Hoy
he consumado la hazaña de entrar de contrabando en casa
“Dublineses”,
pendiente que pesa sobre mí la injusta –liberadora– amenaza de
destierro si vuelvo a traer otro libro a nuestro escueto hogar,
aunque se trate de volumen tan conciso como el de Joyce
(versionado por Cabrera
Infante, otro
enfermo de cine: mi inglés no es menos conciso), oculto que lo traía
en el bolsillo trasero de los vaqueros, un territorio ya no
transitado por la consorte, que para colmo ha vuelto de sus ocho
horas en pie con las piernas hinchadas de enfurruñamiento, casi de
ira, y no ha querido ni oír mi ofrecimiento de recoger a Alma de
casa de mi madre.
Mientras
vuelven, para congraciarme –justificar mi mera presencia–,
aderezo con arte rossiniano unos canelones y dispongo unas espinacas
stendhalianas (mi entrañable Beyle idolatraba a Shakespeare,
Cimarrosa y las espinacas cuando –antes de Popeye– aún no eran
tan conocidos, y sólo erró con el músico, apenas inmortal hasta
que murió), y en la radio mi telepática hermana vuelve a jugarse el
micrófono pinchando a Alex
North
en “Un
Tranvía llamado Deseo”
(el primer flirteo del jazz con la música de cine), también autor
de la banda sonora de “Dublineses”, la obra maestra casi póstuma
–como “El Gatopardo” lo fue de Lampedusa– de John
Huston,
lograda tras varias fallidas, caballo de batalla éste de la
traducción al cine de “Los
Muertos”,
el relato de más aliento de la colección de Joyce, por el que
apostaré después de “El Gatopardo”, si es que éste llega
alguna vez a la meta.
Y
recuerdo que tanto el genial irlandés anti irlandés (igual que el
genial austríaco Bernhard
fue anti austríaco; ¿por qué me gustarán tanto los apátridas?),
como Lampedusa fueron acusados de secarse de espaldas a la hoguera
donde se cocían las cuestiones candentes, de no mirar a la ventana
en la que se ventilaba la problemática de su tiempo. El primero, por
los nacionalistas irlandeses, y el segundo por los neorrealistas –no
los cineastas, sino los literatos–, que desconfiaban del noble que
era Giuseppe Tomasi di Lampedusa (como Visconti) y de su novela
basada en la vida de uno de sus ilustres antecesores.
Los
doctrinarios de panfleto, reglas y cartabón se quejaban de que el
desmitificador Lampedusa había diseccionado el heroico período de
Risorgimento
con el bisturí de la ironía (traduzco: sabiduría) y desde el
gélido alejamiento de la reflexión, y que su apartamiento de la
realidad histórica repetía el del Príncipe de Salina, o más bien
viceversa. Y este distanciamiento afecta incluso a sus personajes,
con los que es más difícil identificarse que en la película (por
mucho que Visconti renegara de la actitud del Príncipe). Me parece
que el novelista nos invita a tomar un cóctel con iguales dosis de
escepticismo y pesimismo, y unas gotas de ternura.
Y
con este fin me parece que se articulan, volviendo al tratamiento
temporal, los repetidos saltos al futuro, como vertiginosos
travelling de avance, con que Lampedusa, valiéndose de fórmulas
como “ellos no sabían lo que les aguardaba…” o “luego
resultó que…” nos desvela en anticlímax el átono, aciago o
amargo destino que castigará a los personajes muchos años después
del final de la novela. Me temo que por motivos comerciales de los
que ni siquiera Visconti podía abstraerse, en la película no se
alumbra el lado más tenebroso de un Tancredi
o una Angelica
que más se nos presentan como héroes románticos, mientras que en
la novela, más realista, parecen sufrir las consecuencias de unas
dobleces, unos pliegues morales que a todos nos corresponden, cierto
que mucho después de que acabe la acción y sin que falte la huella
de patetismo que deja ver cómo el tiempo frustra todas sus
esperanzas. Me pregunto si esas anticipaciones mareantes, si esas
huídas instantáneas al futuro, inspiraron a Visconti esa batería
de zooms con que en sus últimas películas parece acribillar a sus
protagonistas.
Aunque
había desertado de la estética neorrealista, Visconti, tan irónico
como Lampedusa, a pesar de su complacencia con los personajes más
jóvenes, no mereció las acusaciones de falta de compromiso del
novelista, y como ejemplo de que su exquisita puesta en escena no
adolece de crítica social, os muestro dos fotogramas, que conforman
sendos planos significativamente yuxtapuestos, con que arranca la
extensa secuencia del baile; la refinada música ya flota sobre los
golpes de azada de los jornaleros, contraponiendo con escarnio las
diferencias sociales con el mismo desgarramiento que las pocas veces
que lo cojo causa mi Seat aparcado tras el Volvo del jefe.
Aquí vemos el fundido de escenas
Pero
de lo que no puede censurarse a novelista ni cineasta es de servirse
de la Historia como escapismo; ni una obra ni otra inciden en morosas
descripciones ni ambientaciones costumbristas del pasado que aspiren
a la reproducción superficial de la época. Cómo detesto las
desmesuradas novelas históricas –que no sean de Mújica Láinez–
y las películas históricas –que no sean “Espartaco”–,
cómo las aborrezco, y por ende cuánto éxito tienen.
Demostrativo de lo
poco que a Visconti le interesaba ese tipo de fabulación o tópico
histórico es ese desastre tan significativo que resultan sus por
fortuna escasas escenas bélicas, cuando la toma de Palermo, que
quiero imaginar rodadas por algún asistente. En lugar de pretender
reconstruir la historia, el arte de Visconti la mejora.
Lejos de saturar, en el barroco detallismo de sus escenarios fulgura
el significado del tiempo –en la vajilla de las cenas de Villa
Salina reluce lo auténtico de las relaciones entre los comensales–;
de los atuendos de los personajes, del brillo gastado de la sotana
del Padre
Pirrone,
se denotan su caracteres; del decorado de cada escena se trasluce su
verdad latente. Visconti acaricia los detalles como nos cosquillea
cualquiera de esas apostillas de Lampedusa tras punto y coma; ambos
observan con el ojo lo bastante alejado para ver bien.
Pero lo que ahora sí
reconozco saturado y henchido de libros es el dormitorio –afectado
por el espíritu crítico de sendos artistas, soy un personaje que
evoluciona–. Camuflo “Dublineses”
entre los volúmenes que ya desbordan por debajo de la cama y nos
sirven de escalinata al lecho. Otros yacen como pedestal de la cuna y
los más se erigen en fortalezas y torres que desde mesitas y cómoda
tocan el techo, tapian el espejo, atiborran cajones y cualquier día
se despeñarán en alud del armario y del cabecero sumiéndonos en la
entropía de la cultura; después de todo tendré que resignarme al
e–book. Al oír un vagido inconfundible que sube con el ascensor,
una cascada de lloros y lamentos inconformistas, tropiezo con “Alma
en suplicio”
(mediocre novela de James
Cain,
no Caín, esto es, Cabrera Infante) y sigo el rastro a chamusquina de
un horno donde se están carbonizando los canelones y quizá el
cadáver de mi matrimonio, igual que Joan Crawford se divorcia en
“Mildred
Pierce”,
la portentosa adaptación de Michael
Curtiz
de “Alma en suplicio”.
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