Igual que vosotros
soñáis con mis aventuras
y en la pantalla proyectáis
haces de ilusiones
y desplegáis abanicos y arcoíris de ensoñaciones,
desde la película
también yo envidiaba la variedad de vuestras vidas
y en vuestras sombras sublimaba mis frustraciones de personaje,
de hombre de ficción
condenado a fingir emociones.
Podéis encontrar mi
nombre en cualquier sinopsis
de La Rosa Púrpura del
Cairo:
Tom Baxter, de los
Baxter de Chicago,
un
personaje,
poeta, viajero y
arqueólogo en Egipto,
el explorador de
intrepidez en bombachos
e inteligencia coronada
con un salacot,
que busca la eterna
rosa que un faraón pintó en la tumba de su amor,
pero que en vez de en
ninguna pirámide
supe que florecía en la
penumbra de terciopelo de la platea,
en el cabello de
pétalos de esa pelirroja
que por quinta vez
venía a ver la película.
Los seres irreales
somos sombras, niebla, humo,
los reales recuerdan,
sufren, sueñan:
quiero ser un recuerdo,
un dolor, un sueño.
Tras dos mil cinco
actuaciones me cansé de la cíclica vida
que limitaba mis
movimientos en una coreografía fija
y mi tiempo en una
cronología de hierro,
me harté de mi vida
aventurera y romántica, siempre idéntica,
de conocer a aquellos neoyorkinos tan sofisticados
y cada noche cenar
caviar en el Copacabana,
y envidié vuestros
fracasos, miserias, cuchitriles,
los imprevisibles
apuros y las emociones inconcebibles,
incluso las patatas
fritas o las palomitas,
y cada vez que en la
trama me casaba con la bellísima Kitty
miraba a aquella
espectadora soñadora,
los reflejos de la
proyección le peinaban el pelo púrpura,
y nuestras miradas se imantaban
de la realidad a la ficción,
hasta que anoche, como
un actor escapista o de un tren en marcha,
del vigésimo tercer
fotograma salté a la sala
y me adentré a explorar
la oscuridad de seda negra
porque la rosa púrpura
no crecía en ninguna pirámide de Egipto,
sino en las butacas de
aquel cine de New Jersey.
Huimos del cine hasta
un parque de atracciones
que reconocí por el que
con Kitty visitaba en la luna de miel,
por fin me sentí casual
y no causal, en medio del azar,
lejos de la necesidad
del guión,
desencadenado del
fundido encadenado,
como el primer animal
que respiró fuera del mar
fluía en el medio libre
y radiante de la vida,
a través del invisible,
imprevisible tiempo,
limitado pero profundo,
infinitamente divisible,
ahora podía atropellarme
un auto
pero también el amor de
Cecilia, la romántica espectadora,
a quien había
idealizado tanto como vosotros a los personajes,
prefería afrontar la
muerte de los hombres
a la aburrida eternidad
de la pantalla,
las desengaños del amor
al convencional simulacro
de la película
donde el clímax de
nuestra vida sexual es un beso sin lengua,
para mí la maravilla
reside en lo real
porque aunque tenga
espinas y caduquen sus pétalos
en la vida humana crece
la rosa púrpura del Cairo.
Prefiero el mundo de
verdad al de mentira
(con dinero ficticio ni pude pagar la cena),
al lado de Cecilia ni
las palomitas me molestaban,
y gracias a la tercera
dimensión de su cuerpo
y a la profundidad de
su mente
su compañía es muy
distinta a la de Kitty,
y resulta auténtico
sentir su aliento,
improvisar los
diálogos, conversar de verdad,
no prever sus gestos ni
anticipar sus respuestas,
sorprenderse de sus
actitudes y embelesarse con sus palabras
aunque no todo lo que
diga sea feliz:
me ha hablado de la
violencia de rata de su marido,
de los vasos que
reventaba cuando si quiera era camarera,
de la ocre tristeza y
cadavérica esperanza de una época de crisis,
pero creo que en esta
tierra donde la gente envejece,
enferma de pena y nunca
halla el amor ni la gloria,
encontraré mi Rosa
Púrpura del Cairo.
Los seres irreales
somos mentira, proyecciones, anhelos,
los reales odian,
temen, yerran,
quiero tener un odio,
un miedo, un error.
Tengo que adaptarme al
mundo de Cecilia,
el único verdadero,
pues sería cobarde
invitarla al virtual,
aunque sea tentador
librarla de la muerte,
convertirla en un
personaje,
asombrarla con nuestras
pirámides de cartón piedra,
deleitarla con nuestro
ocaso, químico reflejo de transparencias:
acabaría aborreciendo
aquel espacio perfecto y aburrido,
opaca nebulosa en
blanco y negro parecido a un recuerdo,
la trabaría la telaraña
de la trama del guión
y añoraría la libertad
de este mundo intenso,
la posibilidad de lo
más inesperado,
como al enfrentarme a
mi doble en el espejo de lo real,
un tal Gil Shephered,
el actor que me dio vida
(podéis verlo en la
ficha artística de La Rosa Púrpura del Cairo),
pero vida falsa,
precaria, la de la pantalla,
adonde quiere
deportarme para privarme de Cecilia,
de este mundo nuevo,
de la Rosa Púrpura del
Cairo que no es de plástico.
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