Ahora los relojes se me
paran, en los clubs las chicas han dejado de sonreírme si no les enseño un
billete de cincuenta, y a mi paso se funden las bombillas y las flores se
marchitan incluso en la exuberante Hawái. Hasta los subordinados me saludan con
desgana a mí, su capitán, a quien hace bien poco, del miedo que me tenían, llamaban
“dinamita” Holmes. Y tampoco bastaba con que mis superiores siguieran ignorando
mis advertencias de que cualquier día los japoneses atacarán una base tan
desguarnecida como Pearl Harbor, ni con que el general Slater cambiara de
conversación cada vez que me refería a mi ascenso, ni con que mi aburrida y
cursi esposa me engañara –encontré un hirsuto y retorcido pelo rubio en el
lavabo-, sino que además he tenido que dimitir del Ejército.
Toda la vida soñando
con ser oficial y casarme con una mujer como ella, para acabar destinado a un
agujero como éste de Schofield, Hawái, y hace años desterrado de la cama de
Karen. Ella me acusa de que por mi culpa perdió a nuestro hijo. Al parecer
volví borracho y me quedé inconsciente la noche que iba a dar a luz y necesitaba
a un médico, de modo que lo perdió y quedó incapacitada para concebir otro.
Pero nada de esto habría pasado si, expulsado de su dormitorio, no hubiera
tenido que buscar consuelo en la calle. Cómo me conmueve recordar la fila de
chicas entre las que habría podido elegir en Wisconsin, la mayoría más
atractivas que Karen –debí sospechar de la aureola frígida y puritana que la
rodea-, pero ninguna con su familia ni tanto dinero.
Para tolerar esta
existencia atroz, vacua, inerte –y a la vez plúmbea-, no tenía más remedio que
evadirme por las noches (de retreta a diana), al Kalahua Inn, al Mambo Club o
al Long John Silver’s Parrot, y dejar que las pupilas me sirvieran un ron tras
otro y me coronaran de pámpanos y me colgaran collares de flores en un carnaval
de risas y músicas y luces que no por falaz –mi buen dinero me costaba- me
divertía menos. Y ahora que tendré que volver a los Estados Unidos, me pregunto
si el modesto empleo que encuentre en la vida civil me permitirá siquiera
parodiar semejantes fiestas en algún motel de carretera con el neón opaco de
polvo.
Para mis escapadas
contaba con la ayuda de mi mano derecha, el único soldado competente de por
aquí, el sargento Warden, un hombretón honesto y atractivo, en quien puede
derrocharse la confianza. Ducho en el papeleo, perito en la instrucción y con
carisma entre los hombres, podía delegar en él sabiendo que todo lo dispondría
casi tan bien como yo, de haber tenido la voluntad o energía suficientes. Es un
tipo válido para cualquier cosa menos para presentárselo a tu novia.
Fue él quien me trajo,
aquella infausta mañana, al soldado Prewitt, aquel joven que parecía tan tímido
e indefenso, procedente del cuerpo de cornetas. Yo lo había admitido porque era
el instructor del equipo de boxeo, lo había visto combatir en una velada
memorable y necesitábamos un peso medio para el campeonato. Y me encontré con
que el muy testarudo se negaba a boxear desde que un golpe suyo había dejado
ciego a no sé qué compañero de entrenamiento. Por un simple accidente estaba
dispuesto a perder todas las ventajas inherentes a formar parte del equipo;
tenía que ayudarlo a recapacitar.
En el ejército, el
boxeo no es ninguna tontería; mantiene alta la moral de los hombres, y a mí me
servía de entretenimiento en este pozo de tedio. Además, preveía que si
ganábamos el campeonato, me rehabilitaría en la estima de mis superiores;
últimamente en el club me evitaba hasta el limpiabotas. De modo que, como
Prewitt insistía en despreciar su talento, prescribí a los hombres que por su bien
le aplicaran el “tratamiento”. A ellos también les afectaba su negativa, ya que
el equipo vencedor se gana diez días de permiso. Por el calado de su mirada
nocturna debí advertir que el propósito de Prewitt no sería maleable, pero
confié en su aire apocado, inerme.
El “tratamiento”
consistía en hacerle cavar zanjas, barrer el patio, fregar los platos, dar
vueltas al campo de entrenamiento o realizar marchas de diez kilómetros bajo el
sol, todo lo cual yo esperaba que le sirviera de entrenamiento; pero a ese
potro indómito no había forma de embridarle la voluntad. Parecía disfrutar
derribando al polvo mis ilusiones.
El equipo de boxeo era
mi único aliciente en el cuartel y ahora Prewitt me derrumbaba el castillo de
naipes de mis ilusiones. Nadie sabe lo duro que puede resultar servir en una
ratonera como ésta, tener que ir de resaca a la comandancia a firmar los
papeles que Warden me tenga dispuestos y luego volver a casa a afrontar la cara
mustia de Karen, que se sumía en un silencio tan glacial que me obligaba a
volver a la ciudad a sumergirme en las luces y las risas y las copas de los
barrios alegres. ¿Qué iba a hacer? ¿Quedarme toda la noche discutiendo con
ella? ¿Recordarle que en Fuerte Bliss se acostó hasta con el ordenanza? No me
habría importado siempre que lo hubiera hecho con discreción; mi reputación
andaba en juego.
Prolongando el
“tratamiento”, el sargento Galovitch le arrojó a Prewitt un cubo de agua sucia
desde el cuadrilátero y le ordenó fregarla. Se negó a hacerlo y, de no mediar
el sargento Warden, le habría preparado un consejo de guerra por
insubordinación. Y ahora se me ocurre que, sabiendo lo mucho que dependía de
él, el sargento abusaba de su influencia conmigo y me convencía de cualquier
cosa… Sí, bien mirado, es un hipócrita que todo el tiempo habrá conspirado
contra mí para ocupar mi puesto. Y también caigo en que reconoció que se iba a
presentar al examen de oficiales justo el día que Karen me pidió el divorcio.
¡Es de su cabellera de donde procedía el pelo del lavabo! ¡No contento con
hacerme la cama, se acuesta en la mía con mi mujer! ¡Resulta que no puedo
tocarla salvo con “mi mano derecha”!
Tanto confiaba en él
que todo lo firmaba sin leer y seguramente le habré firmado una autorización
para investigar en el regimiento. Y hablando de eso, al fin logré que Prewitt
peleara, pero en una reyerta privada contra Galovitch. Boxeaba tan bien como yo
recordaba. El problema fue que los de la investigación me vieron presenciar la
pelea sin detenerlos, lo cual, con el resto del informe, me obliga a dimitir si
quiero eludir un consejo de guerra.
Ahora me esperan la
vergüenza y el oprobio. Al oír mi nombre todos denegarán con la cabeza
renegando de mí, o más bien afirmarán con ella, dando a entender que ellos bien
sabían cómo acabaría yo. ¿Quién me iba a decir que ese Prewitt sería mi
enterrador, con ese aspecto desvalido e inocente, el típico del que se puede
abusar sin riesgo? ¡Que lo atraviese el rayo de mi maldición y caiga fulminado
en la primera zanja!
Y en cuanto al resto
del ejército, ¡ojalá los japos arrasen Pearl Harbor y todo nuestro
acantonamiento en Hawái y los jefes para siempre se arrepientan de haber
ignorado al capitán Dana “dinamita” Holmes!
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