Si bien la eclosión de la carrera de Bogart en el Hollywood de los años treinta y cuarenta se debe en buena medida a sus aportaciones en el rol de villano en algunos de los mejores films de gangsters rodados por la Warner BROS –me refiero a cintas de la talla de Balas o Votos, Los violentos años 20, Invisible Stripes, Ángeles con caras sucias, La mujer marcada o por poner un último ejemplo la obra que rescató del anonimato el griego rostro del mito como fue la teatral El bosque petrificado-, el estrellato absoluto fue alcanzado por el neoyorquino tras filmar la obra maestra de Raoul Walsh El último refugio que alzó al nuevo astro del firmamento del Hollywood al Olimpo de los Dioses para no abandonarlo nunca más hasta la triste y temprana muerte del mito acontecida en la mitad de los años cincuenta.
En buena medida, la consagración que el éxito de crítica y público conlleva suele derivar en una cierta sensación de encasillamiento por parte de los actores en un cierto tipo de papeles que el público asocia sin reflexión a un determinado perfil de interpretación. Ello pudo ser el motivo que incitó al bueno de Bogart a aceptar el papel de cónyuge con tendencia a practicar perversos juegos de amor y muerte con sus parejas en esta magnífica película de suspense de reminiscencias góticas que responde al título de Las dos señoras Carroll. La cinta fue producida por la Warner a finales de los años cuarenta, otorgando la responsabilidad del proyecto a un semidesconocido director de la casa de virtudes artesanales como Peter Godfrey, pero contando con el aliciente de emparejar a dos auténticas leyendas vivas aún en época de reluciente esplendor – si bien la Stanwyck comenzaba a afrontar los seminales caminos del crepúsculo de los dioses- por primera vez en pantalla: Bogart por un lado y la siempre atractiva y ya mencionada Barbara Stanwyck por el otro.
No cabe duda que no es el argumento el principal punto fuerte que ostenta la cinta, puesto que el mismo puede ser etiquetado sin oscilaciones como sumamente convencional. Así, la película narra la historia de Geoffrey Carroll (Humphrey Bogart), un pintor de escaso éxito obsesionado con el poder y el dinero que en un viaje en busca de la inspiración ausente conocerá a una bella e ingenua joven llamada Sally (Barbara Stanwyck) que permitirá aflorar en el áspero artista no solo la iluminación perseguida sino igualmente el descubrimiento de un nuevo amor. Sin embargo, un obstáculo aleja a la pareja: la entrega de una carta a Geoffrey remitida por su esposa que obligará al retratista a declarar su estado civil así como la existencia de una pequeña hija fruto de su matrimonio a su inexperta enamorada. No obstante, Geoffrey revelará a Sally el estado enfermizo de su cónyuge, hecho que ha atormentado su existencia desde la manifestación de los padecimientos que sufre su doliente esposa.
Pero de repente, la esposa de Geoffrey fallecerá de forma súbita, justo en el momento en el que el artista culminó el retrato que estaba pintando para inmortalizar el rostro de su consorte. Este hecho allanará el camino para la celebración del matrimonio entre Geoffrey y Sally. Así, junto a la pequeña infante del pintor llamada Beatrice, la nueva feliz pareja iniciará una próspera vida en una mansión campestre alejada del mundanal ruido.
Sin embargo la rutina, el carácter indómito y atormentado de Geoffrey, así como la aparición de la bella y caprichosa heredera Cecily -una dama artificial perteneciente a la alta sociedad que desea a toda costa ser retratada por el aclamado creador-, provocará que los instintos primarios y sexuales del aparentemente apaciguado pintor asomen de nuevo a la luz, exponiendo de este modo el perfil de un psicópata asesino que empleará el arsénico dispensado por su socio de fechorías como instrumento otorgador de divorcios. Sin duda un cambio de actitud extravagante que estimulará las sospechas de Sally acerca de la verdadera personalidad que se esconde tras la tranquila apariencia que exterioriza su esposo.
De este pequeño resumen de la trama que moldea la espina dorsal del film, se deduce que la cinta presenta radicales nexos de conexión con algunas de las mejores cintas de suspense gótico propagadas en el Hollywood dorado. En este sentido, resulta fácil recordar argumentos en los que un oscuro marido trataba de enloquecer a su confiada esposa para obtener fines lucrativos, tal como sucedía en Luz de agoniza o en Sospecha. Pero igualmente Las dos señoras Carroll comparte línea de abstracción en el sentido de perfilar a un marido obsesionado con el arte poseedor de brotes psicóticos que martiriza a su noble esposa en el ambiente opresor de una casa aislada de todo símbolo de compañía, como por ejemplo se desencadenaba en la magnífica Secreto tras la puerta del genial cineasta alemán Fritz Lang.
¿Cuáles son por tanto las bondades de una película que explota un recurso empleado hasta la saciedad en algunas de las mejores y más recordadas películas de la época clásica? Creo que el punto más elogiable que posee el film es sin duda su carácter de film maldito y oculto. Y es que es desde el desconocimiento conceptual y casi por ende argumental, el mejor modo de disfrutar en toda su plenitud de esta pequeña gran película. En mi caso personal he de resaltar que acudí a mi cita con la película con las expectativas bastante bajas, puesto que había escuchado bastantes apostillas negativas acerca de las cualidades innatas de las que gozaba el film. Como por ejemplo que era una mala copia de Luz de gas. U otros comentarios que despuntaban la carencia de química que se advierte en la pareja protagonista o por culminar con un último apunte, la falta de personalidad que ostenta el film por el hecho de haber sido dirigido por un artesano sin fuego en sus manos y con pretensiones de mimetizar su producto con las más inimitables joyas forjadas por Sir Alfred Hitchcock.
Quizás también sea un paraje para la afloración de ondas de negatividad el giro absoluto que personifica el papel de Bogart como deplorable enajenado homicida. No me cabe duda que esta vuelta de tuerca resultará chocante para los fans del genio neoyorquino, muy acostumbrados a contemplar a su ídolo en papeles de anti-héroe en los que a pesar de perfilar algún que otro retrato maléfico, siempre existía al final un hueco para le redención. Esta redención no existe en absoluto en el Geoffrey de Las dos señoras Carroll y puede ser por tanto un aspecto que genere espanto en aquellos aficionados que sólo deseen visualizar a su héroe en medio de intrépidas aventuras en plena lucha contra lo inmoralmente establecido.
Como ya he comentado anteriormente, la mejor forma de disfrutar de este clásico es desde la total ausencia de prejuicios y aseveraciones tanto positivas como destructoras de expectativas. Y es que Las dos señoras Carroll no deja de ser uno de esos productos realizados en los años cuarenta por los grandes estudios de Hollywood que tenían como objetivo principal buscar el entretenimiento del público que acudía en masa a las salas (no fue el caso particular que nos ocupa, ya que este fue uno de los mayores batacazos en taquilla del bueno de Bogie), fabricando para ello una película sumamente elegante desde el punto de vista formal que hace gala de un ritmo trepidante que prefiere dar relevancia a la emanación de suspense en lugar de hacer descansar su propuesta en la minuciosa descripción psicológica de los personajes, combinando pues a la perfección pequeñas gotas de melodrama clásico tintados con esa negrura marca de la casa de estilo noir.
Desde el punto de vista interpretativo resaltar la esquizofrénica representación de un Bogart que da síntomas de no hallarse cómodo dentro del traje que está obligado a vestir en la película. Incomodidad que beneficiará finalmente al personaje en esos últimos diez minutos en los que el pintor esbozado por la estrella desatará sus instintos psicópatas, quitándose pues el traje de bondadoso marido que triunfa en la primera parte eminentemente melodramática que define al film. Y es que sin duda la aparición vampírica al más puro estilo Bela Lugosi de la que hace gala Bogart en la escena final resultará impagable por su extravagancia y rareza. Por otro lado la Stanwyck cumple el expediente sin problemas en un papel de mujer torturada por sus circunstancias amorosas que se asemeja someramente a los encargos más afinados perfilados por la legendaria actriz en sus personajes más recordados.
Nos hallamos pues ante una película que sin ser merecedora de pasar a la historia del cine como uno de los mejores thrillers producidos en los años cuarenta, si que desprende ese halo de misterio, pulcritud y buen hacer técnico que denotan las magníficas producciones puestas en relieve por los grandes estudios estadounidenses a lo largo de las décadas de los treinta y cuarenta. Ese cine en lo que lo difícil se convertía en algo sencillo gracias a la pericia de los profesionales que se dejaron la piel en estos primerizos años para convertir al cine en el arte más grande jamás creado.
Autor: Rubén Redondo.
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