viernes, 27 de abril de 2012

SOBRE “EL GATOPARDO" DE LAMPEDUSA Y VISCONTI (II)

El respingo que el portazo del jefe me ha promovido, mientras seleccionaba de una galería de fotos del Gatopardo algunas que os deleitaran, ha imantado la atención de las agujas de sus ojos sobre mí, y como me he ruborizado y hundido en la butaca, de dos zancadas se me ha puesto al lado y apenas me ha dado tiempo de teclear de vuelta a la tramitación de los desahucios de la semana. Conocedor de mis evasiones culturales, lo ha tranquilizado mi confesión de que sólo estaba visitando una página porno, y de vuelta a su despacho, ha acabado por ponerse la sonrisa de satisfacción después de verme cobrar a un par de clientes sendos euros a cambio de tramitarles la ardua repesca del extracto de un recibo.

Así se consume mi tiempo, triste (el tiempo) como Rajoy, lento como Rajoy, grisceniza color barba de Rajoy (ojalá se limitara a recortársela), vacuo –como Rajoy, estúpido , insípido como los siete cigarrillos que sólo puedo fumetear del trabajo a casa y viceversa, en cuarenta y un minutos de caminata, pues por razones obvias no puedo valerme del bus ni de taxi que valga, y la consorte prácticamente me obligó a apagar el cigarrillo poscoital que siguió a la concepción de nuestra despótica y lamentadora hija más lo parece de Job o Jeremías; pero he aquí que gracias a todo esto logro escribir que el tiempo, como en la música, es el auténtico protagonista de los dos Gatopardos.

Y eso que mi cuñado –el marido de la periodista, también del gremio y contagiado de nuestro mismo mal– insiste, en parte con razón, en que cada fotograma de Visconti parece un cuadro, lo que apuntaría al espacio, y no al tiempo, como lo esencial de la película. De modo que, para no incidir en paradojas borgianas y, sobre todo, llevarle la contraria –uno de los pocos placeres que me quedan-, me dispongo a esgrimir mi tesis como una escalera de color, si es que no me interrumpe algún autónomo ingenuo que haya visto algún anuncio del ICO ofreciendo préstamos de cienciaficción.

Cuanto acontece en las primeras escenas de la novela se nos presenta concluido, nada parece suceder en el presente que no sean recuerdos, elucubraciones o ensoñaciones del personaje, y para la misma caracterización del Príncipe de Salina se nos remite bien al pasado más o menos reciente, bien a esa suerte de pretérito tan propio de Proust cuando nos cuenta a qué se dedicaba Marcel en una determinada época, o de ciertos montajes-secuencia del cine que aspiran a la eternidad. Sospecho que a ese nulo –y voluntario– avance de la acción se debe que muchos editores inteligentes no pasaran de la lectura del primer cuarto del manuscrito, de modo que Lampedusa sólo vio publicada su obra desde la bruma de ultratumba.

De ese encantamiento y estancamiento del tiempo circular que se muerde la cola y parece tan disecado como acabará el perro del Príncipe, del círculo vicioso de las advocaciones del rosario, de los ritos de las comidas en familia, se denotan el inmovilismo estatuario y la monolítica arrogancia de una nobleza que teme caer de un pedestal agitado por Garibaldi.

Así como la irrupción de los nuevos tiempos en la villa principesca apenas es representada por el hallazgo en el jardín –un mes antes– del cadáver de un revolucionario, en la película las novedades empiezan siendo igual de intrascendentes para Don Fabrizio, insinuadas por una brisa que abanica los visillos translúcidos de la sala donde el paterfamilias no permite que  interrumpan el rosario. Será su sobrino Tancredi quien lo saque del círculo de su hechizo. A estas alturas puedo oír cómo mi cuñado rechina los dientes.

Una vez arreglado el matrimonio de su sobrino con Angelica, hija del nuevo rico Sedara, y asegurada la continuidad de su estirpe más espiritual que carnal –en vez de su opaco hijo, el genuino sucesor en quien de veras reconoce la apostura y la vitalidad de su juventud es Tancredi, como Visconti nos muestra en un plano en el que, afeitándose, Don Fabrizio se mira en el espejo del pasado-, el Príncipe afronta la disolución propia.



En efecto, ya siente la hemorragia lenta de un tiempo que se le escurre sin remedio, y que Lampedusa compara a la imperceptible caída de los granos por el cuello de un reloj de arena. Antes del baile final, Visconti lo sorprende de nuevo mirándose al espejo, ahora solitario y melancólico, pero también con burlona resignación, empezando a despedirse de sí mismo, irónicamente encantado de haberse conocido y sabiendo que pronto ya no volverá a encontrarse consigo.



Y de nuevo sublimará su instinto de supervivencia suplantando al celoso sobrino entre los brazos de su prometida en un vals que detiene el tiempo en el instante mágico y apoteósico en que vuelve a sentirse joven por última vez.

Y como todos moriremos algún día –incluso mi jefe–, acabamos por simpatizar, adorar, a un Príncipe de Salina que apreciaba más a su perro que a sus arrendatarios, del mismo modo que que al final de “Centauros del Desierto” amamos al racista EthanWayne, o igual que nos identificamos con los ladrones del cine negro (sobre todo con Sterling Hayden), o yo estimaría y hasta cooperaría con los atracadores de este maldito banco.

Y el tiempo también protagoniza mi vida: ha llegado la hora del cierre y todavía no he acabado con la cuestión del tiempo en sendos Gatopardos. Respiro hondo y emprendo mi maratón de cigarrillos hacia casa, dejando atrás los codazos y sonrisillas de los compis, que achacarán mi premura a la urgencia por aplacar cierta necesidad que me hayan suscitado las páginas porno.

El solipsismo del artista.    

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