A Sus Órdenes,
Majestad,
A Su Designio se entrega el comandante Rauffenstein,
oficial del ejército
imperial alemán,
con la hoja de
servicios escrita en letras de oro,
no solo firme sino
rígido ante Su Autoridad,
tenso aun en posición
de descanso,
pálido pero sin miedo,
entorchado de tristeza,
empenachado de pena,
enhiesto, erecto,
de este
marcial cortejo el último en llegar a Su Presencia, Majestad,
y sin aliento,
tras instruir y enviar
por delante a mis iguales en clase y rango,
y asegurarme de que se
presentaran en perfecto estado de revista,
los pechos purpúreos y
las panoplias de plata,
en flor las heridas y
las memorias en blanco,
aquí los tiene para
siempre bellos y jóvenes y valientes,
engalanados y galantes galanes que
desfilan en un vals fúnebre
con las espuelas y las
botas chasqueando como tibias cruzadas,
a todos los encaminé en
una cohorte de lujo y lujuria,
el anterior a mí
–penúltimo-, el capitán Boeldieu,
que aunque en el mundo
contingente entonaba La Marsellesa,
es otro geranio –flor
de lis- en el estéril jardín de la aristocracia,
un noble de mi raza, la
Nobleza,
cuya heráldica está por
encima de las banderas,
porque el honor es
nuestra patria y la poesía nuestra lengua,
y según esperaba la
Gran Guerra sería un duelo entre caballeros,
y así la primera vez
que recibí a Boeldieu como prisionero
lo agasajé con
parlamentos y ceremonias,
con inscripciones en
bronce y cubiertos de plata.
Le rindo mis respetos y
hoja de servicios, Majestad,
aquí me tiene hierático y helado,
me encomiendo a Su
Imperio,
al final la guerra no
fue ninguna representación
ni mascarada, salvo por
las máscaras antigás,
ni de guante blanco,
sino de hierro:
tengo una ejecutoria de
veintisiete cazas cazados
(uno de ellos fue el de
Boeldieu),
catorce heridas de
guerra,
más plata en las placas
de las rótulas que en las condecoraciones,
la cabeza más alta por
las contracturas del cuello que por la altanería,
y al final me he
reducido a Guardián Jefe de Wintersborn,
una fortaleza del siglo
XII, último bastión –mi destino natural:
solitaria, altiva,
ceñuda-,
dedicada a campo de
prisioneros de oficiales,
adonde llegó Boeldieu
con un expediente jalonado de intentos de fuga
y como en una recepción
lo recibí en aquella embajada de la derrota,
encantado de cohabitar
con un hermano de clase,
él y yo los dos últimos
vástagos de una familia condenada,
ya que iguales en
monóculo, armiños y escudos de armas,
aunque enfrentados en
campos opuestos,
nos alineamos en las
filas del mismo ejército derrotado, el pasado
(cuando una pasarela
virtual conectaba el Prater con los Campos Elíseos,
Fouquet con Montecarlo,
Baden Baden con Maxims),
y somos
correligionarios de un invisible batallón
al que aún no ha
llegado la noticia de la rendición.
A Su Servicio,
Majestad, mi taconazo acalla los estertores,
espero que Boeldieu
haya arribado con dignidad,
el sudario impoluto y
anunciado por salvas y campanas,
yo mismo le preparé el
equipo como para su última fuga
y le amortajé la
tristeza de la despedida:
gane quien gane esta
guerra la perderá nuestra estirpe,
condenada a vagar como
fantasmas en nuestros castillos,
y aunque sabía que no
se trataba de Alemania ni de Francia,
sino de talar nuestros
árboles genealógicos y aniquilar los privilegios
(además de la guerra
perderé siete palacios, veintidós torres,
cinco cuadras y una raza
nueva que de alazanes he cruzado),
sobre la sangre y nubes
de polvo he portado el estandarte de mi coraje.
Me presento el último,
Majestad,
condecorado con los
recuerdos, a la retaguardia de la guarnición,
siempre supe que sería
un epílogo, un epígono o postludio,
la decadente figura de
un fin de época o de un cuadro manierista,
a todo he llegado el
último (al amor, a la amistad, a la muerte)
pero impecable,
implacable,
Su Majestad no tendrá
de mí queja:
hasta ahora no habrá
visto un ejército tan numeroso y selecto,
brillante de bronces,
erizado de arrojo y puntas de bayoneta,
las armas amnésicas,
los ojos nostálgicos,
a sus dos últimos
oficiales los he destinado personalmente:
a Boeldieu el penúltimo,
pues tuve que dispararle en su intento de fuga,
hasta el final leal a
su igual,
ya que permitió que
huyeran sus compatriotas plebeyos
(el tiempo les
pertenece)
y prefirió quedarse
conmigo en la fortaleza,
porque a pesar de los
palacios y las torres y las cuadras
(en las carreras los
alazanes que crucé siempre llegaban los últimos),
sentenciados por la
Historia, estragados,
en esta guerra tenemos
menos que perder que burgueses y proletarios,
y solo dejaremos de
pasear por Europa nuestra elegancia y decadencia,
nuestro solipsismo y
parasitismo,
y después de enviarle a
Boeldieu, Majestad,
(y cortar, con su
cabeza, el último geranio del otoño)
yo mismo me he
destinado, el último, ante Su Presencia,
y en un silencio de
nieve con un tiro me he ensordecido,
y, repito, no solo
firme, sino rígido,
tenso aun en posición
de descanso,
pálido pero sin miedo,
hierático y helado,
sin aliento,
enhiesto,
erecto,
me presento ante Su
Majestad, Muerte,
la única que a nobles y
plebeyos iguala
y nunca, nunca morirá,
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