Desde los policías del
barrio a los barrenderos, todos en Brooklyn saben que nosotras, las dos
hermanas Brewster, con la excusa de alquilar habitaciones siempre tenemos
abiertas tanto la puerta de nuestra hospitalidad como la botella de licor de sauco para
cualquier viejecito que huérfano de cariño quiera acompañarnos en la cena.
Lo que nadie sabe es
que, como en todo, también somos generosas con el cianuro, dulces pese al
amargor del arsénico y pródigas en estricnina, ya que además de amparar a
nuestros invitados y por una noche ofrecerles sosiego y una mullida cama,
nuestro licor de sauco les otorga la paz definitiva y el vigor de nuestro
hermano Teddy con la pala les propicia eterno alojamiento en el sótano. Así,
benévolas y eutanásicas anfitrionas, les ahorramos el resto de penalidades que
a los pobres les queden y anestesiamos sus sufrimientos.
Teddy es encantador,
sufre el leve trastorno de creerse Theodor Rooosevelt y al cavar cada nueva
tumba piensa abrir otra exclusa en el canal de Panamá, igual que siempre que
sube las escaleras ordena cargar para tomar la loma de San Juan. La locura solo
es una de las formas que adopta la felicidad, y aunque creíamos que nadie más de
la familia la sufría, últimamente sospechamos de Mortimer, nuestro sobrino
favorito.
Hasta hace bien poco emblema
de la soltería, autor de varios libelos contra el matrimonio y enemigo de los
puñados de arroz, de las lunas de miel y del color blanco, esta tarde ha venido
a decirnos que se acababa de casar con Elaine Harper, la hija de nuestro vecino
el reverendo. Lo primero que hizo fue telefonear para que le llevaran a Elaine
un ramo de rosas a la estación, ya que se van a las cataratas del Niágara,
hasta ahora tan denostadas por Mortimer.
Dado que es crítico
teatral, mientras nos poníamos las dos a preparar la tarta, empezaba a
contarnos lo absurdo de cierta obra en que el protagonista encuentra un cadáver
en el arcón, cuando justo abrió el nuestro y descubrió a Mr. Hosking, que no
hacía un par de horas había paladeado nuestro licor de sauco. Nos hicimos las
locas por si prefería hacer que no había visto nada y seguir como hasta ahora,
pero, con los ojos como bolas de billar en plena carambola, nos informó a
gritos de su hallazgo.
Nos encantó que al fin
participara de nuestro secreto. Le quiso cargar el muerto a Teddy pero le
dijimos la verdad, y por más que le insistimos en que nadie echaría de menos a
Mr. Hosking porque nos habíamos asegurado de que carecía de familiares y amigos,
no logramos reportarlo. Le resultaría muy raro que empleásemos el licor en lugar
del té, que es lo clásico en estos casos, y también se extrañó de que
hubiéramos escondido el cadáver en el arcón, por lo que le explicamos que lo
habíamos hecho para que no lo viera el reverendo Harper, el padre de Elaine,
que justo entonces había venido a visitarnos, porque la hora del té no es la
más adecuada para ese tipo de descubrimientos. Al fin y al cabo también una
parejita de hermanas solteronas tenemos derecho a divertirnos y a guardar
inocentes secretos. Además, dado que hoy es Halloween, ¿qué mejor manera de
celebrarlo que con un cadáver oculto en el arcón?
Mientras encendíamos el
horno, le insistimos en que no se preocupara por nosotras, porque después de
haber despachado a once caballeros a mejor vida ya teníamos práctica en el
asunto, nadie sabría nada y seguiríamos convidando a licor a muchos otros
melancólicos viejitos para que se les quitasen las penas. Cuando supo que todos
yacían en el sótano, Mortimer sufrió una de aquellas rabietas de cuando niño:
estaba envidioso de no haber participado en ninguno de aquellos juegos. Para
que se tranquilizara, sin mala intención le ofrecimos una copita de licor de
sauco.
Y justo entonces entró
un tal Mr Gibs, un anciano desamparado que preguntaba por la habitación que
ofrecíamos en la primera planta. ¡Un inquilino ideal, pero para el sótano! Éste
parecía exigente, preguntó por el ruido y la orientación del cuarto, sin saber
que, aunque en efecto se quedaría para siempre, no habría estrépito en el mundo que
lo despertara a ninguna hora, ni nunca volvería ya a importarle si el día
amanecía soleado o nublado. Costó trabajo, pero aceptó una copita de licor de
sauco.
A Mr. Gibs le causó mala impresión Mortimer,
que por teléfono hablaba a voces con el director del sanatorio Valle Feliz, y
lo tranquilizamos diciéndole que aquel loco escandaloso no vivía en casa. Y por
fin se llevaba la copa a los labios cuando el chiflado de Mortimer saltó hacia
él y de un papirotazo se la tiró al suelo.
Por eso dudamos de la
cordura de Mortimer. Nos ha espantado al inquilino, que salió despavorido, y él
mismo se ha ido disparado, como un loco furioso, no sin ponerse el sombrero de
Mr. Hoskins, y con la típica convicción y la locura contagiosa de los
paranoicos ha convencido al taxista que lo esperaba de que le buscara un taxi. Es
posible que haya asumido su neurosis y corra a ingresar en el Valle Feliz.
Nos las arreglaremos
solas para seguir ejerciendo la caridad entre quienes buscan alivio a sus
penas.
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