Las sonrisas se
contagian como los bostezos. A la salida del banco comprobé en el escaparate de
una heladería que se me había congelado en la cara la gélida sonrisa de la
cajera, mi ex colega; esperé no haberme contaminado también de la hipocresía de
aquella sonrisa ladina, aviesa, resbalosa, de gelatina, escurridiza, postiza,
que no se había quitado mientras me tramitaba el rescate o más bien salvamento
(por desempleo de larga duración) de los restos de naufragio de mi plan de
pensiones, sonrisa con la que al parecer había perpetrado tras mi despido
cuantiosas ventas de acciones preferentes. Por algún motivo me recordó la
sonrisa siniestra, asesina, aciaga, canallesca, con la que el debutante Richard Widmark
componía el personaje de Tommy Udo, el gángster psicótico.
Y al cruzar la calle
visualicé la terrorífica escena en que Udo sale de un taxi como un lagarto de
su madriguera, mira como yo a ambos lados de la calzada más para reconocer el
terreno que como precaución, todo de negro salvo por el abrigo pardo y la
corbata crema anguilea por la acera, deliberado y atroz como un repartidor de
muerte ingresa en un modesto portal, aunque es por la tarde con él parece
entrar al edificio un alba ancestral, inmemorial, primigenia, la primera luz
que trajera a su ángel maldito; identifica en un buzón el nombre del chivato
–Rizzo-, en la sombra polvorienta se destila de su tez un brillo pálido y
húmedo y frío, su presencia transmite a la acumulación de abulia y aburrimiento
que en estratos parece condensarse en el vestíbulo una especie de horror
albino, cierta cualidad viscosa de gusano, una transparencia de locura, una
evidencia de crueldad, parece que en un rincón alguien está afilando un
cuchillo de plata, y dejando un reguero de sangre fría se abalanza hacia el
primero, donde una voz desvalida de mujer le da paso.
Con una mirada periférica comprueba que la madura inválida que le ha recibido en chal se encuentra sola. El gesto agrio, con voz nasal, un poco en falsete, sarcástica, como si parodiándose a sí mismo se burlara de su interlocutora, él le pregunta adónde se encuentra su hijo Pietro, pisa con saña la colilla y no da crédito a la ignorancia de la mujer. Ella repite que no sabe ubicarlo y entonces él le asesta su primera sonrisa. Para cerciorarse de que están solos y en busca de algún indicio, Udo se permite registrar el apartamento; ante su descaro la silla de ruedas chirría de expectación y preocupación. Regresa enmascarado con una sonrisa floja y barata. Insiste: con un punto de orgullo, como jactándose de la indómita movilidad de Pietro en contraste con su silla de ruedas, ella responde que su hijo puede hallarse en cualquier parte de la ciudad. La incrédula sonrisa de Udo ya es de manicomio, la mueca de un maniquí o un maníaco. Tampoco sabe ella cuándo volverá; su hijo es libre, imprevisible, da a entender que nadie puede controlarlo. Él repregunta y ella vuelve a negar. En la cara de Udo alborea una sonrisa como una luna venenosa y con un movimiento encogido, tan instintivo como inútil, ella hace retroceder la silla de ruedas. Esa sonrisa es un cuchillo y al mismo tiempo la herida que abre su filo.
Con una mirada periférica comprueba que la madura inválida que le ha recibido en chal se encuentra sola. El gesto agrio, con voz nasal, un poco en falsete, sarcástica, como si parodiándose a sí mismo se burlara de su interlocutora, él le pregunta adónde se encuentra su hijo Pietro, pisa con saña la colilla y no da crédito a la ignorancia de la mujer. Ella repite que no sabe ubicarlo y entonces él le asesta su primera sonrisa. Para cerciorarse de que están solos y en busca de algún indicio, Udo se permite registrar el apartamento; ante su descaro la silla de ruedas chirría de expectación y preocupación. Regresa enmascarado con una sonrisa floja y barata. Insiste: con un punto de orgullo, como jactándose de la indómita movilidad de Pietro en contraste con su silla de ruedas, ella responde que su hijo puede hallarse en cualquier parte de la ciudad. La incrédula sonrisa de Udo ya es de manicomio, la mueca de un maniquí o un maníaco. Tampoco sabe ella cuándo volverá; su hijo es libre, imprevisible, da a entender que nadie puede controlarlo. Él repregunta y ella vuelve a negar. En la cara de Udo alborea una sonrisa como una luna venenosa y con un movimiento encogido, tan instintivo como inútil, ella hace retroceder la silla de ruedas. Esa sonrisa es un cuchillo y al mismo tiempo la herida que abre su filo.
Y luego él libera los
pequeños murciélagos de sus risas, que paradójicamente hacen más seria su
advertencia de cuánto le enfada que le mientan, y aun confundida por los
aleteos ella persevera en su silencio, él la llama mentirosa y ella aprieta los
labios, se trata de la vida su hijo, pero en torno a la silla revolotean las
risas negras de Udo, son afiladas y agudas, de verdad que parecen alas con
membranas cartilaginosas y chillan como murciélagos, tienen la misma sed de
sangre, ella niega y deniega, pero ya el cuarto vibra de los aleteos de las
crueles risas de Udo, al que se le desorbitan los ojos al fulgor de una idea
maligna: como el cordón umbilical de la muerte arranca el cable del teléfono y
aprisiona a la inválida en su silla, las negras alas parecen aplaudirlo y ya
rozan a la víctima, los chillidos lo celebran y acallan los gritos pidiendo
auxilio, contra su voluntad la conduce al rellano como un sobrino travieso y en
un clímax de maldad criminal la precipita escaleras abajo, y justo entonces se
apartó de mi camino una pareja de jóvenes, salió corriendo un chaval que dejó
en el suelo el paquete chicles y a la morena que se quedaba mirándome con los
ojos de par en par se le cayó el cigarrillo de las manos. Se me habría
instalado en la cara la sonrisa de Udo, la de mi antigua compañera del banco.
A los pocos pasos de
recordar aquella escena de El Beso de la Muerte, de Hathaway, me crucé con mi
oculista, al que con frecuencia asedio en su consulta debido a que mis sesiones
quíntuples ante la pantalla me dejan los globos oculares como sendas rodajas de
tomate con sal y pimienta. Tuvo la paciente bondad de dedicarme una sonrisa que
como a un espíritu me conjuró a un personaje muy distinto de Widmark, el honesto
médico militar Clint Reed, otra versión de su versatilidad actoral. Porque
ahora no se trata de la sonrisa de Udo, que como una serpiente se ondulaba y
estiraba de oreja a oreja, sino de una sonrisa sincera, cabal, segura,
confiada, concienzuda, que escarba sendos hoyos de simpatía en un rostro
franco. Una sonrisa casi seria.
Está cumpliendo el
protocolo de inyectarle una dolorosa vacuna al mastodóntico capitán Warren
(Paul Douglas), que tras criticar la pusilanimidad de sus hombres ante la
perspectiva del pinchazo, se deja hacer a regañadientes. Dada la situación,
cabría definir la sonrisa del doctor Reed como inocua, aséptica, esterilizada.
Ya no lo veremos sonreír más a lo largo de la frenética película; solo lo ha
hecho en su hogar, de donde lo ha arrancado la alarma de haberse descubierto en
la autopsia de un cadáver tiroteado los gérmenes de la peste neumónica. De modo
que atrapar a un asesino que probablemente esté incubando la enfermedad se ha
convertido en una emergencia sanitaria, y mientras que el doctor Reed intenta
convencer al capitán Warren de la urgencia del caso y con la vacuna le gustaría
inocularle los anticuerpos de la responsabilidad y la conciencia del peligro
real de epidemia, el escéptico policía ha ordenado por pura fórmula interrogar
a los sospechosos habituales del puerto, y al otro lado del tabique de su
despacho un cómplice del asesino repite a su interrogador que nada sabe del asunto
y por negligencia volverá sin cargos a la calle.
Y ya cerca de casa por
el ventanal de su establecimiento atisbé precisamente a mi cómplice en el
barrio, el dueño y camarero del bar de la esquina, que en situaciones de
ventaja y desventaja me ha servido de discreta ayuda. Volvió la cabeza mientras
activaba la cafetera y la esmaltada sonrisa de connivencia que siempre me
dedica me recordó, tras Pánico en las Calles, de Kazan, otro papel de Richard
Widmark, mi predilecto, el del granuja Harry Fabian, personaje hermanado con
Skip McCoy, el genial ratero de Manos Peligrosas, de Fuller, que al final
también se redime deshaciendo con sus habilidades de prestidigitador en
bolsillos ajenos toda una red de espías soviéticos.
La gama de sonrisas que
como Harry Fabian esgrime Widmark es amplia, desde el halago a la burla, pero
casi siempre es torcida, sinuosa, oblicua, espasmódica, con las cínicas puntas
de los labios elásticas como goma; por contraste con todas ellas, ninguna tan
conmovedora como su rasgada, exhausta, rígida, cadavérica sonrisa del final.
El miserable Harry
Fabian es un vividor indigno de confianza, damnificado de los tapetes de
fieltro verde y del césped de la recta final de los hipódromos, náufrago de las
mareas de la suerte, un perdedor sin remedio, un noctívago aliado de las
sombras y de las esquinas, una sanguijuela que en permanente huida dilapida su
vida y succiona la de su novia Mary, cuyo monedero es una y otra vez saqueado
por él, alucinado por la quimera del éxito que realice sus sueños de grandeza.
Su último, imprudente intento finca en discutirle al espeluznante gángster
Kristo su monopolio en Londres de la lucha libre, nada menos que captándose la
voluntad de su padre, un mito de la lucha grecorromana que su hijo degrada a
espectáculo circense. Muerto el padre en un combate oficioso, Kristo pone
precio a la cabeza de Harry: mil libras.
Para Harry Fabian,
antes tan popular, cada amigo es un traidor cierto, cada esquina una probable
tumba. No tiene salvación. Tras una noche eludiendo a su propia sombra, lo
vemos correr sin aliento y a bandazos por el Puente de Londres tendido en el
alba gris gaviota de la capital de todos los océanos. Se derrumba, pese al
inerte peso de sus sueños, en el umbral de la tienda de la anciana Anna, otra
conocida que no dudaría en venderlo como otro artículo de su comercio. Él lo
sabe, pero tiene el corazón en la boca y solo quiere un rincón donde respirar y
arrumbado aguardar su destino. Ahogado de desesperación, exhausto de sus
propias mentiras, recapacita en que lleva toda la vida huyendo: de su padre, de
la policía, de los acreedores. Se avergüenza de la capa de mugre que ha
ensuciado cada uno de sus actos y de todo el daño endosado a Mary, cuyo único
defecto estriba en querer a alguien como él.
Enciende un cigarrillo
y por un momento vuelve el tramposo de antaño y reincidiendo en sus engaños –a
sí mismo el primero- lamenta lo cerca que ha estado de vencer a Kristo y darle
a Mary el bienestar que le había prometido. Pero él sabe que en el muro de su
fracaso no ha llegado a abrírsele ni la grieta de una oportunidad. Lo vemos
magullado, jadeante como un perro, bañado en sudor y arrepentimiento, las
sucias gotas de humedad del Támesis escarchándole la piel, licuándose en un
sudor agónico. Se acercan unos pasos que le aceleran el pulso: pero el matón al
que podría poner cientos de rostros de aspirantes a cobrar la recompensa,
resulta ser Mary. Le trae el dinero que ha salvado de sus expolios para
ayudarlo a escapar de Londres. Y ahora la culpa ya es una lápida que cuelga del
cuello de Harry hasta el fondo del río, como su corazón el puente de Londres se
parte de desolación.
Mary intenta aliviar
las dentelladas de sus remordimientos, aligerarlo de esa culpa que lo lastra y
le impide escapar. Llega a responsabilizarse de su fracaso. Y entonces todas
las mezquinas sonrisas que como buitres hemos visto pasar por la cara de Harry
se subliman en una desgarrada, desesperada, extenuada, en la que se insinúa una
generosidad inusitada: la insta a cobrar la recompensa.
Con esas mil libras
habrá cumplido su promesa de darle a una vida regalada y no le habrá defraudado
todas las esperanzas. Por supuesto, ella se niega, horrorizada, pero él
insiste. Ya que de todos modos lo van a matar, que ella saque provecho. Sin
esperanza, liberado del miedo que lo convertía en un miserable, ha encontrado
la posibilidad de resarcirse de sí mismo. Una muerte como ésta puede modificar
retrospectivamente su vida entera.
El verdadero Harry no
es el de los veintisiete años previos, sino el que se dispone a morir en este
instante de gloria, cuando ella huye espantada por su oferta y bajo la mirada
de halcón de Kristo él sale tras ella a través del puente desierto insultándola
a voces y acusándola de haberlo traicionado para que el gángster le pague las
mil libras, y corre hacia la muerte reconociéndose al fin a sí mismo, al Harry
que quería, el que abraza su destino porque en vez de ciego como el azar es
lúcido, será lo que le dé sentido a su paso por el mundo, y ya que ha matado su
vida y la de Mary, al menos ahora sabe vivir su muerte y a ella le servirá de
algo, aunque en cierto modo sigue explotando a su novia, porque igual que antes
le robaba ahora le impone la recompensa, y al entrar en el ascensor el
matrimonio de ancianos me miró con los ojos entrecerrados por la sospecha y
desconfiadamente se llevaron las manos al bolso y al interior del abrigo quizá
porque creían que había estado recordando a Widmark en su papel de carterista
en Manos Peligrosas, y no en Noche en la Ciudad, de Jules Dassin.
El espejo me devolvió
una sonrisa feliz: iba a ver Dos Cabalgan Juntos, con Richard Widmark. Pero ése,
quizás, será otro post.
No hay comentarios:
Publicar un comentario