Mediodía y la hora me
atropella como yo casi a los peatones,
las décimas devoran los
segundos y los minutos las horas,
frenético el tiempo
adelanta a mi prisa,
porque no es mi
Cadillac el que corre por el tiempo,
sino el tiempo el que
corre por el Cadillac,
a los lados fugaces
formas huyen al pasado,
las doce y aún tengo
que recoger a mi hermano del hospital,
venderle las armas a
Jimmy,
trincar la coca del
clan de Pittsburg,
rebajarla con quinina
en casa de mi amiga,
salir de compras con
Karen, mi esposa,
preparar con ella los
macarrones de la fiesta,
y empaquetar la coca
para que la niñera vuele con ella
y se la cargue a los
camellos de Atlanta,
pero como un perro
rabioso me muerde el tiempo
o más bien será que el
tiempo alucina y hasta el espacio delira,
se acorta y adensa y me
ralentiza como a un astronauta,
o se alarga y licua y
sobre él me deslizo como un surfista,
primero embebe y luego
crece como un rabo de lagartija,
o será que el tiempo
mudó cuando empecé a esnifar
y al absorber el polvo
sorbo el tiempo
como una lámpara a su
genio maravilloso,
y mi taquicardia
ensordece el tránsito
y el ronroneo de ese
helicóptero que sobrevuela el miedo,
casi la una y aún tengo
que llevarle las armas a mi niñera,
trincar la coca en el
hospital,
rebajarla en mi casa de
Atlanta,
empaquetarla para que
Jimmy se la cargue a los camellos de Pittsburg,
preparar la coca con tomate
y cenar con mi amante y mi esposa,
¡no, con mi amante
esposa!,
y ya el tiempo se
droga, los segundos se esnifan a los minutos,
acelero y más corre el
tiempo,
y no sé en la pesadilla
de quién corro.
Al final las armas no
se adaptaban a los silenciadores de Jimmy
(para él el silencio es
oro, lo primero)
y con mi mujer voy a
esconderlas en casa de sus padres
mientras vamos de
compras,
el tiempo no estaba
drogado, sino que sufría abstinencia,
por eso se torcía y
retorcía, volcaba y revolcaba,
ahora fluye como la
autopista o un río tranquilo,
hasta que el asfalto se vierte en vorágine de cruces
y veo que son las cuatro y vuelve a desbordarse:
aún tengo que preparar
los macarrones en Pittsburg,
trincar la coca del
clan de mi hermano,
rebajarla en casa de
los padres de Karen,
vender en Atlanta las
armas que Jimmy no ha querido,
empaquetarle los
macarrones a mi amiga
para que se los cargue
a los camellos del hospital,
y bajo un helicóptero
que me sigue desde lo alto de la paranoya
la riada del tiempo me
arrastra por la autopista
y en la corriente del
presente afluyen las del pasado
y recuerdo que todo
empezó en serio cuando nos cargamos a Billy
porque se burló de la
época de limpiabotas de Tommy,
y nos pusimos a matar
como quien fuma,
el gatillo en vez del
mechero, los cadáveres como colillas,
hasta entonces solo
habíamos sido traficantes del miedo,
maestros de la amenaza
y protectores de mentira,
correos del dolor, de
los débiles visitantes por sorpresa,
pero aún matar no se
había hecho una mala costumbre
y el asesinato no era
un aperitivo algo excesivo,
después sí se mataba a
un abogado por no coger el teléfono,
a un corredor de
apuestas que se equivocaba de caballo,
a un policía porque
pedía un aumento de soborno,
y Tommy se cargó a un
camarero por no servirle pronto
y nos enfadamos con él
como si hubiera roto un vaso,
hasta mi mujer me
apuntó cuando supo que la engañaba,
creo que el peligro era
nuestra verdadera droga
y nos gustaba más dar
miedo que envidia,
sí, fue al hacerme
adicto al riesgo
y matar por menudencias cuando todo empezó a ir
muy rápido
como si me esnifara
todo el tiempo que les robaba a las víctimas,
y por domesticar los
nervios empecé con las pastillas
y al verter sangre una
riada de tiempo me corría por las venas
como si tuviera prisa
por seguir matando,
y ni siquiera me
tranquilizó la cárcel
sino que allí contacté
con el clan de Pittsburg
a quienes después de
trincar la coca
de chiripa acabo de
vender las armas de Jimmy,
ya solo me queda
terminar de hacer la cena con la niñera,
rebajar la coca en casa
de los camellos
y empaquetársela a mi
amiguita
para que en helicóptero
vuele a Atlanta,
y acelero porque un avión
me persigue por mi esquizofrenia
y el tiempo sigue en mi
sangre drogado,
ya corre adelante y
también atrás
y me acuerdo de cuando
Tommy, Jimmy y yo éramos un triunvirato,
los príncipes de la
coca, héroes de la heroína,
y todos se disputaban
el honor de hacernos un favor,
darnos fuego o una
flor, una mesa o un amor,
y todo seguía muy
rápido,
el tiempo aceleraba
como la sangre o este Cadillac
y como ahora pensaba en
ocho cosas a la vez,
y no sé cómo pero ya he
rebajado la coca en casa de mi amiga
y solo me queda cenar,
empaquetársela a la niñera
y llevarla al
aeropuerto,
después de cada raya
recobro la lucidez,
antes quería esnifarme
la raya continua de la carretera,
lo que me raya es la
abstinencia, el tiempo sigue con su síndrome
y recuerdo el golpe que
dimos en el aeropuerto, ocho millones,
y con la excusa de la
seguridad nos cargamos a la banda
para no repartir el
botín, matábamos como fumábamos
y ya teníamos los
pulmones como ceniceros,
daba igual que fueran
de los nuestros,
solo nosotros tres
éramos buenos chicos de verdad, de fiar,
y formábamos una mafia
dentro de la mafia,
una sociedad anónima
con afán de lucro
cuyos ejecutivos
(ejecutores) padecíamos estrés,
hasta que se fumaron a
Tommy como él se había fumado a tantos,
tanta matanza se le
revolvió en venganza
y en vez de nombrarlo
capo vengaron a Billy, que sí era capo,
y le privaron de todos
los asesinatos que ya no cometería,
se le detuvo el río de
la sangre, del tiempo,
que a mí se me escapa
como los caballos del Cadillac,
hasta que con la niñera
camino del aeropuerto
no veo en el cielo el
abejorro del helicóptero
y la policía me atrapa:
el tiempo se para, a
partir de ahora me sobrará,
y con síndrome de
abstinencia
solo me servirá para
ver mi vida en flash back.
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