domingo, 29 de abril de 2012

SOBRE “EL GATOPARDO” DE LAMPEDUSA Y EL DE VISCONTI (III)


Hoy he consumado la hazaña de entrar de contrabando en casa “Dublineses”, pendiente que pesa sobre mí la injusta –liberadora– amenaza de destierro si vuelvo a traer otro libro a nuestro escueto hogar, aunque se trate de volumen tan conciso como el de Joyce (versionado por Cabrera Infante, otro enfermo de cine: mi inglés no es menos conciso), oculto que lo traía en el bolsillo trasero de los vaqueros, un territorio ya no transitado por la consorte, que para colmo ha vuelto de sus ocho horas en pie con las piernas hinchadas de enfurruñamiento, casi de ira, y no ha querido ni oír mi ofrecimiento de recoger a Alma de casa de mi madre.

Mientras vuelven, para congraciarme –justificar mi mera presencia–, aderezo con arte rossiniano unos canelones y dispongo unas espinacas stendhalianas (mi entrañable Beyle idolatraba a Shakespeare, Cimarrosa y las espinacas cuando –antes de Popeye– aún no eran tan conocidos, y sólo erró con el músico, apenas inmortal hasta que murió), y en la radio mi telepática hermana vuelve a jugarse el micrófono pinchando a Alex North en “Un Tranvía llamado Deseo” (el primer flirteo del jazz con la música de cine), también autor de la banda sonora de “Dublineses”, la obra maestra casi póstuma –como “El Gatopardo” lo fue de Lampedusa– de John Huston, lograda tras varias fallidas, caballo de batalla éste de la traducción al cine de “Los Muertos”, el relato de más aliento de la colección de Joyce, por el que apostaré después de “El Gatopardo”, si es que éste llega alguna vez a la meta.



Y recuerdo que tanto el genial irlandés anti irlandés (igual que el genial austríaco Bernhard fue anti austríaco; ¿por qué me gustarán tanto los apátridas?), como Lampedusa fueron acusados de secarse de espaldas a la hoguera donde se cocían las cuestiones candentes, de no mirar a la ventana en la que se ventilaba la problemática de su tiempo. El primero, por los nacionalistas irlandeses, y el segundo por los neorrealistas –no los cineastas, sino los literatos–, que desconfiaban del noble que era Giuseppe Tomasi di Lampedusa (como Visconti) y de su novela basada en la vida de uno de sus ilustres antecesores.

Los doctrinarios de panfleto, reglas y cartabón se quejaban de que el desmitificador Lampedusa había diseccionado el heroico período de Risorgimento con el bisturí de la ironía (traduzco: sabiduría) y desde el gélido alejamiento de la reflexión, y que su apartamiento de la realidad histórica repetía el del Príncipe de Salina, o más bien viceversa. Y este distanciamiento afecta incluso a sus personajes, con los que es más difícil identificarse que en la película (por mucho que Visconti renegara de la actitud del Príncipe). Me parece que el novelista nos invita a tomar un cóctel con iguales dosis de escepticismo y pesimismo, y unas gotas de ternura.



Y con este fin me parece que se articulan, volviendo al tratamiento temporal, los repetidos saltos al futuro, como vertiginosos travelling de avance, con que Lampedusa, valiéndose de fórmulas como “ellos no sabían lo que les aguardaba…” o “luego resultó que…” nos desvela en anticlímax el átono, aciago o amargo destino que castigará a los personajes muchos años después del final de la novela. Me temo que por motivos comerciales de los que ni siquiera Visconti podía abstraerse, en la película no se alumbra el lado más tenebroso de un Tancredi o una Angelica que más se nos presentan como héroes románticos, mientras que en la novela, más realista, parecen sufrir las consecuencias de unas dobleces, unos pliegues morales que a todos nos corresponden, cierto que mucho después de que acabe la acción y sin que falte la huella de patetismo que deja ver cómo el tiempo frustra todas sus esperanzas. Me pregunto si esas anticipaciones mareantes, si esas huídas instantáneas al futuro, inspiraron a Visconti esa batería de zooms con que en sus últimas películas parece acribillar a sus protagonistas.

Aunque había desertado de la estética neorrealista, Visconti, tan irónico como Lampedusa, a pesar de su complacencia con los personajes más jóvenes, no mereció las acusaciones de falta de compromiso del novelista, y como ejemplo de que su exquisita puesta en escena no adolece de crítica social, os muestro dos fotogramas, que conforman sendos planos significativamente yuxtapuestos, con que arranca la extensa secuencia del baile; la refinada música ya flota sobre los golpes de azada de los jornaleros, contraponiendo con escarnio las diferencias sociales con el mismo desgarramiento que las pocas veces que lo cojo causa mi Seat aparcado tras el Volvo del jefe.


Aquí vemos el fundido de escenas



Pero de lo que no puede censurarse a novelista ni cineasta es de servirse de la Historia como escapismo; ni una obra ni otra inciden en morosas descripciones ni ambientaciones costumbristas del pasado que aspiren a la reproducción superficial de la época. Cómo detesto las desmesuradas novelas históricas –que no sean de Mújica Láinez– y las películas históricas –que no sean “Espartaco”–, cómo las aborrezco, y por ende cuánto éxito tienen.

Demostrativo de lo poco que a Visconti le interesaba ese tipo de fabulación o tópico histórico es ese desastre tan significativo que resultan sus por fortuna escasas escenas bélicas, cuando la toma de Palermo, que quiero imaginar rodadas por algún asistente. En lugar de pretender reconstruir la historia, el arte de Visconti la mejora. Lejos de saturar, en el barroco detallismo de sus escenarios fulgura el significado del tiempo –en la vajilla de las cenas de Villa Salina reluce lo auténtico de las relaciones entre los comensales–; de los atuendos de los personajes, del brillo gastado de la sotana del Padre Pirrone, se denotan su caracteres; del decorado de cada escena se trasluce su verdad latente. Visconti acaricia los detalles como nos cosquillea cualquiera de esas apostillas de Lampedusa tras punto y coma; ambos observan con el ojo lo bastante alejado para ver bien.

Pero lo que ahora sí reconozco saturado y henchido de libros es el dormitorio –afectado por el espíritu crítico de sendos artistas, soy un personaje que evoluciona–. Camuflo “Dublineses” entre los volúmenes que ya desbordan por debajo de la cama y nos sirven de escalinata al lecho. Otros yacen como pedestal de la cuna y los más se erigen en fortalezas y torres que desde mesitas y cómoda tocan el techo, tapian el espejo, atiborran cajones y cualquier día se despeñarán en alud del armario y del cabecero sumiéndonos en la entropía de la cultura; después de todo tendré que resignarme al e–book. Al oír un vagido inconfundible que sube con el ascensor, una cascada de lloros y lamentos inconformistas, tropiezo con “Alma en suplicio (mediocre novela de James Cain, no Caín, esto es, Cabrera Infante) y sigo el rastro a chamusquina de un horno donde se están carbonizando los canelones y quizá el cadáver de mi matrimonio, igual que Joan Crawford se divorcia en “Mildred Pierce”, la portentosa adaptación de Michael Curtiz de “Alma en suplicio”. 


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