Sería mejor si no me
oyeras a mí,
a Blanche, mucho mejor
para ti, Miss Dubois,
así que ahógame en tu
seno como al hijo que nunca has querido,
sofoca mi voz bajo tus
plumas y pieles
y sigue creyéndote una
dama de ponche en el porche
y no la vieja conocida
de todas las llaves del Hotel Flamingo,
sigue creyéndote una
refinada profesora de vacaciones
y no la corruptora de
menores que ninguna madre olvidará,
sigue creyéndote la
viuda de un poeta angelical
y no del suicida que le
hizo la última felación a un revólver.
Toda la vida, miss
Dubois, llevas escapando
primero de la marchita
música que emanaba de las coronas fúnebres,
del mausoleo que fueron
habitando las sombras de los nuestros,
luego de Belle Reve,
que la degeneración de cada generación
fue hipotecando con la
garantía de nuestra sangre corrupta,
de tus caricaturas
obscenas en las pizarras del colegio,
de los sepulcros
blanqueados de la ciudad de Auriol
donde profanaste el
cadáver de nuestro nombre,
de las moquetas
esqueléticas del Flamingo,
siempre escapando, Miss
Dubois,
de mí, de Blanche,
sobre todo
de mí.
No enciendas la
lámpara, Miss Dubois,
o ponle una pantalla de
seda ornada con dragones ciegos,
escóndete en el humo de
la locomotora que te trajo a Nueva Orleans
o en el de tus sueños,
maquíllate bien,
íntima que eres de los
vapores del baño y del vino,
del vaho de niebla y de
los nimbos de calor,
tejedora de la bruma de
tus fantasías,
de cualquier velo que
te filtre el mundo
y que a ti te pueda
filtrar al mundo,
que te vele la verdad y
pueda velarte a la verdad,
Miss Dubois, que solo
te vele una vela encendida,
y no vayas a encender
la lámpara de cuentas de vidrio
que revele tu cutis de
cadáver velado,
las grietas de la edad,
los resquicios donde se
ocultan las lagartijas de tu ruina,
no enciendas la luz
no sea que como un estrépito
de hierro
vengan a atropellarte
los pilotos del tranvía,
como hicieron los
violines con la cordura de tu marido
al descompuesto compás
de aquella polca en el baile
del que escapó para
hacerle una felación al cañón.
Sería mejor, Miss
Dubois, si no me oyeras a mí,
a Blanche, mucho mejor
para ti,
así que ahógame en tu
interior
como a la generosidad
que nunca has sentido,
acalla mi voz con los
sollozos de los violines de tus valses preferidos,
atúrdeme bajo los
pétalos de glicina y las telas de muselina,
y sigue creyendo que tu
hermana no debería haberse casado con Stanley
ni para renovar la
sangre de nuestra estirpe,
y sigue creyendo que su
hogar cavernícola
no es la última parada
en tu descenso a las cloacas,
y sigue creyendo que
Mitch, el marido nato,
no es el último al que
gratis le tumbarás tu madurez.
Toda la vida, Miss Dubois,
llevas escapando,
de las hablillas que
sobre ti insinuaban los guiños de los camareros
o los codazos de los
camioneros que paraban en el Flamingo,
toda la vida escapando,
de las flemas de tabaco
que aciertan en la escupidera,
del humo lacrimógeno
del póquer,
de los bolos rodando
como cabezas decapitadas,
toda la vida escapando
de la vulgaridad,
de la realidad y de la
cordura,
y ahora del odio en
bruto de tu cuñado
que se ha aprovechado
de tu locura,
pero sobre todo de mí,
de Blanche,
de mí.
No enciendas la luz,
Miss Dubois,
embóscate tras tus
cortesías y reverencias,
disfraza la verdad con
tus galas,
apaga la luz y mi voz,
sería mejor que no me
oyeras
mejor para ti pero peor
para mí,
y que siguieras
creyendo que Mitch es sordo a las habladurías
y que has sido tú quien
ha espantado su cortejo,
toda la vida huyendo de
la vulgaridad,
evadiéndote de la verdad
por el túnel ciego,
apágame, no enciendas
mi voz,
porque nadie creerá que
Stanley te ha violado
y ha barrido las
últimas cuentas de la lámpara de tu razón,
y la estruendosa mímica
de la locura se te acercará
como la melodía de una
polca dodecafónica
o las luces
estrepitosas de un tranvía que viene a atropellarte,
no oigas la lámpara ni
me enciendas como a una radio,
será mejor para ti pero
mi muerte,
el entierro de aquellas
cuentas de vidrio
que dejarían de emitir
los últimos reflejos de la razón
ya que entonces tú,
Miss Dubois, me habrás devorado a mí, a Blanche,
y seremos Blanche
Dubois, la mujer rematadamente enamorada de sí misma
que ya conversa con la
puerta, sirve un cóctel al armario,
valsea con una silla,
sonríe a la vajilla,
y sigue creyendo que en
la entrada le espera un millonario
para invitarla a un
crucero por el Caribe
y no un viejo de negro
que se parece a su destino
y calcula las duchas y
electroshocks que merece,
el director de todos
los manicomios de la noche.
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