Con caracteres
indostánicos estaba escrito en los nimbos y cirros
que exhalan los escapes
y chimeneas de Bombay
que me convertiría en
actor, en favorito de los hados,
talismán e imán de
milagros,
que lavaría la pintura
que infamase a un elefante
y que en un verano del
Sur vería nevar bajo techo.
Me contrataron por una
apuesta de operadores americanos
que filmaban documentales
en la India
y aquella noche estaban
tan borrachos como mi destino,
abracé a mi sino como a
una novia hasta entonces conocida por carta
y en vez de a Bollywood
me fui a Hollywood
a actuar de Sam Jaffe
en un remake de Gunga Din
en cuyo final
estertoraba en una corneta
como la trompa de un
elefante ebrio,
y al atarme el zapato
sobre el detonador
el fuerte estalló algo
a destiempo:
como vaticinaba el
contaminado cielo de Bombay
empecé a ser foco de
sorpresas, ombligo de sucesos.
Para relajarme pulsaba
en casa acordes mistéricos
cuando recibí la
invitación a la fiesta del productor.
Me presenté como
siempre, fatalista y formal,
con mi serena sonrisa
recién puesta,
irradiando con mi
colonia la simpática sabiduría de Oriente,
y con algún enigmático
proverbio en la punta de la lengua,
pero ingresé con mal
pie, perdí el zapato izquierdo
mientras me lo lustraba
en un canal de la fuente de la sala
(la mansión se licuaba
en surtidores y piscinas, estanques y cisternas),
lo perseguí corriente
abajo,
en la pasarela esquivé
a los músicos,
me trastabillé con el
saxo, me abracé al contrabajo,
y cuando iba a pescar
el zapato con una rama artificial
calculé mal, voló al
interior de la cocina
y reapareció en la
bandeja de un camarero
de donde sin probarlo
lo recobré para calzármelo.
Con la cabeza me
disculpé por los desmanes y desórdenes,
ruborizada mi tez de
bronce con un tono ketchup:
sentía que en torno a
mí gravitaban portentos sin cuento,
que como un médium mi
presencia convocaba espíritus burlones
que tramaban accidentes
y telequinesias, roturas y caídas,
como si yo fuese eje de
misteriosos vectores de energía
vórtice de cataclismos,
o en mí convergiera un
haz de fuerzas magnéticas
que desequilibraban los
objetos y desajustaban el mundo:
talismán e imán de
milagros, rezaba el cielo de Bombay.
Así me ocurrió con
Wyoming Bill, el inmortal vaquero
al que acerté en el
entrecejo con la ventosa de una flecha,
con un lorito
insensible a mi empatía
y cuyo alpiste en
cascada se me vertió al suelo,
con la misma orquesta,
enmudecida a mi baile con una rubia,
con los mandos de
domótica de la mansión,
con el teléfono, las
copas, los canapés,
con todos los objetos,
que se rebelaban en mi contra:
mi credo fatalista
desencadenaba una fatalidad tras otra.
Aunque de corro en
corro no hablara mucho, ni bebía,
y como un mal olor me
rodeaba una nube de silencio,
disfrutaba, me reía de
mis solitarias risas
como si estuviera
borracho o todos menos yo lo estuvieran,
me sentía algo raro,
tan aparte como un poeta,
como si caminara con
los brazos
o menos yo todo el
mundo caminara con los brazos.
También en la cena la
realidad se desenfocó levemente,
giró sobre un eje algo
desajustado,
como si mi Morgan tuviera
floja una de sus tres ruedas,
o se atascara alguna
ruedecilla en el engranaje de la lógica,
y mi pollo asado
resucitó, voló y coronó la diadema de una peluca
y el camarero lo
devolvió a mi plato emplumado de rubio.
Luego me sobrevino la
necesidad de un lavabo
y en una carrera en la
que fui una vejiga con piernas
lo busqué por decenas
de habitaciones que me rehuían,
temerosas de que reventase
y las inundase la dorada laguna
que casi me desbordaba
el dique de la voluntad,
y lo más duro era ver
al angelote de la fuente aliviándose
y hasta los aspersores
y surtidores liberando sus chorros,
y en la cola del baño
de las chicas conocí a Michelle,
la acompañante de
Divot, ayudante de producción,
y tras aliviarme en una
especie de apertura de esclusas
y pugnar contra el
papel higiénico, el inodoro y la cisterna,
para evitar a la
anfitriona huí por la ventana del hostil baño,
corrí por el terrado de
la pérgola, resbalé y caí a la piscina.
Aunque crea en la
predestinación,
tengo los bolsillos
llenos de sorpresas,
como pulgas las bromas
me brincan del ingenio,
y en cuanto me embutí
en el albornoz del bienestar
y me conforté con el
primer brandy de mi vida,
defendí a Michelle del
acoso de Divot,
y de su cara empañada
de lágrimas
le arranqué el brillo
de una sonrisa.
Sentí que toda la casa
era transparente,
aérea, acuática,
como una pecera o un
cubo de cristal
y que el cuerpo de
Michelle era lo único duro, opaco, real,
y que absorbía el rayo
de felicidad que me exaltaba.
Borrachos de risa y
euforia
bajamos y nos lanzamos
al océano de voces y abrazos,
y el amor me exorcizó
y dejaron de desatarse
en mi torno aquellas fuerzas malignas
y ya no promoví más
desastres,
porque fue aquel
inexacto camarero quien abrió el suelo
y a la piscina que
fluía bajo el pavimento
nos lanzamos como en
Qué Bello es Vivir
y allí se cumplió mi
destino
de lavar la infamia de
un elefante
y debido a que nos
excedimos con el detergente
el magma de espuma
creció como una niebla,
y cuando enchufaron los
ventiladores
bajo techo cayó la
nieve en un verano del Sur.
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