Puede que yo cambie con el viento y que el amor de mi vida sea yo mismo, Victor Ippolitovich Komarowsky, pero eso no es motivo para que se me insulte de esta forma. ¿Acaso no es humano, vital, adaptarse al medio? ¿Soy yo el único que quiere vivir bien? ¿A nadie más le gustan el champán, el caviar o las rubias? Lo que no admiten es que en todas las épocas y bajo cualquier amo yo haya gozado de todo eso; tengo amigos entre los zaristas, los liberales y los bolcheviques. Apostando por todos los caballos no se puede perder y, a sus legañosos ojos, la victoria me convierte en un malvado.
Ya me odiaban en los remotos tiempos en que se suicidó el padre de Jury Zhivago, y volver a pensar en éste, en el hijo, me hace rechinar las muelas; después de todo no es tan grave que la gente me odie, pero es que él me desprecia. Por entonces llegaron a decir que al padre, mi socio, lo maté yo, vamos, que se mató por mi culpa. Y su hijo ha salido a él, un ingenuo romántico –es decir, un perdedor-, que no soportó la ruina; al final decía que no podía permitirse haber traicionado la confianza de tantos pequeños inversores. Era un estúpido. Con él yo también quebré, y en vez de suicidarme emprendí un nuevo negocio bajo otra razón social. Él no entendía que lo humano consiste en eso, en crear y destruir, levantarse y caer, recrear y recaer.
Al poco la madre de Yury murió. ¿También me culparán de eso? ¿Dirán que no pudo asimilar lo de su marido o la pobreza? Es verdad que como albacea de su esposo me ocupé de liquidar a mi favor los pocos activos que nos quedaban. Lógico: si me ponen la mesa, me siento; si me ofrecen una copa de vodka, me la bebo; si me mira una joven… Y además a Yury le vino de maravilla quedarse huérfano y pobre a los cinco años, porque fue acogido en casa de unos amigos de la madre, los Gromeko, una familia de postín, social y económicamente superior a la suya. Así que no me venga con lamentos, porque si me culpa de lo de sus padres, puedo rebatirle que indirectamente gracias a mí lo ha tenido todo en la vida.
Quienes lo han tenido tan fácil como Yury, no aprecian el valor de nada, todo a lo que hemos tenido que renunciar –la moral, por ejemplo- los que hemos luchado por la vida. Claro, él puede permitirse el lujo de ser generoso, humanitario, escrupuloso. Gracias a los Gromeko su juventud fue puro muelle, estudió Medicina y hasta le dieron a su hija Tonya en matrimonio. ¡Si llego a hacerlo yo, me habrían llamado incestuoso, porque hasta entonces habían sido como hermanos! ¡Con tantas ventajas hasta yo me hubiera hecho poeta! Así cualquiera se pone a cantar las bellezas de la vida. ¡Solo le faltaba plagiarle los versos a su suegro!
En fin, al menos estos arrebatos me sirven para entrar en calor, porque esta noche no deja de nevar en Yuryatin -¡suena a Yury!- y no subimos de -30ºC. Mientras a él lo mimaban los Gromeko, yo progresé y me convertí en un habitual entre la nobleza, sin dejar de cultivar –para cosechar hay que hacerlo así- a los liberales y, sobre todo, a los bolcheviques. A estos los respetaba más que a nadie: sabía que tarde o temprano ganarían. Mi vida florecía y en el amor también iba libando de flor en flor.
Por entonces me crucé por primera vez con Zhivago junior, cuando él ya era un veinteañero apocado y mentecato, y pasando por su asesor yo estaba liado con una modistilla, o más bien con la estatua de candente hielo que era su hija. Sí, la chica era un témpano –de trasparente hielo por cutis- que ya clamaba por derretirse y yo tuve la suerte de prestarle a tiempo la llama necesaria. En apariencia era tan heladora que nada más verla te quemaba los ojos, pero luego esas son las peores. Las mejores, quiero decir.
Era Lara, sí la misma Lara que hoy he venido a salvar a esta maldita ciudad de Yuryatin; para que luego digan… La noche que conocí a Zhivago junior fue una encrucijada de destinos, porque también se encontraron Lara y él; aunque ella ni lo advirtió, ciega que estaba por el hechizo de cierto galán maduro y corpulento, elegante y con una irresistible perilla mefistofélica…, esto es, ese amor mío llamado Komarowsky del que ya empiezo a estar un poco hastiado… Yury vino a casa de la modista como asistente del doctor Kurt, ya que la madre de Lara algo había detectado entre su hija y yo y había intentado suicidarse con bastante convicción.
Se recuperó e hizo por disipar sus sospechas; todos preferimos la tranquilidad, y a ella le dolían los celos mucho más que yo hubiese perdido –ganado- a su hija. Pero también Lara ganó lo suyo conmigo. Sin mí nunca habría pisado aquellos palcos, bailes y restaurantes donde, de acuerdo, la aturdí para que cayera en mis brazos como una palomita herida. Aunque más bien fue una pieza de caza mayor. Pero aunque no lo admitía ni ante sí misma, a ella le encantaba beber de mi copa y no digamos fumarse mi gran cigarro…
Y eso que tenía novio, Pasha, otro puritano como Zhivago, pero éste de los revolucionarios. Si hubiera sabido que yo me emborrachaba con su jefes del Partido, no lo habría creído. Logró una plaza de maestrillo y un día me dijeron que iban a casarse. Claro, aunque carecía del encanto de mi corrupción, sobre mí Pasha tenía la ventaja de la juventud, la nobleza de las ideas y sobre todo lo culpable que Lara se sentía al recordar que mientras a él lo herían en una manifestación, fue la primera vez que a ella y yo… Bueno, en ambos casos hubo sangre; en la calle y en el lecho.
Bien que le advertí a ella que él la haría infeliz; los que se creen justos hacen desgraciados a sus seres queridos, y a las pruebas me remito: a mi presencia en Yuryatin esta noche de lobos. Como Zhivago, Pasha era de los honrados, de esos que atraen como imanes el hierro de las masacres. En cambio yo soy de los que viven –por algo me llaman vividor- y hasta ahora, que no ha aceptado mi ayuda, yo pensaba que ella también. ¡Despreciarme a mí, que he venido a salvarle la vida! ¡A ella, a su hija y a Zhivago, su amante! En cambio de joven no era tan melindrosa; es verdad que yo le enseñé ciertas cosas, pero es que ella era una magnífica pupila… En fin, parece que no se me va a pasar esta borrachera de rabia, de rabia por una rubia.
Supongo que fue el rechazo de su lado más salvajemente sensual lo que la hizo dispararme en aquella multitudinaria fiesta de Navidad. Lo único que consiguió fue humillarse delante de todos y a cambio de un rasguño envanecerme en público de haberla conquistado; sí, con aquella bala reconocía que había sido mía. Por supuesto, Pasha la perdonó –como lo único que le importaba era ser la vanguardia del proletariado, le daba igual no ser el primero en otras lides-, se casaron, a él lo destinaron aquí, a Yuryatin y tuvieron una hija.
Respecto a Pasha, con lo opuestos que somos, Zhivago y yo tenemos algo en común: que somos apolíticos, aunque él tiene la temeraria osadía de reconocerlo. Yury es un esteta y yo quiero ganar. Por eso mi problema es que si algún día pierdo, no me quedará ningún refugio: no tengo excusas para la derrota. Ya he dicho que él se casó con Tonya, la hija de sus benefactores. Ah, y ahora que caigo ellos también estaban la noche en que las lentejuelas del árbol de Navidad se estremecieron con aquel estampido. Fue una fiesta que por un motivo u otro atrajo a todo tipo de gente; ya se estaban mezclando las clases sociales.
Bueno, pues los años fueron cayendo y desvaneciéndose como estos dichosos copos que miro caer por la ventana. Estallaron primero la Gran Guerra contra Alemania, en la que Pasha desapareció en combate y durante la cual, según mi servicio de información, Lara y Yury coincidieron –y se enamoraron- en el frente ucraniano, y luego la Revolución y la Guerra Civil. Aquellos años, como un equilibrista genial me moví a placer a través las fronteras y las líneas de unos y otros, aprovisionando a todos los bandos con armas y equipamiento, de modo que me aseguraba la benevolencia del vencedor de turno y hacía que todos aquellos conflictos fueran rentables.
Concluida la guerra con Alemania, Zhivago volvió a Moscú y ya no lo reconocía ni su hijo Sasha. Intuitivos que son los niños. Aquel invierno a todos los moscovitas que no eran tan listos como yo, les mordieron el frío y el hambre. A los Zhivago los salvó el hermanastro de Yury, Yevgraf, un capitoste del partido. Gracias a esa información de mis hombres, tengo cogido a Yevgraf. Sí, con una bonita falsificación me había convertido en uno de los miembros más antiguos del Partido.
Por culpa de sus dichosos poemas, demasiado subjetivos en unos tiempos en que todo lo privado era atropellado por la locomotora de la historia, el Partido aborrecía a Yury, así que Yevgraf les arregló los papeles para que se esfumaran de Moscú y huyeran a Varykino, la finca de los Urales. Sería un viaje duro, pero puedo imaginarme a ese recalcitrante de Zhivago asomado a la ventanilla acopiando imágenes para sus versitos.
Sobrevivieron en Varykino. Salvo que Yury se aburría, claro. Tal vez la poesía bucólica no es lo suyo. Recordó que Lara estaba en Yuryatin, relativamente cerca, y con la excusa de visitar la biblioteca –lo que él echaba de menos no eran los libros- aquí que se vino a buscarla. La encontró, precisamente en la biblioteca. A partir de entonces vino tres o cuatro veces a la semana; ¿desde cuando un poeta lírico necesita documentarse tanto? Por supuesto que Zhivago es contrario a estos tiempos; gran defensor, frente a la máquina estatal, de la vida privada, bien agitada que empezó a ser la suya. Después de todo puede que sí necesitara documentarse –inspirarse- para su poesía intimista y amorosa.
En uno de sus múltiples viajes –hasta el caballo iría desbocado- lo apresaron los partisanos. Necesitaban un médico y lo retuvieron dos años. Logró desertar y de vuelta a Yuryatin (¡no a Vaykino!) supo que los suyos habían vuelto a Moscú, y de allí habían emigrado a París. ¡Cómo se alegraría el muy pícaro de quedarse a solas con Lara! Hasta que hace unos días he sabido que el Partido ha liberado a sus lobos contra ellos. La culpa de él son sus poemas y la de ella su marido. Sí, Pasha reapareció con otro nombre para convertirse en un líder bolchevique que acaba de caer en desgracia; ese es el problema de apostarlo todo a un bando. Y en estos tiempos un error político contagia a tu esposa, aunque no te hayas reunido con ella desde la Gran Guerra.
En cuanto lo supe me vine para advertirles del peligro y ofrecerles sendos pasajes al extranjero. Ha sido lo primero que he hecho, recién nombrado Ministro de Justicia –me esperaba cualquier otra cartera menos esa-. ¡Y ahora se hacen los ofendidos y me escupen a la cara que no aceptan nada de mí! ¡Como si esos dos fueran superiores a mí! Naturalmente, el crápula de Zhivago no quiere salir al extranjero para no tener que reunirse con su esposa. ¿Tengo o no motivos para estar furioso?
Los conozco: esos irresponsables piensan fugarse a Varykino y por unos días ingresar en aquel paraíso helado donde el tiempo se congele en un hechizo sin duración y nadie pueda derretir el invierno de su pasión. No tienen futuro: en menos de una semana los encontrarán. Sí, los conozco. Y también yo me conozco. Y sé que me tragaré mi ira y en un par de días volveré a darles otra oportunidad de escapar. La verdad es que es lo menos que puedo hacer por ella después del daño que le hice.
Para que luego digan que soy el típico malo de las películas.
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