Como besos se imprimen
las huellas en la arena, la piel de la playa. Del interior el viento blanco
acarrea el aroma de los pinos, de los pastos y la turba; desde el mar una brisa
de raudas sombras de nubes a la deriva trae el del yodo y otro dulzón y a la
vez salino, carnoso, sexual, de anémonas y algas putrefactas. No sabía que los
espíritus tuvieran olfato. Lo digo porque a través de estas diáfanas
panorámicas en escope sobre una playa irlandesa donde la trémula luz virginal,
de nácar, de la mañana se deja penetrar por un frío punzante que la vuelve
neta, nítida, concreta, con una confianza y esplendor radiantes, me parece
sobrevolar sobre estos riscos y acantilados hirvientes de espuma. Sospecho que
soy un espectro, tal vez el fantasma de Robert Mitchum que en algún mundo
paralelo haya vuelto al rodaje de La Hija de Ryan. Quizá haya venido a tomarme
venganza por haber tenido que incorporar a un personaje tan inocente y pusilánime, vacilante, casi
impotente, después de haber dado vida al predicador de La Noche del Cazador o
al psicópata de Cape Fear.
Lo cierto es que estas
tomas en lontananza del mar turquesa jalonado de espuma, estos planos a vista
de gaviota de la playa amarilla transmiten cierto pálpito de inmensidad, una
intuición de eternidad, una especie de cósmico sentimiento de plenitud y libertad,
un estado de contemplación e íntima comprensión del mundo, una esférica
sabiduría o sentimiento de conformidad con la vida, una adecuación a la
naturaleza, que por un instante me hacen creer que Dios existe y tiene un gusto
exquisito, o más bien que si Dios existiera y se dedicase al cine sería el
omnipotente David Lean. Un creador con todos los medios a su alcance y el
talento para merecerlo. Una mirada milagrosa, alguien capaz de convertirse en un invisible ojo que todo lo ve.
Pero ésa no es la
cuestión, sino la metamorfosis que he sufrido para integrarme en su película y,
succionado por ella como un espectador que hubiera sido abducido por la
pantalla, irrumpir en el que parecía clausurado mundo de la ficción. Ya dudo de ser el fantasma de Robert Mitchum. En todo
caso esta sensación de estar en La Hija de Ryan no es producto de un sueño, ni
siquiera del exceso del whisky que evocan los efluvios de turba. Tampoco me ha
acaparado los sentidos la realidad virtual de ningún sofisticado vídeo juego,
ni me he ido de vacaciones a Irlanda. Pero aquí estoy, transparentado en los
tornasoles del aire y en las irisaciones del mar, sustanciado en las ondas lumínicas,
en los nimbos y en los estratos que se ondulan a través del rumor de guijarros
y de las dunas que naufragan en la laguna. Descartando ya estar relacionado con un triunfador como Mitchum, encuentro una hipótesis más
factible: identificado con las vicisitudes conyugales de Charles Saughnessy, su
personaje, soy el fantasma de éste, dada además la inexplicable
complacencia que me inunda al ver de lejos la grácil e infantil figura de mi
esposa y ex alumna, Rose, en compañía del Padre Collins, el airado y generoso
cura del pueblo.
Me acerco a ellos por
los aires y distingo que con un
guante calado la pizpireta sostiene una presumida sombrilla blanca con flecos de encaje negro sobre su
sombrero ornado con flores, sobre el juego de sus guedejas rojo castaño con el viento,
y la enfurruñada cara moteada de pecas y con facciones delicadas. Como una niña
traviesa, ignora los consejos del sacerdote. Cuando llego a su altura ganas me
dan de darle al Padre la razón en lo peligroso que es soñar y en que la
desocupación es la madre de todos los vicios, ya que las románticas
ensoñaciones de Rose, que pronto se casará conmigo, la llevarán a engañarme con
un mayor del ejército inglés. Pero he perdido la facultad del habla y ellos me ignoran,
quizás porque no debería estar aquí: aún no ha llegado el autobús que me traerá
de mis vacaciones en Dublín.
Por supuesto soy
transparente, invisible para Rose y el cura, que en la arena van dejando sus huellas
mientras que yo levito, como si fuese un fantoche de la fantasía, tejido con la
misma niebla que los fantasmas de mis celos, las figuras imaginarias que de la
propia Rose y del mayor en vibrante espejismo por la playa hacia la mitad de la
cinta veré levitar guapos y galantes, fluyendo en otra dimensión, las gasas de
ella flotantes a los sones de la Quinta de Beethoven, como si danzaran
–entonces sería la Séptima- a cámara lenta, hasta que me alcancen a orillas de
la charca pero sin verme como ahora no me ven ella ni el sacerdote, y como regalo
de enamorados él extraerá de la arena una caracola coralina muy parecida a la
que poco después, ajustando a la realidad aquel desvarío de mis celos y
confirmando mi fatal intuición, entre la ropa interior de ella hallaré oculta en
el cajón intermedio de la cómoda del dormitorio.
El Padre Collins y ella
siguen discutiendo. Y lo más curioso es que contrapunteando las palabras del
Padre y de Rose, los jadeos de las olas y el aliento del viento, percibo la
música de Maurice Jarre, como mariposas de colores revuelan sus notas sobre los
cabrilleos del mar. Me sorprenden la levedad con que resbala el tiempo sobre
mi ausencia presente y la facilidad con que me desplazo. Sin embargo, no quiero
moverme de esta idílica playa, no me apetece volver al ceñudo y arisco pueblo
sin nombre –apenas dos hileras de tétricas casas jorobadas o hemipléjicas-,
habitado por broncos celtas capaces de lo mejor y lo peor –pero sobre todo de lo
peor-, de lo sublime y lo miserable –pero sobre todo de lo miserable-, y cuya
zafia e infantil idiosincrasia y retraso ancestral son representados por
Michael, el idiota del pueblo, aunque su cojera también lo identifica con los
traumas bélicos del mayor británico, el que le pone los cuernos a mi versión
carnal, prefiero quedarme porque además el personaje –yo mismo mientras vivía-
ya llega en el autobús y como fantasma suyo, de modo opuesto al espectro de
Mitchum que creía ser, me reconozco emocionado en este quincuagenario profesor
recio y vulnerable, viril y sensible, especie de soltero noble e inviolable que
con su maleta de cartón y desgarbado traje arrastra el abandono y la
resignación de los solitarios, en calidad de fantasma suyo está mal que yo lo diga pero
me admiran su cabal serenidad y la honradez sin atenuantes que se traslucen de
sus rasgos como tallados en roble.
A su lado Rose es la
típica alumna permeable y curiosa, pero también ya prematura mujer porque lo
quiere, más allá del carisma de todo maestro, lo ama, sus ojos color mar de
amanecer de verano relucen con la esperanza del amor y la cristalización de su
deseo como en un brillo de lágrimas. Será por eso que Lean ha arrancado la
escena con otro remoto plano general de la playa que en su cósmica plenitud
signifique el alcance del amor, una panorámica que en su inmensidad traduzca el
ansia de libertad de Rose, lo infinito de sus ciegas esperanzas y sueños sin
nombre, sus difusas aspiraciones y anhelos que ahora concentra en el amor a su maestro,
un paisaje que represente tanto la perspectiva de sus ilusiones como las promesas
del futuro, cuyo cumplimiento ella exigirá a la vida con el egoísmo del que se
cree distinto. A ella le rueda por la arena el pretencioso sombrero y él le
cuenta sobre su visita de carácter cultural a la capital. Caminan en sentido
contrario a las huellas de ella -que ha ido a recibirlo a la carretera-, y en
ellas se adivinan su ligereza y expectación de gacela. En la playa estallan las
olas de la pasión. Después de alabarse mutuamente, Rose ha de disimular su
emoción con la excusa de que la ha cegado una partícula que procede del pasado,
de la estación de tren donde un jueves de treinta años atrás al comienzo de Breve Encuentro
bajo la forma del carbonilla aterrizaba en el ojo de Celia Johnson. Ella llega
a insinuarle sus sentimientos, pero Charles, incrédulo de su fortuna, aparenta
ignorarlo y se encamina a la taberna del padre de Rose, Mr. Ryan.
Me niego a acompañarlo
a tan umbríos umbrales, que en el futuro solo se iluminarán al relámpago de la
pasión que electrizará al mayor y a Rose (en el fondo por eso detesto el local),
ni deseo el trato con Ryan, porque más allá del natural aborrecimiento al
suegro se trata de un personaje poco recomendable, un delator y aspirante a padre incestuoso, un tipejo de lengua solo menos larga que la mano, y vuelvo a
quedarme con Rose, que ahora adapta sus delicados pies a las huellas del número
44 que su amado ha dejado en la arena. Yo sé que la marea del tiempo borrará
las huellas paralelas de ambos.
En otra vertiginosa,
totalizadora toma general, ahora sobre la loma de la escuela, al ocaso sangra
el sol de su virginidad y vemos a Rose entrar al aula a esperar a Charles
(acabo de caer en que es tocayo de otro cornudo célebre, el marido de
Madame Bovary), que no tardará en llegar de la taberna de su padre, trayendo un
eco de los apasionados debates sobre la guerra entre Alemania y el invasor
inglés. Modesto, él cree que ha venido a ayudarlo a deshacer el equipaje, y no
a declarase entre las súplicas del viento y de las gaviotas, y antes de aceptar
su amor le advierte de las limitaciones de la vida que puede ofrecerle, de las
cíclicas rutinas y de la ronda de tareas y el peso de tantas horas disecadas
que como esposa de un maestro rural tendrá que arrostrar. Viéndola tan
atractiva, reniego del pudibundo Charles y físicamente reacciono de tal modo
que llego a cuestionar mi condición espectral.
Y una vez más se abre
otro gran plano de pájaro sobre la playa en relación con los sueños de Rose, ya
traicionados tras su matrimonio, lo cual nos retrotrae al último, desenfocado,
plano general sobre el río Kwai –igualmente
a vista de pájaro-, que a otra escala también nos muestra lo precario de
cualquier proyecto, el fin de pesadilla de todas las quiméricas esperanzas de
los hombres, la destrucción a que están abocadas todas sus ambiciones, en este
caso la ilusión del coronel Nicholson de perpetuarse en el puente. Ahora Rose
se precipita por la playa encorvada contra su existencia de casada, se aleja de su hogar frustrada
de aburrimiento, furiosa por la traición que han sufrido sus esperanzas de algo
que ni siquiera ella sabe. Lo único que
tiene claro es que esperaba otra cosa. El Padre Collins le amonesta por
haber alimentado a la insaciable bestia de los deseos. Y el cura vuelve a llevar
razón, es mejor no tener la cabeza a pájaros, de modo que de la pantalla salto, en vez de a la fama como Robert Mitchum –allá se las componga Charles con sus
cuernos-, al sillón donde recapacito en que atribuyo excesiva relevancia a la
ficción y a la hora de escribir un post me concentro demasiado en la película y
me identifico en exceso con los personajes y las situaciones. Al punto de
llegar a creerme en el interior del film.
La verdad es que desde
Agosto no visito la playa. Aunque entonces aún estaba casado y quizás compartiera los problemas que pesan en el pensamiento de Charles o algunas de las preocupaciones erizadas sobre su cabeza.
Denostada por la crítica, cierta crítica,no deja de ser un Lean,quien consigue que al verla,incluso sintamos el olor del mar,el ruido de la espuma de las olas.Eso sí,no era papel para Mitchum.
ResponderEliminarA mí sí que me resulta convincente. Como dices, tiene todas las características de Leaan, incluido el gran Jarre. Mitchum era más versátil de lo que parece, era capaz de papeles frenéticos o de uno tan apocado como éste.
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