Rebobinaba en la
memoria y en su moderno sustituto, la cámara digital, en busca de la grabación de los primeros tanteos, gateos y balbuceos de mi hija,
cuando con nubarrones me atormentó la vista el hallazgo de las imágenes que de
la fiesta de inauguración de la clínica odontológica de mi ex tomara yo en su
día. Riendo en la cabecera de la mesa de la terraza bajo un magnolio, un
agorero arabesco de sombras le peinaba a la madre de mi hija el rubio oxigenado
y como el encaje de un velo de viuda le enmascaraba el lado siniestro de la
cara. Aquella premonitoria oscuridad se cernía sobre nuestra relación, no sobre
su próspero negocio. Alterado, había parado el rebobinado de la cámara, pero no
así el de los recuerdos, que retrocedieron hasta el día que nos conocimos, tendido
yo en el sillón de su anterior consulta, cuando ya empezó a torturarme y a
parlotear sin derecho a réplica por mi parte, la boca abierta a sus metálicas
manipulaciones. Reaccioné. Advertí que incluso después de aclararse las nubes
de encono, la imagen de la silueta de mi ex parecía borrosa (no solo porque
fuera una fantasma), oscilaba y permanecía desenfocada, lo cual me extrañó,
dado mi incomprendido talento visual, y eso que en las fotos y vídeos filmados
por otros luce atractiva. Por contraste recordé otra secuencia soleada.
Pertenecía a una película vista hace poco.
En la idílica avenida
de una mañana radiante arranca un autobús escolar, y un padre y una madre que
se conocen de vista, sincronizados en la coreografía del deseo dejan atrás la
marquesina y las voces de despedida, y con pasos serenos y fluidos, armónicos, casi
levitando, entre mansiones de ensueño, de jardines tapizados de césped y fachadas
color crema, caminan juntos por la pasarela de la acera. Son Kim y Kirk.
Cuando parecían
abocados a despedirse, apoyado en la carrocería de su deportivo él la invita a
acompañarlo al solar donde va a edificar el chalet de un cliente. Confiado en
su atractivo, espera anhelante la respuesta, todos la esperamos como si la
propuesta hubiera sido nuestra, y en el contraplano asistimos al nacimiento de
una felicidad concéntrica, una felicidad en el interior de otra felicidad, la felicidad
de ver a Kim Novak dentro la felicidad que fluye en el esplendor de esa calle
del benévolo invierno de Los Ángeles. Vemos que la suave luz parece enamorarse
de su silencio, que en torno a ella palpita un halo de dicha y vibra un
resplandor de espejismo y deseo, que la miel del sol y el dorado del aire y el
ámbar de la brisa se trasfunden a su pelo y a sus mejillas, y bajo el papel de
seda de su cutis se trasluce la corriente de su sangre reflejando ondulantes
iridiscencias. Es tan bella que en cualquier momento puede desplomarse y morir.
Es la fantasía de una mirada. Sin embargo ella sigue en pie, estirando nuestra
expectativa, aún pensándose qué responder a Kirk. Fragmentado en infinitos
instantes de eternidad, el plano parece durar toda una vida, y cuando concluya tendremos
la sensación de que como una burbuja de jabón o una mariposa blanca nos ha
rozado la felicidad.
Después de un tiempo
inconmensurable ella responde que no acostumbra a salir con extraños. Pero ya
que la película se titula Un Extraño en mi Vida –la mejor de Richard Quine-, al
final cambia de opinión y sube al auto rojo pasión de Kirk. Y sin embargo el
que arranca es El Expreso de Shanghai, una película que por algún motivo que en
vano intenté dilucidar acababa de asociar a la previa. Había soltado la cámara.
Era raro que se me resistiera algo visual, aunque lamenté que pese a mis
múltiples intentos nadie hubiera contemplado la posibilidad de contratarme para el
mundo de la imagen. Al menos mis divagaciones cinematográficas me estaban haciendo
olvidar a mi ex, y me puse a traducirlas al blog por si a mis lectores les
servían para también olvidar a los suyos. En la escena que recordé, desde la
plataforma del vagón un hierático médico militar observa con rictus amargo el
paisaje, pero cuando se le une Marlene sabemos que lo que miraba era el pasado
que el tren deja atrás, los cinco años que por un malentendido ambos llevan
separados, y que ella comprueba ha medido el reloj con su retrato en la esfera
que le hubo regalado en los buenos tiempos.
Él le cuenta dónde ha
estado en el intervalo: India, Inglaterra, Manchuria, una vida jalonada de
aventuras. Marlene ironiza sobre si también las habrá tenido amorosas, y cuando
él le confiesa que ella es insustituible, aunque sabemos que ella sí se ha consolado
con incontables y hasta se ha convertido en cortesana, la cámara toma partido
por Marlene, en plena noche la enciende como al amanecer, y Sternberg nos hace
saber que el suyo, y no el de él, ha sido el verdadero dolor, en efecto un
sufrimiento tan desgarrador, tan aniquilador, que ha hecho de ella una mujer
fatal. Su rostro desborda la pantalla: orlada por el forro de piel de foca cuyo
pelo acarician el viento y la velocidad, de sus líquidos ojos sesgados y muy
separados como de una caja de música reverbera un ritmo hipnótico que
contrapuntea el traqueteo del tren, los altos pómulos ensanchan la emoción de
los hoyos de las mejillas, la sensualidad de su boca denota su astucia erótica,
y de su cara transida de amor emana un encantamiento invencible. Todos nos
entregamos al sortilegio de su silencio. El hechizo de su pasión es
irresistible.
Otra pasión muy
distinta es la que transfigura el rostro de Ingrid Bergman en Europa 51,
alumbrado desde adentro como por una vela que brillara en el interior de una
máscara de nácar o alabastro. Pero no era ése el vínculo que me hizo asociar El
Expreso de Shanghai con Europa 51, tan enigmático mientras escribía como el
motivo que me había hecho saltar de Un Extraño en mi Vida al Expreso de
Shanghai. Si seguía escribiendo tal vez resolvería la clave, el nexo que unía a
las tres obras. Y eso que escribir no se me da tan bien como el vídeo y la
fotografía, reconocí, ignorando las bromas y dudas que todo el mundo siempre se
había permitido respecto a mis dotes visuales. La cara de la Bergman en Europa 51
es la de una madre dolorosa de postguerra que intenta transmitir a los
desfavorecidos el amor que mientras era una mujer egoísta no fue capaz de dar a
su suicidado hijo, y como una santa o una revolucionaria ahora se entrega a la utopía
de revertir las condiciones sociales que han provocado su fracaso como madre.
Rossellini nos ha
narrado el viaje espiritual de su conciencia despertada, cómo ha superado su
dolor –al fin y al cabo también egoísta, nada hay tan egoísta como el dolor,
pensé, melodramático, recordando a mi ex y sobre todo el flemón que el primer
día me llevó a su consulta- ayudando al hijo enfermo de un pobre hombre, a una
obrera cargada de retoños, a una prostituta agonizante y a un atracador
adolescente.
Tras el luminoso rostro
de la Bergman se perfila la sombra enrejada de una ventana; se encuentra en
comisaría, acusada de haber ayudado a escapar al joven atracador, y en torno a
ella revolotea el cuervo del comisario intentando, más que sonsacarle, asimilar
él mismo cómo ha podido la rebelde amotinarse y desertar de su acomodada familia para recalar en los bajos fondos. Nadie la comprende salvo la luz, que clara y
diáfana está de su parte, y la exalta con la gloria de una mártir, le arde en
la carne, la quema de amor, pero también juega con ella, le ondea en la piel y
disfruta delineándola, alumbrándole la pura belleza. Mientras que a Kim la luz
radiante de la mañana se le trasvasaba a la cara, es Ingrid quien desde su seno
la irradia e ilumina el sórdido despacho policial.
El comisario recibe una
llamada en la que se le dice que sin causar más daño se ha entregado el
atracador, ella comprende que su acción ha servido de algo, se le escarchan los
ojos, y de emoción la luz le difracta los rasgos como a través del agua.
Pensé que aunque a
través de tres lentes distintas, había sido la misma cámara la que como una
mirada enamorada enfocara a Kim Novak, a Marlene Dietrich y a Ingrid Bergman,
el mismo éxtasis de luz el que las exaltara, las mismas intuición o ceguera las que las hicieran relumbrar en un fulgor deslumbrante; y también a mí se me encendió una
luz interior y pude concluir el post deshaciendo el extraño nudo que une Un
Extraño en mi Vida, El Expreso de Shanghai y Europa 51: las tres protagonistas
fueron amadas por sus tres geniales directores: Richard Quine, Josef von
Sternberg y Roberto Rossellini. Cuánto debieron quererlas para obtener tales
tomas, para sublimar el lenguaje de sus imágenes en semejantes versos visuales.
Una vez más recordé la silueta desenfocada de mi ex y después de dudar si aquel
día ya había dejado de quererla o si después de todo no tendré tanto talento
visual, contraje una conclusión definitiva.
Ella es muy poco
fotogénica.
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