¡Pasen y vean al fruto
del incesto entre esos malditos gemelos,
el Mal y la
Perversidad!
¡Por diez peniques
podrán ver esta malvada fantasía del demonio!
¡No se pierdan al
hermano de las sombras, al maldito de la luz,
al abominable
monstruo más conocido como…
Al retumbar de la
bestia zumba el miedo de mi madre,
su trompa le estrangula
los gritos de mi alumbramiento,
por el fondo del sueño avanza
la mole de un pánico de muerte,
en su dura piel se
enrosca el gusano de la destrucción,
se envisca el horror,
se encostra el sudor
como en los cadáveres
el semen y la sangre de los amantes asesinados,
mis padres, cuyo nombre
tritura el animal innombrable.
Echarme la caperuza de
la vergüenza que vela el pecado original,
olvidarme de hablar
porque nunca nadie me habla,
reconocer el olor del
miedo que avanza como la niebla,
atesorar la
sensibilidad de un artista en el cuerpo de un monstruo,
ser la atracción de
morbosos, cirujanos y cazatalentos,
huir de todos y que
todos me rehuyan, portador del germen de mi imagen,
mirar mi propia sombra
como a un mal hijo,
sentir que un reptil se
ha vinculado como una cadena a mi cuerpo,
huir de mí mismo, ser
el llamado…
¡Damas y caballeros,
vean al engendro parido por un ano!
¡El único aborto vivo
con una joroba en el cráneo
y en la piel un cultivo
de tumores con abono de papilomas!
¡Una intuición del
infierno por un precio simbólico!
¡No dejen de ver esta
infamia del destino, el mundialmente famoso…
De la pupila de mi
madre a sus pezuñas ondula el horror,
los colmillos de la
bestia van a ensartarle la belleza,
se condensa el gas del
miedo de mi madre a verme
mientras baja la pata
hacia su vientre
y ella teme aunque se
sabe en un sueño de muerto,
el terremoto es un
monstruo que sale en estampida del tabú,
el animal innombrable
de larga memoria y senda fija.
Ser víctima del
escarnio, la explotación y el aborrecimiento,
no poder rectificar en
ningún lecho mi columna vertebral,
habitar las pesadillas
de mis semejantes,
imaginar mi cara
clavada en las pupilas de mi madre,
no poder arrancarme las
sanguijuelas de esta repugnancia,
detener con mi llegada
los relojes y los ríos,
amaestrar las
serpientes del miedo del pueblo,
ser ni más ni menos que
el mismísimo…
¡Pasen y vean la peor
aberración de la vida,
la careta de la vileza
y el cuerpo de la miseria!
¡No se priven de ver a
este olvido de la Providencia,
un compendio de toda la
crueldad de la Tierra,
el menos humano de los
seres,
más conocido como… el Hombre!
El blanco bramido de
sus orejas ensordece el mundo,
se licua el miedo de mi
madre, se derrama la leche
y se evaporan sus
besos: decrece el espacio que separa
la pata de su seno y la
aplastan la vergüenza de morir
y el animal de su
pesadilla de muerta: el Elefante.
Llegar a Londres en el
envés del Imperio, a espaldas del tiempo,
ignorar el sol del amor
y el calor de la amistad,
seguir pálido de
soledad,
oler el horror a mí
mismo como el frío o el sudor propio,
cojear de la piedad al
insulto, de la maldición a la compasión,
carecer de semejantes, poblar
los tugurios de la existencia,
no poder tenderme a
amar ni quizá a morir como un hombre,
ser… El Hombre
Elefante.
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