Insomne
de desesperación, desesperada de insomnio que estaba la consorte, me
he traído a Alma al otro hemisferio de nuestros 34 metros cuadrados
(24 útiles, segregados del viejo caserón dividido en apartamentos,
del que nos ha tocado el velador), para dejarla dormir, pues ha
decidido llevarle la contraria también
a las estadísticas del paro y mañana empieza a trabajar en el stand
de teléfonos portátiles de una gran superficie, eso sí, bajo unas
condiciones peores que las de Tom
Joad en “Las Uvas de la Ira”.
Sostengo
a mi rebelde hija en la sala, con la unción que merece este proyecto
de Pasionaria o Rosa Luxemburgo, que no obstante parece transigir con
la institución de la familia burguesa, según amortigua sus
estrepitosas reivindicaciones cuando la cogemos en brazos.
Son
las tres y cinco de la madrugada. Y seis. El terciopelo violeta de la
noche tapiza el ventanal. Le susurro a Alma aquellos hipnóticos
versos de Wallace
Stevens,
mi particular auditoría de ovejas (“la noche estaba en calma y el
mar en silencio”, ¿o de tanto recrearlos los he alterado?), pero
soy yo el que me aletargo. Estornuda la cisterna del vecino. El
frigorífico habla en sueños. Siento los párpados de plomo. Los he
cerrado. Y no ha sido sino entonces, los ojos como platos y con la
inminencia de la escritura en las uñas, cuando he saltado hacia el
ordenador, Alma en ristre, para escribir esto a una mano, como si
tocara al piano el concierto de Ravel para la mano izquierda, y ella
se ha dormido, como temo hagan mis lectores. Así que os propongo la audición del tempo lento del Concierto para piano (no sólo para la mano izquierda) de Ravel.
He
de llevar a puerto, como un eficaz práctico conradiano, al socaire
de esta brisa que estremece en la vidriera las hojas del plátano, el
veleidoso velero de mis argumentaciones que, por el lastre de tantas
obligaciones, cerca está de encallar y no deja de virar al cambiante
viento de mis humores. Pero la que sigue inconmovible es mi
conmovedora convicción de que el cine clásico sustituyó a la ópera
como arte total (y a veces totalitario, como en la filmación por
Leni
Rienfensthal
del Congreso nazi de Nüremberg, según me sugiere una amable
lectora).
Comparemos,
si no, la escenografía cartón piedra, gasa y muselina de cualquier
representación, esos decorados de lienzos, fondos pintados de níveas
cumbres, perspectivas improbables, escaleras que suben a la nada o
divisiones en cubículos temporales que acercan la escena a la Rue
del Percebe, 13 (por no hablar de alguna Aida ambientada en la
Transición, con los esclavos nubios votando en urnas piramidales a
favor del enterramiento de la protagonista), comparemos, insisto,
semejante panorama no ya con la Atlanta confederada en llamas o la
prolija reconstrucción de la Tebas de Sinuhé,
sino con la irreductible magia que trasciende del rodaje en un
estudio de serie B sombreado de misterio, o la irrealidad
fantasmagórica de la transparencia más chabacana o chapucera
(Hitchcock era un especialista en las últimas).
Pasemos
a la interpretación de actores y consideremos las evoluciones de
morsa amaestrada de la soprano de turno o las muecas y ojos en blanco
del tenor-león marino, y apreciemos por contra la versátiles
incorporaciones de los secundarios del cine (Walter Brennan,
Karl Malden, Donald Crisp).
He
de llevar a puerto, como un eficaz práctico conradiano, al socaire
de esta brisa que estremece en la vidriera las hojas del plátano, el
veleidoso velero de mis argumentaciones que, por el lastre de tantas
obligaciones, cerca está de encallar y no deja de virar al cambiante
viento de mis humores. Pero la que sigue inconmovible es mi
conmovedora convicción de que el cine clásico sustituyó a la ópera
como arte total (y a veces totalitario, como en la filmación por
Leni
Rienfensthal
del Congreso nazi de Nüremberg, según me sugiere una amable
lectora).
Comparemos,
si no, la escenografía cartón piedra, gasa y muselina de cualquier
representación, esos decorados de lienzos, fondos pintados de níveas
cumbres, perspectivas improbables, escaleras que suben a la nada o
divisiones en cubículos temporales que acercan la escena a la Rue
del Percebe, 13 (por no hablar de alguna Aida ambientada en la
Transición, con los esclavos nubios votando en urnas piramidales a
favor del enterramiento de la protagonista), comparemos, insisto,
semejante panorama no ya con la Atlanta confederada en llamas o la
prolija reconstrucción de la Tebas de Sinuhé,
sino con la irreductible magia que trasciende del rodaje en un
estudio de serie B sombreado de misterio, o la irrealidad
fantasmagórica de la transparencia más chabacana o chapucera
(Hitchcock era un especialista en las últimas).
Pasemos
a la interpretación de actores y consideremos las evoluciones de
morsa amaestrada de la soprano de turno o las muecas y ojos en blanco
del tenor-león marino, y apreciemos por contra la versátiles
incorporaciones de los secundarios del cine (Walter Brennan,
Karl Malden, Donald Crisp).
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