Fue en Baltimore. Hace más de ocho años. La edad de un niño, la duración media de un matrimonio o de una guerra encarnizada. Ocho años, cuatro meses y tres días. Tengo el tiempo clavado como una astilla de hielo en el corazón y no me la sacaré sino para clavársela al abogado. Por de pronto, se le ha muerto el perro –envenenado-, cualquier día su mujer tendrá un accidente, y en media hora su hija se convertirá en mujercita de un modo abrupto, harto traumático.
Lo que le pase al
abogado será poco en comparación con ocho años de cárcel: el tedio de las
tardes midiendo en el techo el ángulo del sol, los chasquidos metálicos de las
verjas, la sustitución de las dóciles blanduras femeninas por otras carnes
prietas, fibrosas, correosas: igual que comer carne de caballo en vez de
faisán. Y aunque reconozco que no soy hombre hogareño, la reclusión también me
ha privado de conservar una familia como la del abogado. Después de todo las
cosas estaban mejorando en casa; desde que el chico entrenaba en el equipo de
boxeo había dejado de atizarle, y a última hora siempre convencía a mi esposa
de que no me denunciara.
Deslumbrado por la
libertad, después de despedirme del alcaide, lo primero que hice fue venirme a
ver al abogado. Sin embargo, en el camino añoré la posibilidad que en la cárcel
tenía de dominar a los demás reclusos. Pero recordé que el alcaide esperaba
volver a verme pronto y no podía dejarme detener sin llevar a cabo mi
propósito. Incluso antes de buscar alojamiento me dirigí al Palacio de Justicia
–de injusticia- y sin apagar el puro ni descubrirme el panamá entré en la sala.
Allí estaba el abogado, en plena acción, embelecando al juez con sus argucias y
esquivando la verdad con sus fintas legales, ocultando la realidad entre sus
intrincados recovecos y sepultándola bajo un cenotafio de pompa y vacuos
tecnicismos.
Por suerte él no había
cambiado nada. Seguía tal y como en mis insomnios lo había enfocado la blanca
luz de mi odio, envarado de hipocresía, engolado de falsa virtud, tan henchido
de orgullo que en cualquier momento podía elevarse hacia el cielorraso de la
sala. Exactamente como yo lo recordaba de mi juicio. Cuando mi abogado sonreía
y desde el banquillo observaba yo por la ventana del juzgado cómo sobrevolaban
las palomas el bosque de mi libertad, tuvo que venir el abogado a testificar
contra mí como ciudadano particular. Alguien con su reputación convenció al
jurado de que los gritos de la chica que había oído en el garaje y yacía
conmigo en la oscuridad, no eran de placer.
Así que después de ocho
años de espera lo seguí por los pasillos del Palacio de Justicia y lo abordé
cuando ya estaba al volante. Simuló no reconocerme, lo que me enfureció más,
aunque después de todo yo apenas seré otra de sus numerosas víctimas. Arrancó
el auto y me dejó en la boca los saludos a la familia. A partir de entonces
empecé a acosarlo de modo que, como en una jaula de cristal o en una celda
translúcida, se sintiera como en una cárcel en el seno mismo de su
cotidianeidad, maniatado por cadenas invisibles. Es curioso, pero bastan una
mera sombra, el chasquido de un paso, una presencia sigilosa, para convertir en
un infierno el apacible paraíso de cualquiera.
Como un mal recuerdo,
lo perseguía a todas partes. Deslizándome como una serpiente por los resquicios
de la legalidad, reptando entre los vacíos de la ley, estoy haciendo de su vida
una pesadilla. Como me sobraba el tiempo, he aprovechado la clausura para leer
libros de Derecho, lo cual, aparte de enseñarme bastante, me dio ocasión de
reírme lo mío. Por tanto, me consta que no hay ley que me prohíba equivocarme
de teléfono a medianoche, visitar la bolera favorita del abogado, pasear por su
calle, alquilar en el muelle una lancha al lado de la suya o fumar, como ahora,
a la puerta del colegio de su hija.
Cada vez que me
descubre en uno de estos lugares, adopta esa expresión tan suya de puritana
indignación, se estira en un ademán de ecuanimidad sorprendida, de inocencia
ultrajada. Pronto lo desequilibré al punto de que ese campeón de la libertad y
defensor de los derechos civiles pretendió encerrarme o como mínimo privarme de
mi libertad de movimiento. Movió sus hilos en la policía y logró que me
registraran la habitación y me detuvieran cuatro veces como sospechoso de robo
o, en última instancia, de vagancia, para poder alejarme cien kilómetros de la
ciudad. Pero me sabía de memoria el artículo correspondiente y había vendido la
granja de mis padres precisamente para que mi honrada cuenta corriente les
frustrara la acusación. No pudieron echarme, ni siquiera estaba borracho y, como
buen ex convicto, cumplía con mi obligación de presentarme cada semana en
comisaría.
Cierta mañana el perro
del abogado, que no dejaba de ladrar en el chalet manteniéndolos a todos en
vilo, de pronto enmudeció para siempre. Compungidos lo llevaron al veterinario;
así son los hipócritas, capaces de llorar por un perro y de encerrar a un
inocente con una sonrisa de satisfacción. Pero estos días su esposa y su hija
lucen ojeras y las caras mustias, y el abogado está perdiendo casos
inverosímiles.
He eludido la
persecución policial gracias a la intervención de un abogado, Dave Grafton, que
en la prensa es el látigo de la represión policial, este sí, un honorable
partidario de la presunción de inocencia. Empecé a ganar la guerra psicológica.
El siguiente paso del abogado fue contratar a un detective privado, un sabueso
que me husmeara los pasos como yo husmeaba los suyos. Probé mi propia medicina:
me molestó en mis escarceos amorosos.
Resulta que tampoco yo
he cambiado estos años y ciertas mujeres aún se me quedan clisadas en los
bares, hipnotizadas o fascinadas como quien mira a una serpiente, gracias a lo
cual apenas tengo que recurrir a las profesionales. Son aquéllas de gustos, por
así decir, complementarios a los míos, algunas que disfrutan justo con lo que a
mí me gusta. Lo que pasó fue que ese sabueso estuvo a punto de atraparme
mientras le cargaba yo la mano a una de mis conquistas. Reconozco que por una
vez me excedí; al menos, después de lo que le hice a ésta, podía estar seguro
de que no se atrevería a denunciarme. Fue una excepción: lo normal es que
disfruten más que yo, como aquélla del garaje.
Muestra de que le estoy
quebrando los nervios al abogado es que, como él diría, se está degradando por
mi culpa, lo están perdiendo los instintos más primitivos y cerca está de
sucumbir a los impulsos homicidas sobre los que tan aficionado era a elucubrar
en las revistas especializadas. Para querer matarme no necesita tener la
mandíbula prognática ni los ojos demasiado juntos. Ayer mismo me insultó y
hasta atizó en el muelle, al verme apreciando los encantos de su hijita en
shorts.
Para demostrarle mi
superioridad psicológica, no me molesté en devolverle la afrenta. Pero sí me he
hecho con una navaja, porque estoy seguro de que cuando sepa lo que le va pasar a
su hija recurrirá a los sicarios. Ya son las cinco; la chica estará a punto de
salir de la escuela y su madre sigue sin llegar. Puede que la consuele de lo
del perro con algo nuevo que la distraiga; quizá le presente a otro amiguito
cálido y peludo con quien también pueda jugar.
Tiene edad para que
alguien le desvele con delicadeza ciertos secretos de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario