El respingo que el portazo del jefe me ha promovido, mientras seleccionaba de una galería de fotos del Gatopardo algunas que os deleitaran, ha imantado la atención de las agujas de sus ojos sobre mí, y como me he ruborizado y hundido en la butaca, de dos zancadas se me ha puesto al lado y apenas me ha dado tiempo de teclear de vuelta a la tramitación de los desahucios de la semana. Conocedor de mis evasiones culturales, lo ha tranquilizado mi confesión de que sólo estaba visitando una página porno, y de vuelta a su despacho, ha acabado por ponerse la sonrisa de satisfacción después de verme cobrar a un par de clientes sendos euros a cambio de tramitarles la ardua repesca del extracto de un recibo.
Así
se consume mi tiempo, triste (el tiempo) como Rajoy, lento –como Rajoy–,
gris–ceniza color barba de Rajoy (ojalá se limitara a recortársela),
vacuo –como Rajoy–, estúpido –…–, insípido como los siete
cigarrillos que sólo puedo fumetear del trabajo a casa y viceversa,
en cuarenta y un minutos de caminata, pues por razones obvias no
puedo valerme del bus ni de taxi que valga, y la consorte prácticamente
me obligó a apagar el cigarrillo poscoital que siguió a la
concepción de nuestra despótica y lamentadora hija –más lo parece
de Job o Jeremías–; pero he aquí que gracias a todo esto logro escribir que el tiempo, como en la música, es el auténtico protagonista de
los dos Gatopardos.
Y
eso que mi cuñado –el marido de la periodista, también del gremio
y contagiado de nuestro mismo mal– insiste, en parte con razón, en
que cada fotograma de Visconti
parece un cuadro, lo que apuntaría al espacio, y no al tiempo, como
lo esencial de la película. De modo que, para no incidir en
paradojas borgianas y, sobre todo, llevarle la contraria –uno de
los pocos placeres que me quedan-, me dispongo a esgrimir mi tesis como
una escalera de color, si es que no me interrumpe algún autónomo
ingenuo que haya visto algún anuncio del ICO ofreciendo préstamos
de ciencia–ficción.
Cuanto acontece en las primeras escenas de la novela se nos presenta
concluido, nada parece suceder en el presente que no sean
recuerdos, elucubraciones o ensoñaciones del personaje, y para la
misma caracterización del Príncipe de Salina se nos remite bien al
pasado más o menos reciente, bien a esa suerte de pretérito tan
propio de Proust cuando nos cuenta a qué se dedicaba
Marcel en una determinada época, o de ciertos montajes-secuencia del
cine que aspiran a la eternidad. Sospecho que a ese nulo –y
voluntario– avance de la acción se debe que muchos editores
inteligentes
no pasaran de la lectura del primer cuarto del manuscrito, de modo que Lampedusa
sólo vio publicada su obra desde la bruma de ultratumba.
De
ese encantamiento y estancamiento del tiempo circular que se muerde
la cola y parece tan disecado como acabará el perro del Príncipe,
del círculo vicioso de las advocaciones del rosario, de los ritos de
las comidas en familia, se denotan el inmovilismo estatuario y la
monolítica arrogancia de una nobleza que teme caer de un pedestal
agitado por Garibaldi.
Así
como la irrupción de los nuevos tiempos en la villa principesca
apenas es representada por el hallazgo en el jardín –un
mes antes–
del cadáver de un revolucionario, en la película las novedades empiezan siendo
igual de intrascendentes para Don
Fabrizio, insinuadas por una brisa que abanica los visillos translúcidos de la
sala donde el paterfamilias no permite que interrumpan
el rosario. Será su sobrino Tancredi
quien lo saque del círculo de su hechizo. A estas alturas puedo oír
cómo mi cuñado rechina los dientes.
Una
vez arreglado el matrimonio de su sobrino con Angelica,
hija del nuevo rico Sedara,
y asegurada la continuidad de su estirpe más espiritual que carnal
–en vez de su opaco hijo, el genuino
sucesor en quien de veras reconoce la apostura y la vitalidad de su
juventud es Tancredi,
como Visconti nos muestra en un plano en el que, afeitándose, Don Fabrizio
se mira en el espejo del pasado-, el Príncipe afronta la disolución propia.
En
efecto, ya siente la hemorragia lenta de un tiempo que se le escurre
sin remedio, y que Lampedusa compara a la imperceptible caída de los granos por el cuello de un reloj de arena. Antes del
baile final, Visconti lo sorprende de nuevo mirándose al espejo, ahora solitario y melancólico, pero también con burlona
resignación, empezando a despedirse de sí mismo, irónicamente
encantado de haberse conocido y sabiendo que pronto ya no volverá a
encontrarse consigo.
Y de nuevo sublimará su instinto de supervivencia suplantando al celoso sobrino entre los brazos de su prometida en un vals que detiene el tiempo en el instante mágico y apoteósico en que vuelve a sentirse joven por última vez.
Y
como todos moriremos algún día –incluso mi jefe–, acabamos por
simpatizar, adorar, a un Príncipe de Salina que apreciaba más a su
perro que a sus arrendatarios, del mismo modo que que al final de
“Centauros del Desierto” amamos al racista Ethan–Wayne, o igual que nos
identificamos con los ladrones del cine negro (sobre todo con
Sterling Hayden), o yo estimaría y hasta cooperaría con los
atracadores de este maldito banco.
Y
el tiempo también protagoniza mi vida: ha llegado la hora del cierre
y todavía no he acabado con la cuestión del tiempo en sendos
Gatopardos. Respiro hondo y emprendo mi maratón de cigarrillos hacia
casa, dejando atrás los codazos y sonrisillas de los compis, que
achacarán mi premura a la urgencia por aplacar cierta necesidad que
me hayan suscitado las páginas porno.
El solipsismo del artista.
El solipsismo del artista.
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