Señor, como un profeta
al desierto de la ignorancia
yo no traigo la paz
sino la semilla de Tu Palabra,
que con mi vuelo y
canto de jilguero disemino por estas tierras,
y como tal me permites
proveerme con las migajas de las viudas
(un puñado de
herrumbrosas monedas bajo la piedra del hogar,
un atado de billetes
atesorado entre amarillentas cartas y una rosa disecada),
y con tal de servirte
me dejas desclavar las Tablas de la Ley
e infringir el Quinto y
Séptimo Mandamiento y seguir incólume,
porque nunca yergo la
cabeza de serpiente de la lujuria
y el pudor me impide
mostrar a las viudas hasta el final mi arma,
y hasta la última noche
no las desgarro con ella hasta la entraña,
ojalá ni siquiera
entonces tuviera que hacerlo y me mantuviera puro,
sin bautizarme las
manos con el rocío de sus cuerpos,
Señor, ojalá no tuviera
que hendirles con mi arma la carne del placer,
ni desgarrar con ella
la piel de su corrupción,
ni cavarles con mi arma
como una pala en la tumba un túnel de tiniebla,
ni entre gemidos de
rímel horadar sus pliegues marchitos, ajados, otoñales,
pero he de hacerlo para
seguir inseminando Tu Palabra,
y al menos contengo mi
arma ante las provocaciones gratuitas,
y aunque estoy bien
armado
el odio me inmuniza
contra sus tules y oropeles incitantes,
y pese a que
automáticamente mi arma se enderece
y la empuño lisa y
brillante, húmeda de fulgores,
no responde a la
tentación de encajes ni perfumes ni maquillajes,
ni al tintinear de
lentejuelas y crepitar de sedas que no sean de viudas,
ni salvo ellas permito
que nadie la toque –ni siquiera yo a solas-.
Destinado y
predestinado por Tu Voluntad,
en el presidio de
Moundsville coincidí con Ben Harper,
el atracador del año,
al que ni condenado a la horca
le exprimí de la
garganta un graznido de ganso estrangulado
y a la tumba se llevó
la tumba de su secreto,
el seno (que creía de
su viuda) donde había escondido el oro,
así que cuando le
dieron a él muerte y a mí la libertad,
inspirado por Tu
Espíritu,
a través de la noche el
tren del destino me trajo a su casa
a confortar el ánimo de
su viuda e hijos,
y haciéndome pasar por
confesor de la cárcel,
depositario de los
últimos deseos de su esposo y padre,
con la representación
del pulso entre el Bien y el Mal
(mi diestra contra mi
siniestra),
con el falaz triunfo
del amor sobre el odio
(en el fondo Tu Victoria,
oh Señor),
con la emoción de mi
voz de roble,
con mi historia de que
el oro yacía como un muerto al fondo del río,
un fardo atado a una
piedra como el cuello de un pecador suicida,
me capté la voluntad de
Villa, la viuda (que no sabía nada)
y de Pearl, la hija,
pero no de John, el hijo (que todo lo sabía),
heredero del oro y del
silencio de su padre,
por lo que no pude
estrujarle el lugar del escondite.
Para afianzar la
confianza obtuve la mano de Willa,
y la noche de bodas
gracias a Ti, Señor, me contuve,
y no extraje mi arma
aunque ella se me
acercó ribeteada de encaje, anhelante,
húmeda y trémula,
lúbrica e impúdica,
me enfundé el blanco
camisón de la castidad y di la espalda a su lujuria,
abominé del hambre de
su vientre,
del pecado que le
perlaba la piel,
de su avidez de mi arma,
de su deseo de medir su belleza letal de serpiente,
de apreciar su dureza y
longitud,
de que la deslumbraran
sus brillos cegadores, su destellante punta,
me contuve, Señor, y no
la blandí,
sino que avergoncé a
Willa por sus ansias de que la traspasara con ella
y canalicé su
lubricidad en la ferviente corriente de la fe
para fanatizar su
espíritu y tiranizar su voluntad.
Y según Tu Mandato sigo
acosando a John con paciencia,
minando su resistencia
y presionando su reticencia,
estrangulándole el ánimo
y exprimiéndole un nombre,
dónde está escondido el
oro que le corrompería la juventud
y a mí me ayudará a
seguir sembrando Tu Palabra,
y como Willa me ha
sorprendido interrogando a su hija
al fin tendrá su
merecido, consumaré mi odio en la cama,
ya aguarda la
celebración del rito en el altar del tálamo,
donde la visión de mi
arma la hace temblar,
ya espera con sus ojos
de ternera la consumación del sacrificio,
oh, Señor, no quisiera
hacerlo
pero he de obtener el
dinero para seguir inseminando Tu Semilla,
así que Te obedeceré,
no es que me resulte
duro,
pero gélido de pureza,
habituado a contener mi arma,
después de tanto
embridar mis impulsos,
no resulta fácil
esgrimirla como una mala excusa,
y aunque la empuño con
la siniestra,
que es la mano del
odio,
mi arma es diestra como
el amor,
ella la mira y no se
inmuta salvo el palpitar de labios,
tanto he doblado el
alambre de su voluntad que no protesta,
incluso desea mi arma y mi amor tanto como su propia muerte,
en el fondo todos queremos tanto el amor como a nuestra muerte,
incluso desea mi arma y mi amor tanto como su propia muerte,
en el fondo todos queremos tanto el amor como a nuestra muerte,
y extendida la punta de
mi arma ya corta el aire,
acorta la distancia
hacia su garganta
que como una segunda
boca se abrirá para acogerla
y con la sangre en
lugar de saliva consagrará
el arma que me diste,
Tu arma, Demonio,
la navaja.
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