demasiado parecidas a mí, y estos años todas las chicas de mi círculo con que me relacionado han acabado por parecerme grises, insípidas, demasiado equilibradas. Tan previsibles, de caracteres tan desteñidos, que no me tensaban el músculo de la pasión ni estimulaban mi interés más genuino. A ellas les sobraba la normalidad que Irene se queja de carecer, necesaria para hacer feliz a su marido. Pero todas las otras palidecen ante ella, por ejemplo, cuando tendida en el diván pone en el infinito sus ojos de ágata y dice que lo que tiene adentro solo es inofensivo mientras siga tranquila. ¡Ya me gustaría a mí despertar a la fiera que lleva dentro!

Solo ha venido una vez a la consulta y para volver a verla tuve que hacerme el encontradizo en el único sitio donde estaba cierto de encontrarla: el zoo, ante la jaula de la pantera negra. Antes de abordarla, vi cómo le entregaba al encargado la llave que se le había caído al suelo. Me di cuenta de que había superado la tentación de abrir la jaula de la pantera: si me dejara cuidar de ella, yo podría curarla. A veces me parece que delante de Irena me siento como ella ante la pantera, con atracción –propia del vértigo- y algo de miedo –indispensable en el amor-, a punto de abrir la caja de los truenos, con la necesidad física de liberar al demonio de la botella…

En fin, creo que estoy sublimando en la pantera que no es Irene mis deseos de muerte; debería ir al psiquiatra: es un peluquero el que tiene que pelar a otro. Después del zoológico he vuelto a verla solo otra vez, ayer, y parecía más segura que nunca de que bajo la forma de pantera devoraría al primer hombre que se acostara con ella; fue entonces que se me ocurrió que Oliver anulase su matrimonio. Solo yo puedo ayudarla a olvidar esa sarta de supersticiones. Me deseará y comprobará que no se convierte en ninguna pantera; como mucho, será una tigresa en la cama.

Luego acudí a la cita con Alice y supe que la manía de Irena también ha sugestionado a una mujer tan razonable como ella. Me contó que Irena había estado a punto de atacarla un par de veces ¡como pantera! Una noche en una calle solitaria y a la siguiente en una piscina climatizada donde no quedaba nadie; llegó a enseñarme un albornoz hecho jirones. Tanto es así que me desaconsejó quedar a solas con ese monstruo aciago. ¡Pero cómo voy a desaprovechar una cita con una chica tan indómita y peligrosa, esa fierecilla de mi niña, como se titulaba aquella película de Katharine Hepburn!

Y de hecho aquí estoy, esperando que llegue de un momento a otro; esta vez seré lo bastante convincente para que se quede conmigo. Estoy loco por esa loca. Y si se convierte en pantera, para eso tengo mi bastón de marfil, un magnífico símbolo fálico que no me importaría utilizar. A veces creo que con tantos símbolos con que jugamos los psiquiatras –sobre todo los psicoanalistas- no curaremos a nadie, pero acabamos siendo magníficos poetas… ¡Por fin ha llegado! Sigilosa, entra en la estancia en penumbra, avanzando como si partiera el agua de un lago nocturno, me inunda su perfume acre y silvestre, la abrazo –es tan pequeña, tan suave, tan cálida-, me ronronea al oído, sus uñas me arañan los nudillos y de repente me devora este rugido oscuro y sangriento que como una llamarada atroz inflama el cuarto, la calle, la noche y la vida toda…                                                                   


      

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