Ya que tanto presumo de que mi música se mantiene al margen de la política, es decir, de la guerra –con nuestra Martinica en poder de Vichy-, tampoco debería insinuarse en mis canciones la influencia de ninguna mujer, ni su presencia traslucirse en las melodías que toco aquí, al piano del bar del hotel Marquis, desde el primer trago de café a la última calada de la noche. Frenchy, el dueño, dice que nunca me ha visto sino sentado al piano, y es verdad que, atornillado a él como a la tortura de mi talento, bebo, como, fumo, amo, y solo me falta bajar la tapa y acurrucarme en él para dormir.
Harry Morgan, uno de los clientes más frecuentes, es como yo. Desde que vino desengañado de la guerra de España, donde condujo una ambulancia, dice que ninguna guerra es la suya, aunque los fascistas sean uno de los bandos. Hoy en día lo tenemos difícil los neutrales; cualquier noche tomarán las románticas letras de mis canciones por mensajes en clave.
Harry conoció en esa barra al viejo Eddie. Fue mientras aún desinfectaba con whisky sus traumas de guerra. Y cuando ese charlatán ineludible logró convencerlo de que dejara de beber, nos dimos cuenta de que ahora el alcohólico era él, de tanto acompañarlo en sus acampadas en la barra, así que entonces fue Harry quien empezó a ocuparse de él, que sin embargo aún cree cuidar de Harry. El caso me inspiró una canción que, como de costumbre, tuvo un discreto éxito; aunque no están los tiempos para eso, aún espero que alguna de mis noches en vena coincida con la presencia de algún agente o magnate fonográfico. Pero me temo que la buena suerte ignora las coordenadas de mi destino.
Harry y Eddie tienen una barca, la “Queen Conch”, que alquilan a aficionados a la pesca, aunque no han tenido suerte con el último cliente, un tipo adusto y con la pendencia en la punta de la lengua. Con la lucidez del alcohólico, Eddie lo tenía catalogado de gafe. Nunca pescaba nada, y la última vez lo oí desde aquí comprometiéndose con Harry a pagarle por la mañana los ochocientos cincuenta dólares que le debía. Como contaba con ese dinero, Harry pudo rechazar la oferta de Beaucleare, un amigo de Frenchy, el patrón, que necesitaba la barca para efectuar alguna misión para la Resistencia. Es curioso, este bar es un semillero de rumores, y aunque intente amortiguarlos con mis notas, las voces y los susurros acaban por convertirse en las letras de las canciones y sin quererlo me entero de casi todo.
Esa misma noche, de repente, como ocurren los milagros, entró en el bar la mujer de mis sueños. Ya sé que todos los amantes del mundo dicen lo mismo, que hasta hallarla nunca han amado a nadie como ella, pero en mi caso no hay elementos de comparación porque a mis años lo único que he tocado con cariño ha sido el piano. Parecía avanzar sobre las aguas, balanceándose de un lado a otro como una rama de cerezo al viento de marzo; y a su paso florecían las luces de los focos y las rosas de las mesas, y se encendió en la sala un silencio tan instantáneo y misterioso como un atardecer del trópico.
Angulosa y sutil, tardó una eternidad en alcanzar el piano, como si se me acercara desde un sueño de la adolescencia, me enamoré de su sonrisa, que por el ventanal pareció hendir la noche con el filo de la luna, y me puse a tocar, que es mi manera de celebrar la vida. Y ella me acompañó con una voz vibrante y rasgada, crepitante de seda y chasquidos de fuego. La verdad es que hacíamos buena pareja, no tardé en comprobar que solo artística (¿no es bastante?): también mi piano se enamoró de su voz.
No tardé en conocer su historia; el whisky y mi hombro son propicios a las confidencias. Hace veinte años Marie nació en San Francisco. Huérfana a los trece, tuvo que esquivar el interés excesivo que mostraron por ella su tío, el director del establecimiento de acogida y los dueños y clientes de los sucesivos garitos donde actuó. Desde entonces había peregrinado por el Caribe en un derrotero de desventuras y llegado a Río, de donde ahora había naufragado en la Martinica porque era adonde le había llegado el dinero para el billete.
Marie me dejó para sentarse a la mesa de Mr. Johnson, el cliente de Harry, que embobado en esa metáfora de la belleza y la felicidad que es ella, no advirtió cómo le sustraía la cartera. Harry la vio hacerlo desde la barra. La verdad es que Marie y Harry llevaban un rato mirándose de una manera que me privó de cualquier esperanza. Los conectaba una electricidad que chispeaba en el ambiente como las ruedas de todos los trenes del destino.
Después, supe que Harry la siguió y le exigió la cartera para que su cliente no tuviera problemas en hacerle la transferencia. Por el tempranero billete de avión que le encontró, supo que Mr. Johnson no tenía pensado pagarle. A éste nada le salía bien –el bueno de Eddie tenía razón-, sobretodo cuando sufrimos un atentado de la Gestapo, que, sabedora de que aquí se reúnen elementos disidentes, granizó el ventanal con sus balas. Vergüenza me dio protegerme tras mi querido piano, que por suerte salió indemne. No así Mr. Johnson, en honor de quien toqué una marcha fúnebre.
Llegó la policía, con ese colaboracionista del inspector Renard a la cabeza; grasiento de maldad y apestando al más agrio cinismo, ya que aparentaba investigar una matanza que él mismo habría instigado, se llevó a Frenchy, Marie y Harry. Estos dos ya iban juntos a todas partes. Los soltaron después de interrogarlos, y no sé en qué ocuparon la noche, pero lo cierto es que regresaron tan enfadados que apagué la última llamita de ilusión. Cuanto peor se llevan, más unidos están; cuanto menos se comprenden, más se entienden. El hielo que a veces los separa siempre acaba por quemar.
Cualquiera que los mire puede advertirlo. Marie y Harry parecen moverse en un ámbito único, en un mundo transparente que solo a ellos pertenece; y uno ocupa el lugar que el otro acaba de abandonar y que de algún modo le está reservado, destinado, para colmar consigo el molde que el otro ha vaciado, encarnar la sombra con su cuerpo. Es un hecho, ambos se mueven en un tiempo que solo para ellos corre, o más bien que se les ha detenido a los dos mientras que para el resto sigue pasando. Sí, hasta los botones de las camisas de Harry anhelan abrocharse a los ojales de ella.
Ya sabía que tendría que conformarme con acompañarla al piano. Cuanto más enfadados parecen, están más de acuerdo. Lo único que al principio los separaba era que mientras ella quería ayudarle, él no habría aceptado ni la ayuda de su propia madre. Marie me ha confesado que al final Harry asumió el trabajo de la Resistencia para poder comprarle a ella un billete a San Francisco; él creía preferir la paz al paraíso infernal de Marie. Para asegurarse, Harry incluso me encomendó que la llevara al aeropuerto mientras él llevaba a cabo la misión.
Consistía en pasar a la isla a los Bursac, un matrimonio de agentes de la Resistencia. En contra de su voluntad tuvo que llevarse a Eddie, que pretendiendo ayudar solo fue un problema añadido. Todo fue bien hasta que a la vuelta se toparon con una lancha de la Vigilancia Marina. Se escabulleron en la niebla, pero Bursac sufrió una herida de bala en el hombro.
De vuelta, aunque Harry simuló enfadarse de que Marie hubiese tirado el billete a la basura –y yo no tuviera que abandonar el piano por una hora entera-, estaba encantado de encontrarla. Yo mismo había hallado la solución: convencí a Frenchy de que la contratara.
Hoy, todo se ha precipitado y no me dejan concentrarme en lo que estoy componiendo. Parece que a Bursac la herida se le ha infectado y han tenido que traerlo al sótano para que Harry le extraiga la bala, ya que todos los médicos están vigilados y él tuvo alguna experiencia en España. Ha venido el inspector Renard a intentar sonsacarle a Eddie sobre los Bursac y, por mucho que lo ha emborrachado en la mesa de al lado, ha sido él mismo quien ha terminado con jaqueca de tanto oír la cháchara de Eddie sobre las picaduras de abejas. Y luego todo se ha embrollado tanto como ésta dichosa melodía que no acabo de resolver.
Ya que no lo ha logrado con el ron, Renard se ha llevado a Eddie para encerrarlo sin darle su medicina hasta que hable, Bursac se muere en el sótano y su esposa está histérica. De un momento a otro Frenchy va a tener que cerrar el local, a mí me embargarán el piano, y ella y Harry tomarán el avión que los eleve hacia un sol cenital que que a mí siempre me ha cegado… y al menos ya se me insinúa, desde el fondo de la tarde, la canción que Marie me ha inspirado, la melodía del fracaso y la resignación.
Es lo único que he conseguido de ella y no me queda mucho para convencerme de que no es lo peor que ha podido darme.
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