Antes de curarme sufría
una neurosis bicéfala, por un lado bélica y por otro artística, esto es,
relacionada con mi faceta destructiva y con la creativa, ya que de una parte por una
avería de la radio bombardeé Berlín cuando la guerra había recién terminado
(tardé en superarlo), y de otra soy un escritor incomprendido, o más bien tan
expoliado como los perdedores de cualquier guerra –salvo la Segunda Mundial-,
porque Roberto Rossellini, el insaciable devorador de macarrones, valiéndose de
alguno de los múltiples rateros que como ratas pululaban por las ruinas de la
ciudad, de mi despacho en la comandancia me robó un material literario que como
su plato favorito fagocitó para elaborar el guión de Alemania, Año Cero, y a
ver si me deja de resonar en el oído este vocerío en alemán que me va a hacer
estallar la cabeza.
La culpa fue de los
mandos, que debieron apartarme del escenario de mi drama, del museo de mi
horror, la ciudad que bombardeé a deshora (¿sería certera la última bomba de la
guerra –o primera de la paz-, que tuve el vergonzoso honor de dejar caer?). Me
destinaron a labores administrativas de la ocupación y me fue minando pasearme
por el decorado del desastre, la hecatombe que mis anacrónicas bombas
contribuyeron a producir. Además, si me hubieran mandado de vuelta a Cleveland,
Rossellini no me habría robado el guión como otros allí robaban patatas, la luz
o carbón, y aunque no tengo ningún espejo a la vista creo que me galvanizan la
cara espasmódicas muecas.
Y eso que me alegré de
quedarme en Berlín, porque confiaba en que permanecer en tal lugar me aportaría experiencias y
me revelaría anécdotas que trasladándolas a mis escritos tal vez convirtieran
en cronista de la posguerra a alguien que, como buen judío americano que soy, se creía destinado
a la literatura, y ya me persigue por este pasillo el siniestro tipo de negro
de costumbre. Además, quizás porque la escritura sea locura, mi labor literaria
no se vio menoscabada por mi neurosis de guerra, y en efecto conocí de primera
mano curiosos casos que trasvasé al papel. El cementerio sin fin que era
Berlín, ciudad de muertos vivientes, era una mina de historias que yo estaba ansioso por escribir, y la tragedia de los Keller (R.R. ni siquiera se molestó
en cambiarles el nombre) era una de ellas.
Ese caballerete
–cavalliere-, capaz de aglutinar relatos de la más diversa procedencia y de
articular un discurso que sintetizando el humanismo cristiano y marxista le
aportó partidarios de la derecha y de la izquierda, al principio de su carrera
se dedicó a denunciar los desastres de la guerra. Pero más que para dar
testimonio de nada, lo hizo porque la actualidad del tema le aseguraba la
taquilla. Había llegado a Berlín sin un guión preestablecido, pues presumía de
filmar casi documental y espontáneamente de la realidad, y con actores
eventuales que con naturalidad se interpretaban a sí mismos, aunque lo que realmente
pretendía era bajar costes, y esta vez en lugar de improvisar prefirió filmar
mis historias y también ahorrarse los derechos de autor. Su colega Visconti,
otro aprovechado (¡un noble que se hacía pasar por marxista!), tampoco le pagó
una lira a James Cain por su versión de El Cartero siempre llama dos veces. A
R.R. le hubiese encantado que en Berlín hubiese mercado negro también de guiones,
o tener a negros como guionistas.
Y en parte gracias a mí
entró R.R. en una dinámica triunfal que aún le otorga capítulos íntegros en las
enciclopedias de Cine y en la vida personal lo emparejó con Ingrid Bergman
(enamorada de su falaz arte), mientras yo sigo en el anonimato (y el celibato),
a través de estos corredores intentando esquivar al hombre de luto y sin poder
salir de este edificio pintado de blanco, con vigilantes que van de blanco y me
adjudican medicaciones que me dejan la mente en blanco. Hace mucho que me he
curado del complejo de persecución que me indujo el robo de mi obra, y sin
embargo, veinte años después de la guerra, ninguno de estos facultativos lo
admite; seguro que R.R. los ha sobornado para que me mantengan encerrado y no
tener que afrontar mis acusaciones públicas.
Porque ya he dicho que
fui yo quien conoció a los Keller. En virtud de mi labor burocrática los
realojé en la cocina de la casa de Denecket, un cascarrabias que no dejaba de
venir a la oficina a quejarse de los pobres Keller, y ahora que he esquivado a
mi perseguidor ya vuelven a sonar esas fastidiosas voces interiores; es como
tener vecinos molestos habitando en el cerebro. Aquella familia era una de
tantas que con vida de esclavos sobrevivían con una desnutrición que,
escuálidos y cadavéricos, los hacía parecer ingrávidos fantasmas o restos
humanos hallados en una ciudad idéntica a cualquier necrópolis antigua recién
excavada o a los restos arqueológicos de una civilización extinguida. Al final
parecía que los nazis habían logrado su propósito, arrasarlo todo. Retrasándola
mil años, los bombardeos habían convertido a la ciudad de Gropius, Marlene o
Benjamin en un asentamiento bárbaro de la Selva Negra.
En ese mundo
apocalíptico se desenvolvía el pequeño Edmund Keller, un rapaz de doce años que
sostenía a la familia entera gracias a sus andanzas en el mercado negro y a sus
trabajos eventuales en el voraz cementerio. Y es que por miedo a nuestras
represalias el hermano mayor Karl-Heinz, ex soldado nazi, aún no se había
atrevido a presentarse en comisaría y viviendo encerrado como una comadreja
acosada en su madriguera carecía de cartilla de racionamiento, con lo que los
suyos tenían que repartir con él las suyas, de por sí magras, ya que, enloquecido
antisemita, creía que los americanos habían enviado exclusivamente a soldados
judíos para que vengasen a sus hermanos. Cuando le enteraron de mi caso, él
aseguró que al bombardear a destiempo había yo ignorado a sabiendas las órdenes
de mi superior para cebarme en los berlineses; se habría asombrado de saber que
yo conocía su situación y, negándome a inferir más daño gratuito, no lo
denuncié. Sin embargo, para no indisponerse con nadie R.R. prefirió ignorar
este detalle de mi obra, ya que el pavor culpable de Karl Heinz cuestionaba el
mito de que el pueblo llano alemán ignorara la persecución y exterminio que
sufrieron los judíos. Así que, después de todo, su afán por reproducir la
realidad no era tan intenso; siempre he sospechado de los que en el mundo del
arte se proclaman realistas. Pero ahora que lo pienso debería dejar de decir
tantas cosas ciertas, lúcidas y sensatas, o mi fama de loco quedará asentada
(sabido es que solo los locos se atreven a decir la verdad), y ya estoy otra
vez hablando solo en voz alta para que mis palabras acallen ese griterío
interno que ahora parece de una muchedumbre.
En cuanto a Eva, la
hermana Keller, que en la película vemos escandalizarse ante la alimenticia
prostitución de sus amigas y presumir de esperar a su prometido, en verdad cada
noche se entregaba a todo soldado que accediera a pagarle el módico precio de
cinco cigarrillos genuinamente americanos, aunque me consta que si uno
negociaba podía reducirlo a cuatro. Y el padre no estaba tan enfermo como
decía, sino que había adquirido la habilidad de ensayar colapsos, inducirse
sofocos y desbocarse o refrenarse tanto el pulso como la tensión sanguínea, para lograr
periódicos ingresos en el hospital que le valiesen tres comidas diarias.
En torno a los Keller
gravitaban otros personajes reales que, si no fueron incorporados al guión por
R.R. fue por su temor de que resultaran inverosímiles. Estaba, por ejemplo,
Blind, que hizo fortuna vendiendo presuntos discursos grabados de Goëbbels (él mismo
los trucaba mezclando sus imitaciones con las ovaciones y tempestades de júbilo
del Congreso de Nuremberg), y al reproducirlos para su exhibición bajo las
bóvedas derruidas resultaba demoledor oír aquellas exhortaciones a la victoria
resonando como buitres malheridos entre escaleras descubiertas que subían al
vacío y chimeneas como vigías solitarios de cementerios profanados. Y estas
voces que a diario oigo en mi interior se parecen mucho a aquéllas.
También recuerdo a
Schwartz, siempre en vías de lograr la filmación de cierta borrachera conjunta
de Churchill y Himmler en unas negociaciones secretas y de una película
pornográfica de Eva Braum, o a Schultz, que tras quince años falsificando en
las parroquias partidas de nacimiento de antepasados para camuflar apellidos
judaicos, ahora cobraba por atribuírselos a arios puros que deseaban eludir
procesos de desnazificación. Erre que erre, R.R. los desechó a todos y, por el
contrario, lastró el guión con viscerales sentimentalismos y excesos dramáticos
que desmentían sus propias tesis y solo son achacables a su afición a la ópera
verista y a lo trágico de sus digestiones de macarrones.
De manera que igual
que, según he sabido, Edmund Keller el niño protagonista, en vez del trágico
final que sufre en la película, tras alcanzar después de su precocidad vital una madurez y responsabilidad admirables, ha terminado por ser un joven ingeniero
y ejecutivo de la Mercedes Benz, gracias a la generosidad de sus vencedores,
Alemania ha logrado su milagro económico, y el pesimismo de R.R. ha resultado
errado. De hecho empecé a curarme con la idea de que aquellas extemporáneas
bombas mías, al contribuir a la aniquilación, también ayudaron a fomentar las posteriores
inversiones norteamericanas, y ya se me acerca un enfermero con la medicación de la
tarde. Antes de tomármela, por enésima vez le insto a comprobar si en el
intervalo no me habrán concedido el alta y por minutos ya no me corresponde
tomarla. No sé por qué, tengo la premonición de que por error administrativo,
justo después de que firmen mi liberación, alguien que lo ignore me dará una
dosis que me será letal.
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