lunes, 12 de enero de 2015

RICHARD WIDMARK: LA SONRISA MÁS ESCALOFRIANTE


Las sonrisas se contagian como los bostezos. A la salida del banco comprobé en el escaparate de una heladería que se me había congelado en la cara la gélida sonrisa de la cajera, mi ex colega; esperé no haberme contaminado también de la hipocresía de aquella sonrisa ladina, aviesa, resbalosa, de gelatina, escurridiza, postiza, que no se había quitado mientras me tramitaba el rescate o más bien salvamento (por desempleo de larga duración) de los restos de naufragio de mi plan de pensiones, sonrisa con la que al parecer había perpetrado tras mi despido cuantiosas ventas de acciones preferentes. Por algún motivo me recordó la sonrisa siniestra, asesina, aciaga, canallesca, con la que el debutante Richard Widmark componía el personaje de Tommy Udo, el gángster psicótico.

                 
                 
Y al cruzar la calle visualicé la terrorífica escena en que Udo sale de un taxi como un lagarto de su madriguera, mira como yo a ambos lados de la calzada más para reconocer el terreno que como precaución, todo de negro salvo por el abrigo pardo y la corbata crema anguilea por la acera, deliberado y atroz como un repartidor de muerte ingresa en un modesto portal, aunque es por la tarde con él parece entrar al edificio un alba ancestral, inmemorial, primigenia, la primera luz que trajera a su ángel maldito; identifica en un buzón el nombre del chivato –Rizzo-, en la sombra polvorienta se destila de su tez un brillo pálido y húmedo y frío, su presencia transmite a la acumulación de abulia y aburrimiento que en estratos parece condensarse en el vestíbulo una especie de horror albino, cierta cualidad viscosa de gusano, una transparencia de locura, una evidencia de crueldad, parece que en un rincón alguien está afilando un cuchillo de plata, y dejando un reguero de sangre fría se abalanza hacia el primero, donde una voz desvalida de mujer le da paso. 

                 

Con una mirada periférica comprueba que la madura inválida que le ha recibido en chal se encuentra sola. El gesto agrio, con voz nasal, un poco en falsete, sarcástica, como si parodiándose a sí mismo se burlara de su interlocutora, él le pregunta adónde se encuentra su hijo Pietro, pisa con saña la colilla y no da crédito a la ignorancia de la mujer. Ella repite que no sabe ubicarlo y entonces él le asesta su primera sonrisa. Para cerciorarse de que están solos y en busca de algún indicio, Udo se permite registrar el apartamento; ante su descaro la silla de ruedas chirría de expectación y preocupación. Regresa enmascarado con una sonrisa floja y barata. Insiste: con un punto de orgullo, como jactándose de la indómita movilidad de Pietro en contraste con su silla de ruedas, ella responde que su hijo puede hallarse en cualquier parte de la ciudad. La incrédula sonrisa de Udo ya es de manicomio, la mueca de un maniquí o un maníaco. Tampoco sabe ella cuándo volverá; su hijo es libre, imprevisible, da a entender que nadie puede controlarlo. Él repregunta y ella vuelve a negar. En la cara de Udo alborea una sonrisa como una luna venenosa y con un movimiento encogido, tan instintivo como inútil, ella hace retroceder la silla de ruedas. Esa sonrisa es un cuchillo y al mismo tiempo la herida que abre su filo.

                   

Y luego él libera los pequeños murciélagos de sus risas, que paradójicamente hacen más seria su advertencia de cuánto le enfada que le mientan, y aun confundida por los aleteos ella persevera en su silencio, él la llama mentirosa y ella aprieta los labios, se trata de la vida su hijo, pero en torno a la silla revolotean las risas negras de Udo, son afiladas y agudas, de verdad que parecen alas con membranas cartilaginosas y chillan como murciélagos, tienen la misma sed de sangre, ella niega y deniega, pero ya el cuarto vibra de los aleteos de las crueles risas de Udo, al que se le desorbitan los ojos al fulgor de una idea maligna: como el cordón umbilical de la muerte arranca el cable del teléfono y aprisiona a la inválida en su silla, las negras alas parecen aplaudirlo y ya rozan a la víctima, los chillidos lo celebran y acallan los gritos pidiendo auxilio, contra su voluntad la conduce al rellano como un sobrino travieso y en un clímax de maldad criminal la precipita escaleras abajo, y justo entonces se apartó de mi camino una pareja de jóvenes, salió corriendo un chaval que dejó en el suelo el paquete chicles y a la morena que se quedaba mirándome con los ojos de par en par se le cayó el cigarrillo de las manos. Se me habría instalado en la cara la sonrisa de Udo, la de mi antigua compañera del banco.

                    

A los pocos pasos de recordar aquella escena de El Beso de la Muerte, de Hathaway, me crucé con mi oculista, al que con frecuencia asedio en su consulta debido a que mis sesiones quíntuples ante la pantalla me dejan los globos oculares como sendas rodajas de tomate con sal y pimienta. Tuvo la paciente bondad de dedicarme una sonrisa que como a un espíritu me conjuró a un personaje muy distinto de Widmark, el honesto médico militar Clint Reed, otra versión de su versatilidad actoral. Porque ahora no se trata de la sonrisa de Udo, que como una serpiente se ondulaba y estiraba de oreja a oreja, sino de una sonrisa sincera, cabal, segura, confiada, concienzuda, que escarba sendos hoyos de simpatía en un rostro franco. Una sonrisa casi seria.

                   

Está cumpliendo el protocolo de inyectarle una dolorosa vacuna al mastodóntico capitán Warren (Paul Douglas), que tras criticar la pusilanimidad de sus hombres ante la perspectiva del pinchazo, se deja hacer a regañadientes. Dada la situación, cabría definir la sonrisa del doctor Reed como inocua, aséptica, esterilizada. Ya no lo veremos sonreír más a lo largo de la frenética película; solo lo ha hecho en su hogar, de donde lo ha arrancado la alarma de haberse descubierto en la autopsia de un cadáver tiroteado los gérmenes de la peste neumónica. De modo que atrapar a un asesino que probablemente esté incubando la enfermedad se ha convertido en una emergencia sanitaria, y mientras que el doctor Reed intenta convencer al capitán Warren de la urgencia del caso y con la vacuna le gustaría inocularle los anticuerpos de la responsabilidad y la conciencia del peligro real de epidemia, el escéptico policía ha ordenado por pura fórmula interrogar a los sospechosos habituales del puerto, y al otro lado del tabique de su despacho un cómplice del asesino repite a su interrogador que nada sabe del asunto y por negligencia volverá sin cargos a la calle.

                             

Y ya cerca de casa por el ventanal de su establecimiento atisbé precisamente a mi cómplice en el barrio, el dueño y camarero del bar de la esquina, que en situaciones de ventaja y desventaja me ha servido de discreta ayuda. Volvió la cabeza mientras activaba la cafetera y la esmaltada sonrisa de connivencia que siempre me dedica me recordó, tras Pánico en las Calles, de Kazan, otro papel de Richard Widmark, mi predilecto, el del granuja Harry Fabian, personaje hermanado con Skip McCoy, el genial ratero de Manos Peligrosas, de Fuller, que al final también se redime deshaciendo con sus habilidades de prestidigitador en bolsillos ajenos toda una red de espías soviéticos.

                  

La gama de sonrisas que como Harry Fabian esgrime Widmark es amplia, desde el halago a la burla, pero casi siempre es torcida, sinuosa, oblicua, espasmódica, con las cínicas puntas de los labios elásticas como goma; por contraste con todas ellas, ninguna tan conmovedora como su rasgada, exhausta, rígida, cadavérica sonrisa del final.

El miserable Harry Fabian es un vividor indigno de confianza, damnificado de los tapetes de fieltro verde y del césped de la recta final de los hipódromos, náufrago de las mareas de la suerte, un perdedor sin remedio, un noctívago aliado de las sombras y de las esquinas, una sanguijuela que en permanente huida dilapida su vida y succiona la de su novia Mary, cuyo monedero es una y otra vez saqueado por él, alucinado por la quimera del éxito que realice sus sueños de grandeza. Su último, imprudente intento finca en discutirle al espeluznante gángster Kristo su monopolio en Londres de la lucha libre, nada menos que captándose la voluntad de su padre, un mito de la lucha grecorromana que su hijo degrada a espectáculo circense. Muerto el padre en un combate oficioso, Kristo pone precio a la cabeza de Harry: mil libras.

                   

Para Harry Fabian, antes tan popular, cada amigo es un traidor cierto, cada esquina una probable tumba. No tiene salvación. Tras una noche eludiendo a su propia sombra, lo vemos correr sin aliento y a bandazos por el Puente de Londres tendido en el alba gris gaviota de la capital de todos los océanos. Se derrumba, pese al inerte peso de sus sueños, en el umbral de la tienda de la anciana Anna, otra conocida que no dudaría en venderlo como otro artículo de su comercio. Él lo sabe, pero tiene el corazón en la boca y solo quiere un rincón donde respirar y arrumbado aguardar su destino. Ahogado de desesperación, exhausto de sus propias mentiras, recapacita en que lleva toda la vida huyendo: de su padre, de la policía, de los acreedores. Se avergüenza de la capa de mugre que ha ensuciado cada uno de sus actos y de todo el daño endosado a Mary, cuyo único defecto estriba en querer a alguien como él.

                    

Enciende un cigarrillo y por un momento vuelve el tramposo de antaño y reincidiendo en sus engaños –a sí mismo el primero- lamenta lo cerca que ha estado de vencer a Kristo y darle a Mary el bienestar que le había prometido. Pero él sabe que en el muro de su fracaso no ha llegado a abrírsele ni la grieta de una oportunidad. Lo vemos magullado, jadeante como un perro, bañado en sudor y arrepentimiento, las sucias gotas de humedad del Támesis escarchándole la piel, licuándose en un sudor agónico. Se acercan unos pasos que le aceleran el pulso: pero el matón al que podría poner cientos de rostros de aspirantes a cobrar la recompensa, resulta ser Mary. Le trae el dinero que ha salvado de sus expolios para ayudarlo a escapar de Londres. Y ahora la culpa ya es una lápida que cuelga del cuello de Harry hasta el fondo del río, como su corazón el puente de Londres se parte de desolación.

                   

Mary intenta aliviar las dentelladas de sus remordimientos, aligerarlo de esa culpa que lo lastra y le impide escapar. Llega a responsabilizarse de su fracaso. Y entonces todas las mezquinas sonrisas que como buitres hemos visto pasar por la cara de Harry se subliman en una desgarrada, desesperada, extenuada, en la que se insinúa una generosidad inusitada: la insta a cobrar la recompensa.

Con esas mil libras habrá cumplido su promesa de darle a una vida regalada y no le habrá defraudado todas las esperanzas. Por supuesto, ella se niega, horrorizada, pero él insiste. Ya que de todos modos lo van a matar, que ella saque provecho. Sin esperanza, liberado del miedo que lo convertía en un miserable, ha encontrado la posibilidad de resarcirse de sí mismo. Una muerte como ésta puede modificar retrospectivamente su vida entera.

                  

El verdadero Harry no es el de los veintisiete años previos, sino el que se dispone a morir en este instante de gloria, cuando ella huye espantada por su oferta y bajo la mirada de halcón de Kristo él sale tras ella a través del puente desierto insultándola a voces y acusándola de haberlo traicionado para que el gángster le pague las mil libras, y corre hacia la muerte reconociéndose al fin a sí mismo, al Harry que quería, el que abraza su destino porque en vez de ciego como el azar es lúcido, será lo que le dé sentido a su paso por el mundo, y ya que ha matado su vida y la de Mary, al menos ahora sabe vivir su muerte y a ella le servirá de algo, aunque en cierto modo sigue explotando a su novia, porque igual que antes le robaba ahora le impone la recompensa, y al entrar en el ascensor el matrimonio de ancianos me miró con los ojos entrecerrados por la sospecha y desconfiadamente se llevaron las manos al bolso y al interior del abrigo quizá porque creían que había estado recordando a Widmark en su papel de carterista en Manos Peligrosas, y no en Noche en la Ciudad, de Jules Dassin.
El espejo me devolvió una sonrisa feliz: iba a ver Dos Cabalgan Juntos, con Richard Widmark. Pero ése, quizás, será otro post.  

    
                                         

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