Erguido contra un
futuro opaco,
con esqueletos
eléctricos danzando en el horizonte,
pero en un mundo donde
los ideales aún brillaban con letras de luces,
con el prestigio de una
comedia musical muchas veces representada,
yo era un hombre gris,
de vida cuadriculada
que nunca se redondeaba
en las curvas de espúrios placeres,
el hombre del
impermeable triste,
la víctima favorita de
la lluvia y de la ira,
un novio que en las
tiendas de muebles
sorprendía escenas de
su imposible matrimonio,
un obrero al que la
pobreza seguía como una perra hambrienta,
que apenas amasaba
dinero para hornear su pan,
y acompañó a su novia a
la dársena de las despedidas,
un caminante bajo la
lluvia por las calles de la soledad
donde el fango guarda los
pasos perdidos,
un hermano que
aconsejaba a los dos suyos
que había que obedecer
las leyes como a nuestra madre,
un amante a distancia y
a plazos
que en cartas remitía
su amor como en catálogos,
un hombre corriente del
que se enamoró la mala suerte,
como del perfil del
exiliado príncipe de una moneda
que siempre sale cruz.
Perfilado en un
presente de promesas,
en un mundo aún neto y
brillante,
poblado de figuras
planas que parecían con relieve,
a través de paisajes
cada vez más cálidos
y climas
progresivamente exuberantes
con la licencia de
matrimonio y los ahorros en el bolsillo
(y entre la calderilla la
moneda del príncipe desdichado),
iba feliz como un
hombre corriente el día de su boda
cuando un alguacil de
Strand me encañonó el pecho de cordero
y el sheriff me detuvo
por el número de serie de un billete
(pero la clave era la
moneda del infortunado príncipe),
y tras unas diligencias
previas de habladurías
y una instrucción en el
bar
el pueblo me sentenció
a morir linchado,
y la lluvia de la ira
pareció caer desde el techo de la celda
y por la calle de la
cárcel bajó una riada de odio alegre
como un asesino
borracho
y la corriente devoró
la puerta y el agua se hizo fuego
cuando quemaron la
cárcel con el hombre corriente,
el hombre inocente
adentro,
el hombre gris al que
ningún impermeable haría incombustible,
y los rasgos del
príncipe se fundieron en un guiñapo de bronce.
Cernido sobre un pasado
lúcido y cegador,
pero en un mundo tenue,
triste, gris, en esta nebulosa,
ahora soy un aparecido,
el vengativo espectro
de un hombre corriente linchado por error
(los linchadores sí
merecen un linchamiento justo),
un hombre inocente,
un hijo bastardo de la
lluvia y de la furia
que a medianoche
discute con otros fantasmas
sobre la duración de
sus desastres y el tamaño de sus catástrofes,
y al que nada sino la
soledad puede ya calar.
Me aparecí en un cine,
donde el noticiero
exhibía cómo mis gritos alimentaban las llamas
y mi desesperación se
ennegrecía como un cadáver carbonizado,
pero no las ascuas de
los ojos de los linchadores,
ni los rayos en sus
frentes, ni los cráteres de sus mejillas
ni las cavernas de sus bocas;
me aparecí a mis dos
hermanos
pero no los apesté con
mi olor a carne quemada
porque en verdad había
logrado escapar por una canal
(al final la lluvia me
hizo incombustible)
y ya solo estaba
ardiendo de odio, ciego de odio,
ebrio de odio,
encorvado de odio contra mi destino,
vibraba con la ira del
fuego
que ninguna lluvia
puede apagar,
y necesitaba que mis
dos hermanos pusieran cara a mi odio
ya que la mía debía
permanecer de este lado turbio
para que mis
linchadores fueran considerados asesinos;
me aparecí en las
pesadillas de estos,
en los temores de sus
familiares
y en las esperanzas de
sus enemigos,
y su madeja de coartadas
se devanó ante una película
que sí mostraba las
ascuas de sus ojos,
y sus rayos en la
frente y la caverna de sus bocas,
y su ovillo de mentiras
se desenrolló como la cinta de celuloide:
los periodistas habían
llegado mucho antes que la Guardia Nacional.
No me he aparecido a mi
novia,
ya que de espaldas a mi
destino,
en este mundo opaco,
translúcido, esmerilado
como desde el más allá
o en un baño de vapor,
la bondad, la confianza
y la alegría
ya son el enceguecido
luminoso de un musical fracasado,
y en este perenne mes
decimotercero,
un mes entre noviembre
y diciembre
que solo habitamos
quienes no estamos vivos ni muertos,
los que no somos
blancos ni negros,
los hombres grises,
los hijos bastardos de
la lluvia y de la furia,
aquellos que llevamos
un impermeable espectral,
la lluvia me dice con
su lengua de fuego que soy otro linchador
porque los hombres del
otoño,
los hombres grises que
fuimos corrientes, inocentes,
aquellos que llevamos
en el ceño la nube de la ira
hemos olvidado el
idioma del amor
y estamos exiliados del
sol
como aquel bello
príncipe de su país, de su juventud
y de la suerte que
siempre le esconde la cara.
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