En
directo desde Lincoln Street, en el corazón palpitante de Brooklyn, Nueva York,
les habla Calvin Salem, en directo para los oyentes de Mayflower Radio, la
séptima emisora más oída en Boston, Masachussets: Señoras y señores, son casi
las siete de la tarde y la ciudad arde. Y no solo por los impuestos, esa
maldición de todo país libre. A esta hora los dos atracadores que al filo de
las cinco irrumpieron en la sucursal del Banco del Comercio, siguen
atrincherados en su interior manteniendo como rehenes a ocho empleados e
incluso al director, a quien ni por respeto a su cargo han liberado. La noticia
es que sabemos de buena tinta que los ladrones no son negros (¿lo han cogido?),
ni hispanos, ni siquiera chinos. El apellido de uno de ellos, Wortzyck, lo
delata como oriundo del Este de Europa, y por tanto portador de los gérmenes
subversivos (esto es, de sangre roja) propios de la zona, cuando no de los
genes nómadas e indolentes de zíngaros y bohemios.
Después
de tantos años como corresponsal en esta nueva Sodoma, estoy cierto de que esos
dos serán deshechos de la sociedad, esto es, chiflados, homosexuales (hasta
hace poco tenía la ilusión de que no los hubiera en nuestra patria),
fracasados, inútiles, en suma, perversos o pervertidos, escoria que opta por el
robo en vez del trabajo honrado. Pero esos desgraciados son tan incompetentes
que han perpetrado el golpe poco después de que el furgón blindado arramblara
con los depósitos de las nóminas. Descontando los billetes marcados de las
cajas y los cheques de viaje, según la policía el botín apenas supera los mil
dólares.
Y
eso que lo tenían bien planificado. Se rumorea que tal vez contaran con la
complicidad del guardia de seguridad, un negro que, según el fiable testimonio
de un blanco algo bebido, con la excusa de encontrarse arriando nuestra bendita
bandera, no opuso resistencia a su entrada. Lo tengo comprobado: los implicados
habituales siempre son negros, verdes o rojos, o todos a la vez, cuando no uno
de esos indeseables que se identifican con los colores del arcoíris. Cuánto
añoramos la vida en blanco y negro de nuestros antepasados, los puritanos
calvinistas.
Esos
dos canallas, veteranos del Vietnam, indignos de defendernos en combate o de
representar en ningún frente los valores de la nación, sin duda infectados por
la peste comunista que fueron a combatir, han vuelto contra quienes los armamos
sus fusiles de reglamento. Con ellos han violado el derecho a la propiedad y
mantienen retenidos a los secuestrados. Ya que a cada minuto hay novedades,
estiramos el cuello y valerosamente asomamos la cabeza por el ventanal de la
lavandería donde nos hemos apostado para cumplir con nuestra labor informativa.
Casi trescientos cañones y otras tantas cámaras de fotos o de televisión apuntan
hacia el lugar de los hechos. Al fin nuestro llamamiento ha sido escuchado y se
ha llevado a cabo un proporcionado despliegue policial. Me pregunto a qué
esperan para entrar y masacrar a esas alimañas. Siempre habrá impresentables
que sostengan que la llegada de las fuerzas del orden lo han complicado todo,
que han asustado a los atracadores, impedido su huida y convertido a los
empleados en rehenes. Son los mismos recalcitrantes que disfrazados de
psicólogos, sociólogos o escritores se dedicarán a escarbar en sus vidas en
busca de motivaciones que justifiquen su acción. Esgrimirán las manidas
excusas, el paro, la neurosis de guerra, los conflictos personales. No me
extrañaría que a algún escritorzuelo de esa nueva Gomorra que es Hollywood se
le ocurriera basarse en estos hechos para escribir algún bodrio cuyos estelares
protagonistas serían estos dos pájaros… El chino de la lavandería me informa de
que la cajera jefe por solidaridad con sus subordinadas se ha negado a ser
liberada. El síndrome de Estocolmo empieza a hacer estragos entre esos
desgraciados. Pronto desearán que sus verdugos se salgan con la suya. Bien
mirado toda la sociedad padece un incurable síndrome de Estocolmo. En esta
nueva Babilonia los malos son los buenos.
Me
veo obligado a elevar el tono de voz porque, según veo ahora que me he
levantado del montón de ropa sucia, ha salido a negociar uno de los
atracadores, un melenas descamisado, y los miles de ociosos que se han agolpado
en la calle lo aclaman como a una estrella de rock. ¡Qué escándalo! La
irresponsabilidad de ciertos medios va a convertir a ese tipejo en un héroe.
Una especie de Robin Hood pop en el bosque de asfalto de Brooklyn. Y nadie se
atreve a dispararle. ¡Cobardes! Como no parece haber peligro, voy a asomar la
cabeza por entero. ¡¡Ese extranjero ahora se atreve a gritar!! Estará drogado o
lo habrá envalentonado el favor del público. Está desatado y se va a convertir
en un peligro público. Si el FBI no lo controla, con este calor como un
incendio se va a propagar una revuelta. Señores, esto puede degenerar en una
protesta social. Sabía yo que los rojos rondaban por aquí. Siempre supe que
Nueva York sería el huevo de la serpiente de la revolución norteamericana.
Quién sabe si no estallará la segunda guerra civil. Esta vez serán los maricas
y no los negros quienes aspiren a la liberación. Por eso hablan de la inversión
de valores…
¡No
dejan de vitorearlo! ¿Qué hace ahora? ¡Está arrojando dinero a la gente! ¡Sí,
les tira puñados de billetes como carnaza a las fieras! Lástima que mi
prudencia me haya impedido acercarme más. Despreciar el dinero es el peor
crimen que se puede cometer contra la humanidad… Señores, el chino me transmite
que ese atracador es homosexual, que su novio está en camino. Nadie podrá decir
que no lo he advertido. Se confirma en todos sus extremos que en los Estados
Unidos de América hay homosexuales.
Digo
yo que es hora de limpiar la ropa sucia en casa.
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