Damas y caballeros,
canalla de mala calaña,
la emoción me enfanga
las palabras
y la gratitud me aceita
las bisagras de la cintura;
cuando mi incompetencia
me hubo nominado a este entorchado
y ahora, al
pronunciarse con voz tonante el inmemorial
“… Y el perdedor es…
Edward D. Wood Junior”,
me he sentido tan
drogado como Bela Lugosi,
ejem, ebrio de sangre,
mejor dicho,
y he llegado aquí como
en esos sueños donde uno corre y no avanza nada,
es decir, como en mi
carrera cinematográfica,
y ese tomate casi me
acierta en toda la cabeza,
porque tan arduo es
rodar una mala como una buena película,
mi entusiasmo ha
extenuado a mi mala suerte
y por fin mi arte ha
logrado la recepción que merece:
vuestros chiflidos y
abucheos, befas y bufidos
a mi mundo de
travestidos zombies descendiendo por pasarelas de ovnis,
de escamosos tentáculos
que se desvinculan de lápidas relucientes de luna,
de ataúdes que chirrían
a los flashes de los relámpagos,
toda la vida he
aspirado a que repudiárais
mi política de
productor, autor, actor, director, montador,
que solo tiene réplica
en Welles al otro lado del éxito,
mi obeso doble en el
mundo paralelo de los genios,
Orson, mi único reflejo
en la imagen ideal del espejo
que ya trizáis al agacharme
para evitar esa piedra.
Señoras y señores, si
alguno queda en el gallinero,
ojalá pudiera olvidar
mis inicios en la escena
cuando emulando a
Welles en el Mercury Theatre
monté una obra con
goteras en la platea y en la memoria de los actores,
cuando para escándalo
de mi novia Dolores
en sostén y liguero
escribí un guión sobre un travesti,
cuando conocí a Bela
Lugosi, el inmortal Drácula,
aunque todo el mundo,
él incluido, lo creía muerto,
y hasta ataúdes se
estaba probando en una funeraria,
y que pare de una vez
esta nieve de palomitas de maíz.
Al gran Bela le
consagro este AntiOscar,
a ese murciélago
revoloteante sobre el purpúreo fondo de los mitos,
a esa figura cuya
sombra se cierne sobre el miedo de varias generaciones,
un monstruo de la
pantalla que me regaló sus últimas actuaciones
y al que nunca volverán
a clavarle en el corazón la astilla del olvido,
el actor fetiche de un
fetichista como yo,
un héroe que resolvía
con goulash su dependencia de la morfina,
y aún succionaba de la
yugular de la edad la sangre de su alegría,
un maestro que con la
capa de su oficio
y las cartilaginosas
alas de su talento
sobrevolaba sus
depresiones y el desprecio de los productores,
y ya tengo que gritar
para imponerme a vuestros insultos.
Dejadme hablar, patulea
de última ralea
porque aún tengo que
distinguir a mi ínclita troupe de actores
que tanto han agravado
mi alergia al éxito:
Loretta King, a quien
contraté porque la tomé por millonaria,
Tor Johnson, el
terremoto humano enemigo de jambas y quicios,
Cris Bunny, el
hermafrodita de otro mundo,
de ultratumba y
ultraterrestre, que hasta las hormonas tiene locas,
Johnny, el adivino que
me reveló la ceguera de vuestra fe en el cine
y cimentó mi credo en
la imperfección,
mi confianza en que el
descuido o los dislates
de mis imprevisiones e
improvisaciones
devendrían en la
discontinuidad y la fragmentación
del postmodernismo, el
arte del que soy profeta,
así que hice bien en
nunca repetir una escena
y olvidarme de la
continuidad, las actuaciones o la verosimilitud,
ya que el Cine con su
magia todo lo autentifica
y transfigura mis
chapuzas con una irrealidad mistérica,
y la niebla de la
poesía se filtra por los resquicios del decorado,
y un aura de misterio
emana del torpe artificio y de mis artefactos,
y esa coca cola me ha
hecho blanco entre las piernas.
En estos momentos de
pesar e infortunio
ni siquiera puedo
olvidar a los productores de mis obras:
Phil, el esclavo de la
taquilla que compraba películas al peso
y desde el sándwich de
su despacho lo único que exigía eran siete rollos,
Mr. Feldman que tomó
por comedia el drama de mi opera prima
y designó a Glen o
Glenda como peor película de la Historia,
Mr. McCoy, el Rey de la
ternera, que me financió La Novia del Átomo,
a cambio de adelantar
en el reparto a su retrasado hijo,
Mr. Reynolds, mi casero
y ministro de la Iglesia Baptista,
que para cobrar el
alquiler influyó en que su iglesia invirtiera
en Plan Nueve, mi obra
maestra sobre marcianos infiltrados en zombies.
También tengo que
mencionar a mis dos parejas,
Dolores, una rubia
equina, y ya me callo
para huir de aquí de la
mano de Kathy,
la mujer de mi vida y
única fan,
y me perseguís por la
pasarela
para lincharme e
impedir
que perpetre otra obra
pero solo lo lograréis
si la piedra que vuela
del palco me da
en la eminente
cabeza.
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