Si no tuvieras mil
máscaras sobre la cara
y ahora que te pellizco
la mejilla no temiera arrancarte otra,
si no te hubieras probado
todos los disfraces de la impostura
y ahora que te desnudo
no temiera encontrar el vacío,
si no te hubieras
puesto cuatro nombres en cinco días,
Joshua, Carson, Alexander,
Brian, todos divorciados,
no habría vivido
contigo tantas vidas como un novelista.
Aún no sé si eres el
galán otoñal de pelo ala de cisne
que en Saintz Moritz
hacía resbalar la inocencia de las esquiadoras
y como a una gatita
acogió mis maullidos de esposa abandonada;
o quizás el amigo en
cuyo hombro pude reclinar el asombro
de encontrarme el piso
histérico de polvo tras la muerte de su dueño,
mi marido, y me ayudó a
soportar las sospechas de la policía
y de los cuatro
canallas que tenía por camaradas
y me creían en poder de
su cuarto de millón;
o tal vez mi
acompañante, caballero andante,
ya que para
entretenerme los nervios me invitaste a un cabaret
y me conseguiste en tu
hotel una habitación contigua a tu cariño;
sí, fuiste mi peligroso
protector cuando me libraste del acoso
del hombre del gancho
por mano que me engarfiaba la paz,
y del que dejaba caer
cerillas prendidas en mi vestido acrílico;
o mi entrañable
enemigo, porque el del gancho me advirtió
que también tú me
husmeabas en las medias el rastro del dinero.
Pero seas quien seas te
has alojado en la suite de mi afecto,
paseas los dedos por mi
piel, habitas mis ojos y miras sus vistas,
navegas por mi sangre y
planeas por mis pechos,
te estiras con mi
sonrisa y te encoges con mis pucheros,
te refrescas en el
viento de mi pelo.
Seas quien seas, estás
divorciado de la tristeza,
eres el hombre de
nadie,
mío.
Si por los ojos no te
pasaran nubes y claros
y ahora no temiera que
fueran gafas que te ocultaran los verdaderos,
si no hubieras
impostado tu persona bajo tantos personajes
y ahora no fuera tu
personalidad difusa como la niebla,
si con tantas mentiras
no te hubieras desmentido a ti mismo
y hasta tus sombras no
fueran de humo,
no habría podido inventarte,
fantasma de mi fantasía.
Aún no sé si eres mi
cordial enemigo o el espía íntimo
al que mis pasos
burlaron camino del mercado,
donde me había citado
Mr. Bartholomew, el circunspecto embajador;
si eres mi alegre
víctima o mi cazador cazado,
porque Bartholomew me
recomendó que te vigilara;
si el fabricante de mis
risas o el aliado de mis miedos;
quizás mi cómplice, ya que dejaste al del gancho colgando del vacío;
el inventor de mi cariño
y hasta mi proveedor de aliento,
cuando lograste que los
cuatro canallas sospecharan entre sí;
mi guardaespaldas o mi
asesino,
compañero o fisgón,
no sé si persigues mi
dinero mientras yo tus pantalones
o mi amor mientras yo
tu timidez;
tal vez solo fuiste el
payaso del circo de mi locura,
mientras te duchabas
con el traje y el reloj sumergible;
puede que mi
pretendiente,
aunque acaso cortejaste
a mi muerte en el restaurante flotante;
no sé si un ladrón de
guante blanco o un sicario con otro negro,
si un amante con ojos
de cielo o un agente del Tesoro,
si un inspector de
Hacienda o un defraudador de mis ilusiones,
pero lo cierto es que
al final fuiste mi salvador
cuando en las columnas
del Palais Royal cazaste al lobo de Bartholomew
que había devorado a los
cuatro corderitos de mi marido,
y ahora solo eres el
aliado de mis sábanas,
cómplice de mi
almohada, espía de mi piel,
asesino de mi
aburrimiento.
Pero seas quien seas,
te escondes en el hueco
de mi clavícula, te insinúas en mi oído,
visitas mis músculos
llamando con espasmos a la puerta,
nadas en mi río de
lágrimas de risa,
y gracias a ti, eterno
divorciado de la soledad,
solo he enviudado de la
tristeza
y soy la mujer de todos
los que eres,
la mujer de nadie,
tuya.
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