Hacia la celebración
asciendo la escalera del éxito,
la que en la tiniebla
sin forma alumbró la luz de mi talento
(es
decir, el flexo de mi mesa de trabajo)
y como tantos proyectos
abandonados
-papeles mojados,
quemados por culpa de clientes que no lo resultaron
(quiero clientes para
construir, no construir para los clientes)-,
dejo atrás el módulo
superior de la escalera del Enright,
el edificio a cuya inauguración
asisto como su arquitecto,
símbolo de mi orgullo
de hierro, templo de mi religión,
sacerdote que soy de la
línea recta,
la fría pasión de lava
cristalizada que me habita,
mi propio cuerpo, hasta
mi faz, un haz de líneas y ángulos
(soy alto de empeño,
delgado de odio, cenceño,
demacrado por el
esfuerzo),
y mi espíritu también
es recto,
mi solitario camino
paralelo al del resto,
perpendicular a lo
convencional, transversal a mi estilo,
ajeno a las curvas de
la venganza y a la espiral de la violencia,
inmune al veneno de los
retorcidos, a las ondulaciones de su ánimo,
indiferente a mis
sinuosos enemigos, a sus volutas de maldad,
trazo los planos de mi
vida a la escala de mi integridad,
y antes de acceder a
los rumores luminosos de la fiesta
miro atrás de nuevo a
mi escalera y al pasado,
y reparo en que, como
ahora me despido del fracaso
-que fue mi éxito-, toda
la vida llevo despidiéndome.
Me despedí de mis
padres, del Decano de la Facultad,
porque mártir de las
reglas, mi ingenio crucificado en las escuadras
y colgado de los cartabones,
y colgado de los cartabones,
me expulsaron por
preferir mi criterio de acero
al cemento agrietado de
los estilos históricos;
luego me despedí de
Henry Cameron, mi modelo,
que me advirtió que si
lo seguía diseñaría mi ruina,
el arquitecto maldito
con el carácter de hormigón,
profeta de la forma
leal a su función,
al que pagaron
clavándole un compás en el hígado alcoholizado
y desmenuzándole los
planos en un confeti que lo escarneciera
desde la cubierta de
sus rascacielos jamás construidos;
me despedí de Peter
Keating, mi condiscípulo de voluntad de cristal,
que todo me lo copiaba
menos la honradez y el fracaso
-que fue mi éxito-,
e igual que contaminaba
sus edificios con pórticos dóricos y jónicos,
intentó corromper la
pureza de mi estilo, torcer mi línea,
y como un pequeño
demonio me tentó con dinero
(que no puede dilatar
el talento, pero sí contraerlo);
me despedí de mi
estudio, de las promesas de sus vistas,
de las esperanzas que
brindaban sus ventanas panorámicas,
ya que no rebajé mi
arte a las directrices de directivos
que no arriesgaban la
confianza del público con sedes modernistas,
fachadas de
respetabilidad al vulgar gusto del vulgo;
camino de Conneticut,
donde me reduje a obrero de una cantera
(ya no aliado del
mármol, sino su enemigo)
me despedí de Nueva
York,
un mausoleo del arte
donde cada edificio es un cenotafio
con nichos por
balcones, lápidas de ventanas,
rótulos como epitafios
e inquilinos muertos
que solo reviven al
tintineo de las monedas en el mármol;
me despedí de Dominique
Francon (o más bien no lo hice),
la inconsciente
sacerdotisa de mi religión perseguida,
cariátide de mi templo
y pilar de mi conciso arte,
la primera en acotar
las dimensiones de mi oficio,
la única igual que
podría encontrar en infinitos mundos paralelos,
y que aunque hubiera
reconocido la primera piedra de mi obra,
por casualidad hija del
dueño de la cantera,
solo me ha conocido
como un obrero de buena planta,
mejor alzado y perfil
romano,
y pese a que intentó
maniatarme con una mirada de dominio,
la cadena de sus
pupilas fue atraída por el imán de las mías,
y se le desbocó la
yegua de la pasión,
y nostálgica de la
libertad, abominando de su necesidad,
tensa de insolencia,
crispada por su obsesión,
tuve que domarla y
frenarla con sus propias riendas;
me despedí de la
cantera, pero no de Dominique,
al recibir la carta de
Enright encomendándome este edificio
(sabía que quienes me
necesitaran me encontrarían
como a un rostro
querido entre la multitud),
otro individualista que
como yo quiere que su obra sea reconocible
(aunque no se le
conozca ni reconozca),
y los dos lo seremos
gracias a este edificio único
cuyos detractores le
vaticinan derrumbe inmediato;
me despedí de Conneticut
y del fracaso, que fue mi éxito
porque esperé y no sacrifiqué a la opinión ajena un arte
que expresándome me diera
forma –recta- y volviera a crearme
como una segunda madre,
la Arquitectura;
dejo atrás la escalera,
ingreso a la sala, erguido contra el mundo,
entre los invitados
reconozco a Dominique,
y pese a que intento
maniatarla con una mirada de dominio,
la cadena de mis
pupilas es imantada por las suyas,
entre nosotros se
tiende una corriente magnética
y siento que como
pronosticaban los enemigos del Enright
los cimientos tiemblan,
crece un rumor de magma,
y como relámpagos estrían
los muros las primeras grietas de la ruina.
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