lunes, 2 de marzo de 2015

AMANECER


                  

Negra desde lo oscuro,
desde la noche me silbaba la morena como una serpiente,
tiró del hilo de mi voluntad hipnotizada,
en mi anular se fundió el oro de la alianza
y dejé a mi mujer con la mesa y la tristeza puestas,

mi hombre me dejó partiendo el pan de la pena,
sazonando con lágrimas las patatas,
y ayuna de amor me cegó el luminoso recuerdo
de jugar con él y nuestro hijo a la risa del sol,
cuando la tierra y yo nos abríamos a su vigor,
a las dos nos araba con amor
y los buitres de los prestamistas
aún no rondaban la carroña de nuestra felicidad,

guiado por su aliada la luna venenosa
que alimenta flores letales y atrae la marea de la muerte,
con los ojos de otro, de un muerto o un asesino
la vi en un claro, turbia y turbulenta, la morena
de luna nueva en el pelo, marchitando con su aliento una margarita,
bella y maldita, perversa cómplice de la pasión,

imaginé a mi hombre con ella, canibalizado por sus besos,
transformándose por sus caricias de araña en alguien más feo,
porque cuando ella lo mira se vuelve malvado,
lo pensé bebiendo de sus palabras como de una fuente ponzoñosa,

ella me tentó a vender la granja y fugarnos a la ciudad,
el paraíso raudo y sonoro con el que siempre he soñado,
me vi con ella en ese mundo de alegría y noche y luces y alcohol,
seguí sus pasos bellos y pérfidos por el barro de la ribera y de su mente
y me indujo a librarme como un fardo de mi mujer,

él volvió a casa como un zombie, embrujado por ella,
yerto de ausencia, denso el gesto, lento, alucinado de luna,
como si hubiera mandado un espantapájaros en su lugar
y siguiera con la otra, enredado en las telarañas de redes de la playa,

me traje el haz de juncos que ella me cortó
mientras me incitaba a dar con mi mujer un paseo en barca
del que me salvaría yo reflotando con los juncos,
me horrorizaba la idea pero escuché el canto de sirena,
aunque esos juncos me fustigaron la conciencia,

él se levantó con los ojos empañados de insomnio,
y mudo de culpa, encorvado de arrepentimiento,
en desagravio me invitó a un paseo en barca,
significando que no volvería con la otra zarpamos del muelle,

el perro ladró como si husmeara mi propósito,
en sueños durante la noche la había matado cientos de veces,
a nado el animal nos alcanzó y ella lo subió a bordo,

él remó de vuelta para soltar a Rex
y mientras se lo llevaba me picó el aguijón de una sospecha,
pero ignoré lo que mi sangre sabía y mi piel temía,
regresó y cuando volvimos a salir en el aire latió un presagio,

me notaba tenso de furor, rígido de odio,
una remota parte de mí vio que la luz se velaba de vergüenza,
se escondían los patos y hasta las gaviotas despegaban,
incluso el aire se avergonzaba de que yo lo respirara
pero como a un cachorro ahogué a los restos de mi conciencia,

remaba rígido como una víctima, como un cadáver riguroso,
agarrotado de cólera accionaba cada vez más despacio,
lo veía sonámbulo de odio,
como si en vez de yo fuera la otra quien lo estaba mirando,
allí en la barca los dos representábamos una fantasía criminal de ella,
éramos los dos protagonistas de su delirio asesino,
lo miré con simpatía para animarlo y confortarlo
pero me apuntaron los cañones de sus pupilas
y sobre mí se cernió la estatura de su odio,

me miré las manos y creí que eran de otro,
que me habían implantado las garras de un asesino
y me dio miedo de mí mismo,
me había poseído un ser creado por la otra,
cambió de dirección el viento que ya era de arrepentimiento
y para castigarme remé como en galeras
y para tocar tierra antes de que volvieran a poseerme,

él me había respetado la vida pero perdido mi amor,
bañada en atónitas lágrimas me había olvidado de respirar,
y consternada salté a tierra y huí y corrí
a través del bosque y del miedo y la desolación,

la perseguí para que me perdonara,
no la había matado a ella pero sí su confianza,
en vez de protegerla del mal se lo había acarreado,

para huir de él subí al tranvía
tras ella salté al vagón en marcha
como si de veras me hubiera ahogado seguía sin respirar,
no me temas, le dije, la vergüenza me apuñalaba,
adentro me sonó el primer latido del perdón,
seguía horrorizado de mí mismo,
entre lágrimas atisbé que estaba tan oscuro,
las tinieblas tan densas como en la hora fatal para enfermos y suicidas,
que a partir de entonces nuestro amor solo podía amanecer.

                                                                                                                               

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