Anteanoche volvió a
fallarme otro DVD de la biblioteca pública; como mi propia vida conyugal, por
culpa del desgaste y pese al mito de la durabilidad del soporte digital y del
matrimonio, la imagen se trizó y, congelada como una lámina de hielo agrietada
por un punzón, se fragmentó en un caos sin el calor ni el movimiento del
sentido. Con los recursos ajustados y una pensión alimenticia que afrontar, no
iba a permitirme el gasto de comprarlo, así que ante el espejo roto de la
imagen de Jack Nicholson que se descongelaba a cámara lenta, me resigné a la
idea de no escribir el post sobre Alguien Voló sobre el Nido del Cuco.
Encontré algunas
semejanzas entre el personaje de R.P. Murphy y yo mismo –desaforado el rostro
proclive a las muecas, los ojos protuberantes, adicto al chicle, el gorro
encasquetado como el mío hasta el fondo del escepticismo, 38 años (solo unos pocos menos
que yo), vago, imprevisible, en el umbral de la neurosis, también yo he
fantaseado con la idea de dar el siguiente paso y hacerme pasar por loco para
no tener que trabajar-. Todo lo cual me hizo concluir que quizá no toda la
culpa de nuestra separación cargaba sobre los hombros de mi ex.
Lo cierto es que se
arruinó mi idea de relacionar la película de Milos Forman con los escritos de
Michel Foucault sobre el ejercicio del poder en cárceles, escuelas y
hospitales, pero haberme librado de tal empresa no dejó de aliviarme.
También procedente de la biblioteca, Vigilar y Castigar: Nacimiento de una
Prisión sí era legible, pero tras veinte años no recordaba lo bastante del film
de Forman, y apenas había podido ver –y con interrupciones- la tercera parte
del metraje. Aunque bien pudiera ayudar a la validez del post enfocar la
película desde una perspectiva postmoderna, derivada de la ocultación de lo esencial
o de la fragmentación de su visión, rasgos propios de tan exitosa tendencia y
que gracias a la avería yo había observado a rajatabla. ¿No sería la rotura del
DVD una perfecta imagen de la ruptura narrativa y haberme perdido secuencias
enteras un correlato de la discontinuidad de la acción? ¿Habría algo más
postmoderno que analizar la película sin haberla visto, diseccionarla de hecho
mientras lamentaba no poder hacerlo, o hablando a medias de ella con la excusa
de no haberla visto entera y además alardeando como ahora de ello?
En fin, una pena no
haber asistido hasta el final a la rebelión que contra el gobierno del
sanatorio entre los narcotizados pacientes siembra Jack Nicholson, al
espectáculo de cómo los va despertando de su inercia y de su aquiescencia con
el poder, cómo los desyuga de la noria de horarios y rutinas, los solivianta
contra la policía de médicos y enfermeros, les hace aborrecer una
estupefaciente medicación, y tomar conciencia de su latente cordura y de que
solo están locos en la medida en que los demás se lo han hecho creer. Más que
la locura en sí misma lo pernicioso es la inducción a la misma.
No alcanzar la mitad
del visionado me ha impedido concluir si la clínica no será una metáfora del
control estatal y si los enajenados mentales no representarán a una población
alienada también en el sentido social. Es muy significativo que todas las
formas del poder tiendan a que dejemos de ser nosotros mismos. En todo caso mi
identificación con el personaje de Nicholson fue creciente hasta llegar al
clímax de las dos canastas que en el partido contra los enfermeros
simbólicamente asistía al hasta entonces catatónico aborigen americano. Una
reacción a contragolpe contra el sistema.
Sin prender la luz me
puse a mirar por la ventana planteándome qué película ver y tratar en el blog
en el lugar de Alguien Voló sobre el Nido del Cuco. No se me ocurría ninguna; no atravieso por buen momento. Desde la oscuridad y el frío
del interior miraba sin ver el edificio de enfrente. También para ahorrar no
encendí la calefacción, pero no tardé en calentarme. Enfrente se encendió la
ardiente luz del dormitorio de una rubia recién llegada que no ha puesto
visillos; será inglesa. A través de la angosta calle se tendieron invisibles
cables de alta tensión. Tersa y translúcida
en un kimono con erguidos girasoles, ella misma como un lirio o una rosa blanca,
se aposentó en la cama y se puso a teclear en el teléfono: estaría tuiteando. No envidié a sus seguidores tanto como, de
verme, ellos a mí. Mi aliento empañó el vidrio helado. Me acordé de Tomek, aquel otro solitario protagonista de No
Amarás, de Kristov Kieslowski, que disipaba buena parte del film
clisado ante la ventana de otra espectacular rubia, y opté por el film del
polaco.
Me convenía su concisa duración después de haber derrochado tanto tiempo en el vano intento de
ver Alguien Voló sobre el Nido del Cuco. Lamenté que en vez de ésta no hubiera
sido la película frustrada La Ventana Indiscreta, pues otro fisgón hubiera
dotado a este post de unidad y coherencia; tendrá que bastar con que el
introvertido Tomek, igual que Nicholson, como un sonámbulo-funámbulo de la
razón también transita por la cornisa de la cordura. En
todo caso, retardé la busca del DVD: tenía el cine en la pantalla de la
flamígera ventana.
Seguía la vecina
trasteando en el teléfono y con un tirón de la otra mano se arrancó el turbante
de la toalla que dejó caer una cascada en llamas. Como el voyeur, el cinéfilo
es por naturaleza solitario, masturbador; desde la ventana Tomek esgrimía su
fálico teleobjetivo y uno intuía que era la mirada su zona más erógena. Porque
el suyo era un amor infantil, contemplativo, cristalizado en puro reflejo,
espectral y especular, al que le bastaba con mirar y admirar a Magda (¿la
pecadora María Magdalena?), una devoradora artista visual que en el rincón menos pensado de
su apartamento sorprendía la libido de sus cambiantes invitados. Saltó de la
cama la rubia de enfrente y se puso a bailar al son del silencio ámbar, su
cuerpo oscilaba como uno de los girasoles del kimono al viento, por un relámpago nuestras miradas se
rozaron y acaricié la esperanza de que se estuviera exhibiendo ante mí.
Quizá le atrajeran los
tipos estilo Nicholson; en tal caso se retrasaría el post y perdería alguno de
mis trece fieles lectores. Se detuvo y temí que llamaran a su puerta. Recordé
que en No Amarás el visitante más asiduo de Magda era un cenceño moreno vestido
de ejecutivo, con el pelo relamido como por un gato, que Tomek detestaba. Sin
embargo, ya que el apasionado espía acompasaba sus ritmos vitales a los de
Magda (se levantaba a la misma hora que ella y desayunaba al mismo tiempo, la
taza bajo el teleobjetivo), también se compadeció de su pesar la tarde que rompió
con el ejecutivo. Los vió discutir abajo y cómo Magda subía sola atropellándose
en el descansillo; furiosa y frenética, eléctrica la cabellera de leona, le
costaba embocar la llave; se tambaleaba en la entrada, como si vacilara entre el rencor y la desolación, y se desplomaba en la silla de la cocina, con un gesto
automático asía una botella de leche, la dejaba caer y sobre la mesa se
derramaba en una densa lengua, la cara se le rompía en un rompecabezas y
enterrando la cabeza en el antebrazo se le estremecían los hombros a
inconsolable ritmo, y para solidarizarse en la distancia con su dolor y sufrir
en paralelo con ella el bueno de Tomek con la punta de unas tijeras se hería la
mano derecha.
Es verdad que como
saboteador (hoy día sería hacker) sentimental también le gastaba él malas
pasadas: le interrumpía un coito con otro amigo enviándole a los empleados del
gas, le remitía falsos avisos de transferencias de dinero para atraerla a la
ventanilla de correos que él atendía, le secuestraba y profanaba la
correspondencia, la despertaba como repartidor de leche con tal de respirar su olor
a sueño, según recordé mientras la vecina vertiginosamente se despojaba del
kimono y tras abarcarme en una radiante mirada (¡ahora estaba seguro!) y
sacarme la lengua, mostraba sus instantáneas tetas y a elásticos pasos en tanga
se dirigía al cuarto de baño, y me estampé la frente en el vidrio.
Y en venganza Magda no
solo simulaba regalarle sobre sus sábanas de rojo satén un striptease de ventana a
ventana (más pausado que el de la vecina), que para su escarnio en vez de goce
degeneraba en otro coito –también frustrado- con un tercero, sino que también
le demostraba con cínica crudeza la imposibilidad del amor entre una
treintañera potente y un adolescente virgen, y a su provocación al sexo él
respondía con la inoperancia y la desesperación de la adolescencia, con toda la
tristeza e impotencia del incomprendido. Huía del apartamento de Magda hacia la
noche y en los días siguientes desaparecía de su ventana, su hábitat natural. Y
también a mí me provocó la de enfrente, al salir del baño en un albornoz color carne
que en la miel de su piel dejaba ver las guindas de sus pezones y la pelusa de
melocotón del pubis, y con el índice incitarme a cruzar la calle.
Y antes de bajar se me
aceleran todos los ritmos del cuerpo y cierro los ojos en un éxtasis tan puro
como el de Magda cuando tras dos semanas de encontrar vacía la ventana de
Tomek, desierta su ventanilla de la oficina de Correos y empujado por una chica
el carrito del repartidor de leche, esto es, después de ser ahora ella quien lo
esperaba y desesperaba, entra por primera vez en el cuarto-observatorio de
Tomek, donde con las muñecas aún vendadas él duerme de vuelta del hospital, y
se dirige a la famosa ventana, blande el teleobjetivo y adoptando el punto de
vista del joven mira a su propio apartamento, y la luz arde y desdoblándose se
ve a sí misma en el descansillo furiosa y frenética tras su ruptura con el
ejecutivo, a duras penas emboca la llave, se trastabilla en la entrada como si
accediera a la soledad más desoladora, se derrumba en la silla de la cocina,
ase la botella de leche y se le derrama, y todo es lo mismo y a la vez distinto
que entonces, muy parecido pero con algo nuevo, y una lengua láctea lame la
mesa y hundiendo la cabeza en los brazos rompe a llorar, igual que la otra vez
solo que ahora el propio Tomek entra a la cocina a consolarla, ése es el
cambio, según comprueba emocionada a través de la empañada lente del
teleobjetivo, él le conforta el hombro, le acaricia el pelo y para solidarizarse
con su dolor ya no tiene que herirse con las tijeras sino que le ofrece su
amor; pero a mí nadie me consuela cuando veo que mi rubia desde su
ventana sigue con una sonrisa y las pupilas bajas los brincos de sátiro al cruzar la calle de mi
vecino de la derecha, el verdadero objeto de sus insinuaciones, un treintañero
con el gorro encasquetado hasta las orejas, los ojos frenéticos y los rasgos
como tallados en piedra.
Y por desgracia no es
que también yo me haya desdoblado, sino que él sí que se parece a Jack
Nicholson. Me queda el consuelo de llamar a los empleados del gas.
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